Mateo

Mateo 17

Capítulo 17

La transfiguración

Estos versículos nos muestran cómo debían cumplirse las palabras que Jesús pronunció en el versículo 28 del capítulo precedente. Llevó a Pedro, a Jacobo y a Juan a un monte alto, y allí, transfigurado delante de ellos, su rostro resplandeció como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Aparecieron también Moisés y Elías “en gloria”, como lo relata el evangelio según Lucas. En Mateo, esta escena presenta a Jesús Hijo del Hombre, viniendo en su reino en gloria, a fin de fortalecer la fe de los discípulos cuando, después de su muerte, deban dar testimonio de él a un mundo hostil. Ellos habían creído que Jesús era el Mesías, el Cristo, y esperaban el establecimiento de su glorioso reinado. Pero, en lugar de eso, Jesús les prohibió decir que él era el Cristo, y les habló de sus sufrimientos y de su muerte. Semejante revelación aniquilaba, al parecer, todo lo que ellos habían esperado y ponía su confianza a ruda prueba. Con esta visión de su gloria, Jesús quería tranquilizar a sus discípulos a fin de fortalecer la fe que ya tenían en él como Mesías. Más tarde, Pedro se funda en esta manifestación gloriosa para animar a los creyentes judíos –a quienes dirige sus epístolas– a que esperen sin desfallecer el reino en gloria: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad” (2 Pedro 1:16).

La presencia de Moisés y de Elías hablando con Jesús tiene una importante significación: Moisés había dado la ley; Elías era el gran profeta suscitado para hacer volver a la ley al pueblo dedicado al culto de Baal (1 Reyes 18). Estos dos hombres representaban, pues, la ley y los profetas, cuyo ministerio fue inútil en medio del pueblo, a causa de su incapacidad para obedecer y de su voluntad opuesta a Dios. Ahora, el Mesías estaba allí para establecer su reinado. Pero el pueblo lo rechazaba, de modo que en vez de gozar de las bendiciones prometidas, los judíos iban al encuentro del juicio. No había más esperanza para ellos sobre la base de su responsabilidad. Pero si todo está perdido de parte del hombre, los recursos divinos aparecen, concentrados en la persona de Jesús, quien, en lugar de subir al cielo con Moisés y Elías después de su entrevista, irá a la cruz para cumplir la obra redentora.

Cuando los discípulos vieron a estos dos eminentes personajes con Jesús, Pedro dijo: “Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, hagamos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías. Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (v. 4-5). Pedro creía honrar a Jesús poniéndolo en primer lugar entre estos siervos ilustres. No conocía todavía la gloria de su persona, ni lo importante que era escucharlo. Por eso, Dios, el Padre, celoso de la gloria de su Hijo, hace oír su voz, tanto cuando se le quiere colocar entre los grandes hombres de Dios, como cuando él mismo se pone en medio de los pecadores y se hace bautizar por Juan (Mateo 3:17). Ahora tienen que escucharlo a él, pues Moisés y Elías no fueron escuchados y su ministerio tampoco tuvo resultado para el pueblo. El recurso de Dios está, pues, en su Hijo muy amado.

Esta voz ahora se dirige a todo creyente, como a todos los que aún no son salvos. “A él oíd”, dice Dios el Padre. Oíd a aquel que dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). “Oíd, y vivirá vuestra alma” (Isaías 55:3). “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Al oír la voz del Padre y ver la nube que los cubría, los discípulos se postraron sobre sus rostros, sobrecogidos de temor. Esta nube era la señal de la morada de Dios en medio de su pueblo. Cuando el tabernáculo fue terminado en el desierto, una nube lo cubrió y la gloria de Jehová lo llenó.

No podía Moisés entrar en el tabernáculo de reunión, porque la nube estaba sobre él, y la gloria de Jehová lo llenaba
(Éxodo 40:34-35).

Más tarde, cuando la consagración del templo de Salomón tuvo lugar, la gloria de Jehová lo llenó y los sacerdotes tampoco pudieron entrar en él (2 Crónicas 7:1-3). Esta gloria dejó el templo cuando Israel fue tomado cautivo (Ezequiel 10). Los discípulos bien podían estar atemorizados al verse cubiertos por esta nube que Pedro llama “la magnífica gloria” (2 Pedro 1:17).

