Mateo

Mateo 19

Capítulo 19

Una cuestión referente al matrimonio

Jesús continuó su obra de amor sanando a las multitudes que lo seguían de Galilea a Judea. En vez de convencerse viendo las obras que Jesús hacía, los fariseos vinieron a él con preguntas para tratar de ponerlo en oposición a las enseñanzas de Moisés, dadas para el régimen de la ley. Le preguntaron si un hombre tenía derecho a repudiar a su mujer (cosa autorizada por la ley de Moisés, a causa de la dureza de corazón de los judíos). El Señor les respondió que al principio no era así. Dios creó al hombre y a la mujer y los unió para siempre en la tierra. El hombre jamás debe derogar el orden divinamente establecido. Un marido no debe separarse de su mujer, y menos aún bajo el régimen de la gracia, en el que la dureza del corazón no debería hallar sitio en nuestras relaciones. Al contrario, tenemos que amarnos, soportarnos, perdonarnos unos a otros, sobre todo entre esposos, y en la misma familia.

Por la respuesta del Señor comprendemos que para conocer la verdad sobre una cuestión es necesario volver a los principios establecidos desde el comienzo, considerar lo que Dios hizo y cómo lo hizo. El hombre todo lo altera y modifica; quiere acomodar las cosas según sus gustos y conveniencias, desnaturalizando lo que Dios estableció. Olvida el deber de conformarse al pensamiento de Dios por todos conceptos, porque según esta medida será pronunciado al final el juicio. De ahí la importancia de buscar, en cualquier circunstancia, el pensamiento de Dios. Lo hallamos siempre en su Palabra.

Otra vez los pequeños

La mansedumbre y la gracia que el Salvador manifestaba respecto a los pequeños, invitaban a los padres a llevarle a sus hijos, a fin de que él los bendijera y orara por ellos. Esto era agradable al corazón del Señor. Amaba a estos pequeños seres que venían a él sin temor, con plena confianza, atraídos por la gracia que el hombre orgulloso, endurecido por el pecado, rechazaba y despreciaba.

Lo asombroso es oír el reproche de los discípulos, a pesar de todo lo que habían visto anteriormente (cap. 18). El corazón natural –ajeno a los pensamientos de gracia que deben caracterizar a los discípulos de Jesús en el reino de los cielos– cree que lo que el hombre estima, debe convenir a Dios. El Señor aprovechó esta circunstancia para recordar una vez más que el reino de los cielos pertenece a los niños. Al carecer de sencillez infantil, es inútil pretender entrar en el reino y poseerlo. Además, puesto que el reino de los cielos pertenece a aquellos que se asemejan a los niños, no impidamos a los niños pequeños ir a Jesús. En su simplicidad infantil, dado que su naturaleza pecadora todavía no está desarrollada por el contacto con el mundo, ni por las enseñanzas de los hombres, ellos van naturalmente a Jesús. Por lo tanto, se debe tener cuidado de no hacer nada, sea en palabras o en acciones, que aparte a un niño de la sencilla fe en el Señor Jesús.

¡Qué prueba más triste tenemos aquí del estado del corazón del hombre! El desarrollo de su inteligencia contribuye a alejarlo de Dios, oponiéndolo a él, mientras que, en el estado de inocencia (Génesis 2:20), merced a esa inteligencia que lo distinguía del animal, podía relacionarse con Dios y ser feliz en su presencia. El pecado hizo despertar la conciencia, esa facultad de conocer lo bueno y lo malo. Entonces el hombre huyó de Dios, la fuente de todo bien. En este alejamiento, sin que desee siquiera acercarse a Dios, practica libremente el pecado, amado por el corazón natural, el cual mantiene el miedo con respecto a Dios. En el niño, más o menos inconsciente del pecado, pero sin por eso ser inocente, no existe ese temor y ese odio en relación a Aquel que ofendimos; él se halla en el estado más próximo en el cual Dios puso al hombre. Por eso no huye; y, si no va a Jesús, es porque se le impide de diversas maneras hacerlo. ¡Ojalá todos los que tienen una responsabilidad para con los niños piensen en ello seriamente!

El joven rico

El Señor continuó haciendo resaltar que los pensamientos de los hombres en cuanto al bien y a la grandeza, e incluso aquellos que proviniesen de la enseñanza de la ley aplicable al hombre natural, se oponían a los de Dios.

Un hombre bien intencionado se acercó a Jesús y le dijo: “Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?” (v. 16). Pensaba que en él había algo bueno que lo haría capaz de merecer la vida eterna por el bien que hiciera. Por eso el Señor respondió: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios” (v. 17).

La vida en la tierra estaba prometida al que cumpliera la ley. El Señor citó los mandamientos que el hombre era capaz de cumplir. El joven le respondió: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?” (v. 20). No deseaba tener solamente las bendiciones que la ley ofrecía en la tierra, también quería la vida eterna. Porque, aunque no hubiera matado, ni cometido adulterio, ni robado, ni dado falso testimonio, nada de aquello podía darle bendiciones eternas. Existía solo un medio, y Jesús había venido a este mundo para abrir el camino. Era necesario seguirlo con un corazón desligado de las cosas terrenales. Por eso el Señor le respondió: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme. Oyendo el joven esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones” (v. 21-22). ¡Cuántas personas se asemejan a él! Saben que les falta algo para ser felices, les preocupa el porvenir; pero quieren seguir gozando de los bienes de este mundo, sin abandonar nada; sobre todo, no quieren seguir a Cristo. Él no tiene ningún atractivo para su corazón; los goces de este mundo los atraen mucho más, y entonces sacrifican su porvenir por el presente. Por lo tanto, su parte es miserable; disfrutan de los bienes pasajeros, pero con la tristeza de no poder mezclar el cielo con la tierra, y no tienen ninguna seguridad para el porvenir. Si persisten en este camino tendrán su parte en la desgracia eterna. Utilizando los bienes de esta vida para ayudar a otros, a causa del Señor, uno no los pierde. Al contrario, se transforman en bendiciones celestiales y eternas, como el Señor lo enseña también en otra parte. Porque siguiendo a Jesús, uno llega a donde terminó Su camino, es decir, a la gloria eterna, porque él es “el camino, la verdad y la vida”.

