Mateo

Mateo 15

Capítulo 15

La tradición

De nuevo los escribas y los fariseos tratan de hallar en falta a los discípulos de Jesús, y por lo tanto, al Señor mismo (véase cap. 12). Le preguntan por qué sus discípulos quebrantan la tradición de los ancianos comiendo pan sin lavarse las manos.

Las tradiciones son relatos u ordenanzas transmitidos, oralmente o por escrito, de una generación a otra; su antigüedad les otorga cierta autoridad humana, pero no divina, aun cuando se les concede, muy injustamente, el mismo crédito que a las Escrituras. Esto sucedía en medio de los judíos, y también sucede en la Iglesia romana. Desafortunadamente hoy en día, en el protestantismo, no se teme llamar «tradición» a la Palabra de Dios, rebajándola a ese nivel. Nunca admitan esta expresión para designar a las Escrituras, en conjunto o en parte, porque la Biblia es íntegramente la Palabra de Dios.

El Señor muestra a los fariseos que ellos no solo ponían la tradición al nivel de las Escrituras, sino que las transgredían con sus tradiciones. La ley decía: “Honra a tu padre y a tu madre”, y, “el que maldiga al padre o la madre, muera irremisiblemente” (Éxodo 20:12; 21:17). Pero los fariseos decían, basándose en la tradición, que un hombre podía decirle a su padre o a su madre: “Es mi ofrenda a Dios todo aquello con que pudiera ayudarte”; enseñaban pues al pueblo que si alguien hacía ofrendas para el templo, se le dispensaba de hacer otra cosa por sus padres. Anulaban así el mandamiento de Dios. Todo eso es hipocresía. Es querer parecer piadoso, religioso, mientras se descuida lo que se debe a Dios y a sus parientes. Por eso Jesús recuerda a los fariseos la profecía de Isaías respecto a ellos: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (v. 8-9; véase Isaías 29:13). Luego, les muestra que la verdadera contaminación es la que proviene del corazón y sale de la boca y no el hecho de comer pan sin lavarse las manos.

Con esto el Señor nos da instrucciones importantes. El único medio de honrar a Dios es reconocer la autoridad de su Palabra y sometiéndose. En la inocencia, Adán estaba sujeto a un solo mandamiento; no tenía que hacer algo, sino abstenerse. Su desobediencia lo corrompió todo y arruinó al hombre. Después, Dios dio su ley a Israel que, sin conocerse a sí mismo, la recibió diciendo: “Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos” (Éxodo 24:7). Pero el pueblo, con su desobediencia, deshonró a Dios aun más que los gentiles; porque el corazón natural no se somete a la ley de Dios; no puede. No obstante, el hombre en su orgullo siempre tiene la pretensión de dar a Dios lo que le corresponde. Con este objetivo rebaja la medida divina, disminuye sus exigencias, las acomoda a lo que le conviene y conserva ciertas formas de la verdad, de tal manera que puede cumplir lo que llama su religión; luego, con esta capa de piedad aparente que calma más o menos su conciencia, puede dar rienda suelta a su propia voluntad. Exteriormente parece servir a Dios; pero, como dijo Isaías:

Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí… enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres.

Tal es el carácter de toda religión carnal, con cualquier nombre que esta se designe. Ella reemplaza las exigencias de Dios por formas que satisfacen la carne, a la cual dejan libre para hacer su voluntad, con la pretensión de servir a Dios. A los jefes de tal sistema el Señor los llama hipócritas, pues ahí está la manifestación de la hipocresía por excelencia.

De allí también proviene la negligencia con respecto a los padres; cuidarlos es el deber más sagrado después de lo que debemos a Dios. Si uno es indiferente con respecto a los derechos de Dios, también lo será con respecto a sus padres.

Sin el temor de Dios es imposible poder acatar las obligaciones morales que nos incumben. Los hijos faltarán frente a sus padres, los siervos a sus señores, los obreros a sus patrones, los hombres a la autoridad. Es así que con una mera apariencia cristiana el mundo llegó al estado descrito en 2 Timoteo 3:1-5: “También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella”.

Todo esto se origina con el alejamiento de Dios y de su Palabra y, como se puede observar, se efectúa bajo una aparente piedad.