Pero los discípulos tenían con ellos a Aquel que había dejado la gloria a fin de introducir en ella a pobres pecadores como Moisés y Elías, usted y yo, y todo creyente. Solo él podía decirles: “Levantaos, y no temáis” (v. 7). Si en aquel momento Pedro hubiera tenido la comprensión de lo que sucedía, como la tuvo más tarde, se hubiera dado cuenta de su locura cuando, al oír a Jesús anunciar su muerte, le respondió: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (cap. 16:22). Si Jesús no hubiera muerto para expiar los pecados, el hombre jamás habría sido introducido en la gloria de la presencia de Dios. ¡Qué amor el de Jesús! ¡Cómo no conmovernos ante semejante escena, donde vemos a pobres pecadores, idénticos a nosotros, ser introducidos en la misma gloria que Jesús, porque iba a sufrir la muerte para satisfacer la justicia de Dios acerca del pecado!

Cuando los discípulos alzaron los ojos, vieron “a Jesús solo”. Moisés y Elías habían desaparecido; porque en el tiempo de la gracia que el Señor introdujo en aquel momento, la ley y los profetas dan paso a Jesús, el único capaz de establecer al hombre en la bendita posición que Dios le prometió.

Así, en la escena de la transfiguración –según las promesas hechas a los padres– vemos que por la fe, el creyente tiene la certeza que Cristo, el Hijo del Hombre, establecerá su reino en gloria. Participarán de él los santos celestiales resucitados y transformados –representados por Moisés, a quien Dios sepultó, y por Elías, quien subió al cielo sin pasar por la muerte– como también los creyentes que estén entonces en la tierra, representados por los tres discípulos. A la espera del reino, los discípulos poseen, por la fe, una parte celestial con Cristo, objeto del corazón de Dios, objeto de los corazones de ellos, Aquel que permanece con ellos, a Quien deben escuchar, puesto que la ley y los profetas nada condujeron a la perfección.

Elías

Al descender del monte, Jesús ordenó a sus discípulos que no contaran a nadie la visión, hasta que él resucitara de los muertos, por el mismo motivo que les había prohibido decir que él era el Cristo (cap. 16:20).

La escena inolvidable a la cual los discípulos acababan de asistir, la que afirmaba en ellos la seguridad del establecimiento del reino en gloria, provocó una cuestión referente al profeta Elías que debía venir antes del establecimiento del reino (Malaquías 4:5).

¿Por qué, pues, dicen los escribas que es necesario que Elías venga primero? (v. 10).

Puesto que el reino iba a ser establecido, ¿por qué no había venido Elías? El Señor respondió que, efectivamente, Elías vendría primero y restablecería todas las cosas, como está escrito en Malaquías: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición”. Los escribas tenían razón: un profeta sería suscitado en medio del remanente, una vez que los judíos hubieran regresado a Palestina; él obraría con el espíritu y el poder de Elías para hacer volver el pueblo a Dios antes del establecimiento del reinado de Cristo. El Señor añadió: “Mas os digo que Elías ya vino, y no le conocieron, sino que hicieron con él todo lo que quisieron; así también el Hijo del Hombre padecerá de ellos. Entonces los discípulos comprendieron que les había hablado de Juan el Bautista” (v. 12-13). En efecto, cuando los judíos preguntaron a Juan quién era él, este les respondió: “Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías” (Juan 1:23; véase también Mateo 3:3). Juan cumplía la profecía de Isaías 40:3, preparando el camino del Señor en los corazones, por la palabra de su predicación. Era también aquel mensajero de quien Malaquías había hablado (cap. 3:1). Dicho pasaje es citado por Zacarías, padre de Juan, en Lucas 1:76: “Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado; porque irás delante de la presencia del Señor, para preparar sus caminos”. El Señor confirma la aplicación de este pasaje a Juan el Bautista en Mateo 11:10 y en Lucas 7:27: “Porque este es de quien está escrito: He aquí, envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti”. De modo que era cierto que un profeta vendría aún antes del advenimiento de Cristo en gloria, como también era verdad que Elías, en la persona de Juan el Bautista, vino antes de la aparición de Cristo en gracia.