Al ver el efecto que sus palabras tuvieron en el joven, Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Otra vez os digo, que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (v. 23-24). Aquí otra vez los discípulos no comprendieron el pensamiento de Jesús. Se asombraron y dijeron:

¿Quién, pues, podrá ser salvo? (v. 25).

Bajo la ley Dios bendecía a los que practicaban el bien, dándoles riquezas terrenales. Pero los discípulos no comprendían que los bienes terrenales no tenían nada que ver con la vida eterna, puesto que solo se puede gozar de ellos en la tierra. Creían que los ricos, aparentemente objetos del favor de Dios, entrarían más fácilmente en el reino de los cielos, considerando las cosas desde el punto de vista de los méritos del hombre y no de la gracia. Los bienes materiales, al contrario, apresan el corazón y lo arraigan a la tierra. Constituyen un gran obstáculo cuando se trata de abandonarlo todo por un tesoro que, si bien real, celestial y eterno, es, por el momento, invisible, y para seguir a un Cristo despreciado, que no tenía donde reclinar su cabeza en un mundo en que el hombre perdido posee “muchas posesiones”. Los pobres, al tener menos deleites en la tierra, menos que dejar, siendo menos considerados por los hombres, aceptan más fácilmente la gracia venida a ellos en la persona de Jesús. A los discípulos de Juan el Bautista, el Señor les había dicho: “A los pobres es anunciado el evangelio” (cap. 11:5).

A la pregunta de los discípulos: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?”, Jesús respondió: “Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible” (v. 26). Aunque algunos hombres hallen menos obstáculos que otros para ir a Jesús, es igualmente imposible tanto a los unos como a los otros ser salvos por sí mismos. Pero, gracias a Dios, él todo lo puede, e hizo lo necesario a fin de que pobres culpables, perdidos y arruinados, incapaces de cualquier cosa, hallasen la perfecta salvación. Cualquiera que la acepte por la fe en el Señor Jesús la recibirá gratuitamente.

La recompensa

Cuando Pedro oyó la respuesta del Señor al joven rico, comprendió que la renunciación a las ventajas presentes para seguir al Señor tendría su recompensa. Pensó inmediatamente en los discípulos que dejaron todo para seguir al Señor, y dijo a Jesús: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos?” (v. 27). Esta pregunta nos revela que los discípulos habían respondido al llamado del Señor y se hallaban unidos a él, sin pensar en una recompensa. El Señor, que sabía todo eso, les respondió: “De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (v. 28). La “regeneración” designa aquí el milenio porque, para el reinado de Cristo, todo será regenerado, renovado. El Señor no pudo hacer esta regeneración en su primera venida, porque fue rechazado. No obstante, en su tiempo reinará, y los discípulos, que lo siguieron en su rechazamiento, dejando todo para tomar parte en su humillación, tendrán una posición gloriosa conforme a su renuncia. Si ellos sufrieron con Cristo el desprecio, si participaron del mismo carácter de Aquel que no insistía en sus derechos, cuando él los haga valer, tomarán parte con él en el ejercicio de la justicia. Juzgarán particularmente a las tribus de Israel, en medio de las cuales no estuvieron como jueces, sino como corderos entre lobos.

No solo los doce discípulos recibirán una recompensa conforme a lo que hicieron en la tierra:

Cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna (v. 29).

No se trata de dejarlo todo en vista de una recompensa, sino mucho más por amor al Señor. Hace falta haber visto en él la gracia y el amor que atraen al corazón. ¿Cómo no lo seguiremos cuando le vemos dejar la gloria del cielo para venir a este mundo manchado, a fin de sufrir y morir en una cruz de ignominia, tomando él, el justo, el lugar de los injustos? ¿Necesitamos otros motivos para seguir al Señor y para renunciar a todo lo que impida servirle fielmente, sea padre, madre, cónyuge o hijos? Él mismo (su nombre glorioso, expresión de tal gracia) es suficiente para atraernos. Pero, en su bondad infinita, después de habernos procurado tales motivos para seguirle y servirle, quiere recompensar lo que hayamos hecho por amor a su nombre. La recompensa sirve, pues, de estímulo, jamás de motivo para la acción. Como para los discípulos, la recompensa se relacionará con las circunstancias en las que hemos seguido al Señor. Ninguno de nosotros podrá sentarse sobre un trono para juzgar a las doce tribus de Israel, porque no nos hallamos en medio de Israel para seguir al Señor y rendirle testimonio. Cada época tiene su carácter propio, y solo el Señor es juez de lo que otorgue a cada uno. Incapaces de juzgar según Dios, no nos corresponde apreciar eso ahora. El Señor añadió: “Pero muchos primeros serán postreros, y postreros, primeros” (v. 30). Muchos que parecen ser los primeros a los ojos del hombre, serán los últimos el día en que Dios revele lo que apreció en su conducta. Y varios de los que parecen los últimos, los que por su humildad no se manifestaron, ocuparán el sitio que el Señor da a los que él estima ser los primeros. “Y tuya, oh Señor, es la misericordia; porque tú pagas a cada uno conforme a su obra” (Salmo 62:12).