En la Biblia la piedad filial se recomienda muy particularmente, ya bajo la ley (véase los pasajes citados por el Señor en los versículos que nos ocupan). El apóstol Pablo, en la epístola a los Efesios, al exhortar a los hijos a ser obedientes, cita el mismo pasaje que el Señor, y añade: “Es el primer mandamiento con promesa, para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra” (Efesios 6:1-3). Esta promesa estaba en relación con las bendiciones de Israel, que eran materiales. Pero las que pertenecen a los cristianos, infinitamente más excelentes, son espirituales, y será eterno el goce de estas bendiciones, en vez de limitarse a nuestra breve existencia terrenal. En la epístola a los Colosenses (cap. 3:20), el apóstol respalda su exhortación diciendo que “esto agrada al Señor”. En 1 Timoteo 5:8, dice aún: “Si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo”. ¿Cómo podrá un hijo ayudar a sus padres y cuidar de ellos, si en su juventud no les obedeció? La obediencia prueba ante todo el afecto para con los padres. ¡Cuán a menudo se ve incluso en familias cristianas sucesos dolorosos que provienen de la insubordinación a la autoridad de Dios!, representada, para los hijos, por sus padres. Desobedecer a los padres es desobedecer a Dios. No someterse a lo que Dios dijo es querer ser más sabio que él, es elevarse por encima de él para hacer su propia voluntad, perversa y corrompida. Es también exponerse a los castigos más severos. “El ojo que escarnece a su padre, y menosprecia la enseñanza de la madre, los cuervos de la cañada lo saquen, y lo devoren los hijos del águila” (Proverbios 30:17).

¡Que Dios guarde a todos los hijos que leen estas líneas en el santo temor de desobedecer a Dios, faltando a sus padres con la desobediencia o con cualquier acto irrespetuoso!

La fuente de toda contaminación

Por las palabras de Jesús se ofendieron los fariseos. Y no podía ser de otra manera, porque el Señor llegaba a sus conciencias, denunciando abiertamente el gran mal que los caracterizaba. Ellos querían parecer limpios por fuera, al observar tradiciones que les daban una apariencia de santidad, pero el Señor les mostró que no es la contaminación exterior la que mancha al hombre delante de Dios, sino la que proviene del corazón y que todo hombre lleva en su interior.

Jesús respondió a los discípulos: “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada. Dejadlos; son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo” (v. 13-14). Es imposible ver el camino, y guiar a otros, si no tenemos la luz, recibida de la Palabra de Dios. La pretensión de ser guía espiritual mientras se dejan de lado las Escrituras, aun parcialmente, llevan al conductor y a su rebaño al extravío y a la perdición. Aquellos conductores se establecieron en sus funciones por sí mismos: serían desarraigados. El Señor dijo: “Dejadlos”. Cuando alguien no se somete a la Palabra de Dios, ¿qué vale discutir? “Dejadlos”.

Pedro pidió al Señor Jesús que les explicase la parábola de los versículos 10 y 11. Los discípulos todavía no comprendían cuál era la fuente y el verdadero carácter de la contaminación ante Dios, tan arraigada estaba en ellos la costumbre de considerar solamente la mancha exterior, de la que se purificaban con los lavados ordenados por la ley. Pero estas purificaciones solo eran tipos e imágenes de lo real, tal como Dios lo ve. Lo que mancha es el pecado, y el pecado viene del corazón natural. Cuando se manifiesta con palabras o con hechos, el hombre está manchado.

El versículo 19 suministra una lista horrorosa de todo lo que puede salir del corazón. ¡Cuán precavidos debemos estar de esta fuente de corrupción, a fin de que sus manifestaciones no nos manchen! Encabezando la lista están los malos pensamientos, estos actos del corazón que, excepto Dios, nadie ve; ellos son el origen de todos los pecados groseros enumerados luego, que deshonran a Dios, envilecen y destruyen al hombre. Si Caín hubiese juzgado el odio que su corazón abrigaba contra su hermano, no lo hubiera matado. Por esto la Palabra de Dios dice: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida” (1 Juan 3:15). Es de suma importancia cuidar el corazón. ¿No dice Salomón:

Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida?
(Proverbios 4:23).

Esto quiere decir que de allí provienen los resultados de la vida. Ponemos mucho cuidado en no poner algo sucio en nuestra boca; tengamos, pues, el mismo cuidado de no dejar salir de ella cosas impuras que nos contaminen. Lo que ensucia al hombre es lo que sale de su boca dice Jesús. La boca es el instrumento, el corazón es la fuente. No pongamos este instrumento al servicio del mal.

La mujer cananea

Jesús se retiró después a la vecindad de Tiro y de Sidón. Allí, como en cualquier otra parte, el poder del diablo se hacía sentir. Pero también se encontraba, en una pobre pagana, la fe en el poder y en la bondad del Señor. Una mujer cananea, al ver a Jesús, clamó: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio” (v. 22). El Señor no le respondió. Entonces los discípulos, queriendo desembarazarse de ella, dijeron a Jesús: “Despídela, pues da voces tras nosotros. Él respondiendo, dijo: No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (v. 23-24). Ella, no obstante, rindió homenaje a Jesús, diciendo: “¡Señor, socórreme!”. Él le contestó: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”; a lo cual ella respondió:

Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos (v. 25-27).