De la misma forma que fue tratado el precursor, también tratarían a su Señor. ¡Cuán precisa y segura es la Palabra de Dios! Lo que aún no se ha cumplido se realizará con igual exactitud que lo que ya tuvo lugar. El que cree esta Palabra y se apoya en ella en todas las cosas posee para sí, en medio de la confusión de los pensamientos de los hombres, la verdad respecto al pasado, al presente y al porvenir. Fuera de ella no hay certeza alguna, y por consiguiente, tampoco hay paz, ni felicidad.

La impotencia de los discípulos para sacar un demonio

Durante la maravillosa escena de la transfiguración, sucedía otra muy diferente entre la multitud y los discípulos. Estos, enfrentando el poder de Satanás, no podían expulsar un demonio que atormentaba cruelmente a un joven. Cuando el padre vio venir a Jesús, se arrodilló ante él, diciendo: “Señor, ten misericordia de mi hijo, que es lunático, y padece muchísimo; porque muchas veces cae en el fuego, y muchas en el agua. Y lo he traído a tus discípulos, pero no le han podido sanar. Respondiendo Jesús, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo acá. Y reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho, y este quedó sano desde aquella hora” (v. 15-18). Los discípulos preguntaron a Jesús el motivo de su incapacidad para expulsar este demonio. Él les respondió que era a causa de su incredulidad, después de lo cual les enseñó dos cosas importantes. Para aprovechar la potestad que el Señor ponía a su disposición, era necesaria la fe. Jesús les había dado el poder para expulsar a los demonios (cap. 10:8); pero este poder no se podía ejercer sin la fe verdadera en la persona del Señor, única fuente de esta potestad. De haber tenido fe como un grano de mostaza –ejemplo de una cosa muy pequeña– ellos podrían haber trasladado un monte, es decir, haber vencido la dificultad más insuperable.

¡Cuán maravilloso es ver al Señor comunicando a los hombres, tan impotentes, el poder para superar todo mediante la fe en él! Esta potestad permanece a nuestra disposición a fin de que podamos cumplir lo que el Señor nos pide hoy en día. Él no nos llama a sanar enfermos o expulsar demonios; –y si él nos lo pidiera, podríamos hacerlo por la fe en él–, sino que nos pide que lo sigamos, que andemos en la separación del mal y en el cumplimiento del bien. Debido a nuestra naturaleza débil, encontramos dificultades que nos parecen insuperables; pero con la fe, podemos decir como el apóstol Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, en aquel Cristo que le había dicho: “Mi poder se perfecciona en la debilidad” (Filipenses 4:13; 2 Corintios 12:9). Es bueno ejercitarse, desde la juventud, en el aprovechamiento de la potestad del Señor, haciéndolo participar de todo lo que nos concierne; tal potestad permanece siempre a disposición de la fe, para sostener la fidelidad y la piedad en medio de este mundo donde todo se opone a Cristo y a los que quieren serle fieles.

La segunda enseñanza que Jesús dio a sus discípulos, y a nosotros, además del hecho que la fe sola puede aprovechar la potestad del Señor, consiste en que hace falta un estado del alma que permita contar con el Señor. Él dijo:

Pero este género no sale sino con oración y ayuno (v. 21).

No tenemos en nosotros mismos, cual una provisión que podemos utilizar, la potestad necesaria para nuestro andar y servicio. Este poder está en el Señor; exige, como hemos visto, la fe que solamente se realiza con un estado de alma caracterizado por la oración, la dependencia del Señor, y el ayuno, expresión de la renuncia a todo lo que satisface y excita la carne, desviando el corazón hacia las cosas del mundo. Si el corazón está lleno de éstas, ¿cómo puede confiar en el Señor? Ellas le quitan toda espiritualidad, toda capacidad para discernir la voluntad del Señor, y no permiten recurrir a sus promesas en las dificultades. Por eso está escrito: “La piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Timoteo 4:8). Solo separados del mal y del mundo, realizado para el Señor, podremos contar con él y experimentar su poder.

En los versículos 22 y 23, Jesús recordó a los discípulos que él sería entregado en manos de los hombres; que ellos lo matarían, pero que al tercer día resucitaría. Los discípulos se entristecieron mucho. El Señor no quería que las circunstancias de las que eran testigos desviasen sus pensamientos de sus bendiciones presentes y futuras. Pues, ¿para qué serviría la escena de la transfiguración que les aseguraba una parte en la gloria venidera? ¿Para qué servía la potestad de Cristo, de la que ellos podían disponer, si Jesús no pasara por la muerte y la resurrección, fundamento de todo lo que Dios quería cumplir a favor de los pecadores? Permaneceríamos en nuestra miseria, la gloria estaría cerrada para siempre.