El Señor pareció indiferente al llamado de esta mujer porque quería que ella ocupara el lugar que corresponde a todo pecador en presencia de Dios, sin tener ningún derecho, ningún mérito, para recibir después una respuesta completa de parte del Dios de amor. Aunque pertenecía a una nación que Israel debería haber destruido cuando entró en Canaán, ella se dirigió a Jesús como Hijo de David; aquel que, con este título, traerá la bendición a Israel y bajo cuyo reinado los enemigos del pueblo serán destruidos. Por eso Jesús, que vino en gracia, no podía contestar a la petición de esta mujer, como Hijo de David; pero, aunque vino a su pueblo para cumplir las promesas, él era el Salvador del mundo, la expresión del amor de Dios para con todos los pecadores. Desde el momento en que la fe apela a este amor que se alza por encima de las distinciones raciales y dispensacionales1 , ella recibe del Dios de gracia lo que el Hijo de David no podía dar a una cananea: “Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora” (v. 28). Ciertamente, de la mesa de los judíos caía mucho más que migajas. Como pueblo, rehusaron por completo la comida de la mesa de la gracia, y este desprecio redundó en salvación para el mundo (véase Romanos 11:11-12).

¡Qué perfección en la manera de obrar del Señor! Vino a Israel como Mesías, posición que él también mantiene para con los extranjeros. No obstante, como Dios de gracia que visita a su criatura caída, no rechaza a ninguno de los que se acercan a él poniéndose en el lugar, en el cual el pecado ha puesto el hombre, en el que todos son iguales, indignos de todo, excepto del juicio. El hijo pródigo dice: “He pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (Lucas 15:21). Entonces el Padre lo hace vestir con la ropa más hermosa. Mefi-boset, a los pies de David, exclama: “¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?” (2 Samuel 9:8). En consecuencia David hace que se siente a su mesa. ¡Qué amor maravilloso! Un Salvador perfecto vino para salvar a pecadores perdidos, sin recurso alguno, y cumplir la obra en virtud de la cual Dios puede obrar en gracia para con todos.

  • 1Dispensaciones; ver nota del capítulo 13, versículo 44 (subtítulo El tesoro).

La segunda multiplicación de los panes

Después de haber dejado la región de Tiro y de Sidón, Jesús fue a Galilea donde se encontraban los pobres, los despreciados por los judíos moradores de Judea, pero en medio de los cuales se vio gran luz (Mateo 4:15-16). Estando Jesús sentado en un monte “se le acercó mucha gente que traía consigo a cojos, ciegos, mudos, mancos, y otros muchos enfermos; y los pusieron a los pies de Jesús, y los sanó”. A causa de estas maravillas, la multitud glorificaba al Dios de Israel. Donde encuentra fe el Señor responde también a las necesidades de su pueblo. No deja sin respuesta a los que tienen necesidades, como lo hizo con los fariseos de Jerusalén, incrédulos e hipócritas (v. 14).

Para que se cumpliese nuevamente lo que el Señor dijo en el Salmo 132:

A sus pobres saciaré de pan (v. 15),

Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: “Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer; y enviarlos en ayunas no quiero, no sea que desmayen en el camino” (v. 32). Aquí también vemos de qué manera el corazón del Señor discierne todas las necesidades. Ha contado los días que la multitud lo acompaña; habiendo él mismo ayunado durante cuarenta días, sabe cuán doloroso es padecer hambre. Nunca despide a aquellos que vienen a su presencia sin darles algo. Es precioso saber que Jesús es el mismo para con cada uno de nosotros, hoy como en aquellos tiempos. La gloria que lo rodea no le hace olvidar a ninguno de sus muy amados.

Los discípulos, olvidándose de la escena relatada en el capítulo 14:13-21, dijeron a Jesús: “¿De dónde tenemos nosotros tantos panes en el desierto, para saciar a una multitud tan grande?” (v. 33.) El Señor no les dijo, como en el capítulo precedente: “Dadles vosotros de comer”, sino que preguntó: “¿Cuántos panes tenéis?”. Ellos respondieron: “Siete, y unos pocos pececillos”. Entonces mandó sentar a las multitudes, dio gracias, partió los panes y los dio a los discípulos para que ellos los repartiesen a las multitudes. Terminada la comida, recogieron siete canastas llenas de pedazos. En total comieron cuatro mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños.

En la multiplicación de los panes anterior, había cinco panes, doce canastas de sobra y cinco mil hombres. Aquí hay siete panes, siete canastas y cuatro mil hombres. El número “doce” en las Escrituras, se emplea sobre todo para indicar la administración confiada al hombre: doce tribus, doce discípulos. La primera multiplicación recuerda la responsabilidad del hombre, lo que el Señor confiaba a los discípulos: “Dadles vosotros de comer”. Tenían pocos recursos para ello y, sin embargo, eran más que suficientes, pues el Señor se los proveía. En nuestro capítulo, el Señor obra según su potestad divina; se presenta el lado de Dios. Por eso hay siete panes y siete canastas, siete en los recursos y siete en las sobras. El número siete significa la perfección y el cuatro indica algo completo.

A través de estos detalles vemos cuán perfecta es la Palabra de Dios en todas las expresiones que emplea. Si hay cosas que no comprendemos, es porque somos demasiado ignorantes en presencia de las perfecciones de la revelación divina.