El pensamiento de la muerte de Jesús entristecía a los discípulos; no podía ser de otra manera; pero la felicidad que debía emanar de ello es incomparable y eterna. Los discípulos la conocieron (Juan 16:20-22). Pedro la llama “gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8). Todo creyente puede disfrutar de ella, a la espera del momento hermoso en que el Señor mismo gozará del trabajo de su alma (Isaías 53:11), cuando todos sus rescatados, glorificados, estén a su alrededor.

Las dracmas

Llegaron Jesús y sus discípulos a Capernaum durante la recaudación de un impuesto a favor del templo, probablemente aquel prescrito por Moisés en Éxodo 30:11-16, o bien el establecido por Nehemías para el servicio de la casa de Dios (Nehemías 10:32-33). Los recaudadores de este impuesto preguntaron a Pedro: “¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?”. Pedro respondió: “Sí”. Y tenía razón, porque el Señor hecho hombre, nacido bajo la ley, se sometió como tal a todo lo que fue establecido sobre el pueblo. Pero si Pedro hubiera pensado en la gloria de su persona como Hijo de Dios e Hijo del Hombre, de la que fue testigo en el monte santo, no habría estado tan dispuesto a responder. Cuando entró en la casa, Jesús, el omnisciente divino, sabiendo lo que Pedro acababa de responder a los cobradores, le dijo: “¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos, o de los extraños? Pedro le respondió: De los extraños. Jesús le dijo: Luego los hijos están exentos. Sin embargo, para no ofenderles, vé al mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo, y al abrirle la boca, hallarás un estatero” –moneda correspondiente a cuatro dracmas– “tómalo, y dáselo por mí y por ti” (v. 25-27).

¡Se podrían escribir muchos libros acerca de la gloria de Jesús, de su gracia y de las enseñanzas prácticas que contienen estas maravillosas palabras! Jesús hizo comprender a Simón que él, el Hijo del Rey del templo, no se hallaba sometido a los impuestos, y menos aún al del templo, pues él era Señor del mismo. Pero en su gracia quiso que esta gloria filial fuese la parte de un pobre pescador de Galilea, así como de cada creyente. El Señor, en su humildad, se asoció a Pedro diciéndole: “Sin embargo, para que no les demos motivo de escándalo, véte y echa un anzuelo en el mar…” (V. M.). Estas pocas palabras nos dejan entrever algo de la infinita grandeza de nuestro precioso Salvador y de su gracia maravillosa. Su divina gloria junto con su humillación son presentadas; por un lado, su gloria como Creador, quien tiene poder para disponer de todo en la creación; su omnisciencia, por la cual sabía que había un estatero en la boca de un pez; su potestad, que hacía llegar el pez al anzuelo echado por Pedro; y por otro lado, como hombre, la sumisión a las leyes a las que el pueblo estaba sometido. Por su ejemplo el Señor ilustraba lo que hizo escribir más tarde a sus siervos en Romanos 13:5-7 y en 1 Pedro 2:13-17, con el fin de no escandalizar a los hombres. Porque si el creyente debe vivir teniendo conciencia de la posición elevada en la que la gracia lo puso, no tiene ningún derecho a hacer valer en este mundo, mientras Cristo no hace valer los Suyos.

Sobran motivos para hacer desbordar nuestros corazones de adoración y gratitud para con Dios, contemplando, aunque débilmente, a Aquel que dejó la gloria para dar su vida por los culpables, a fin de colocarlos en la posición de hijos delante de Dios. Serán necesarios mentes y cuerpos perfectos y gloriosos para ver y comprender las glorias infinitas de la persona del Señor Jesucristo. Hace falta la eternidad para gozar de ellas y darle, en adoración y alabanzas, lo que le pertenece por el despliegue de su gracia y de su amor hacia nosotros quienes, por sus sufrimientos y su muerte, fuimos hechos aptos para la gloria eterna. Ya podemos cantar:

El alma queda extasiada
Ante tu gracia, Señor,
¡Siempre sea celebrada
La grandeza de tu amor!

Tu regreso ya de anhelo
Llena nuestro corazón,
Para sondear en el cielo
De tu amor la perfección.