Mateo

Mateo 7

Capítulo 7

La conducta para con nuestro semejante

En el capítulo 6 vimos el ejercicio de la piedad para con Dios y los hombres, en este veremos la conducta a observar para con nuestro prójimo. Los versículos 1 a 5 nos previenen contra la propensión del corazón natural a juzgar a los otros, a querer corregir en ellos lo que nos desagrada. En su gobierno1 Dios procederá con cada persona según como ella lo haya hecho con los otros (cap. 6:14-15). “Con la medida con que medís, os será medido”, pero serán “bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Lo que sucede frecuentemente, cuando notamos defectos en nuestros hermanos –la paja que está en su ojo– es que tenemos poca capacidad para juzgar esos defectos, debido a la viga que hay en nuestro propio ojo, es decir, un pecado, una falta mucho más grave que la que nos choca en nuestro prójimo. Examinémonos a la luz de Dios y entonces, viendo todo lo malo que se halla en nuestro corazón, ya no juzgaremos a nuestro hermano. Si discernimos en él una paja, seremos misericordiosos.

¡Cuán oportunas son estas enseñanzas para nuestras familias!, donde los niños demuestran fácil propensión a acusarse y a juzgarse unos a otros, en vez de ocuparse cada uno de sí mismo en la presencia de Dios, confesándole sus propias faltas para ser liberados del mal y agradables a los otros. También hay que tener discernimiento en cuanto a las cosas santas (v. 6), para saber cuándo presentarlas a los hombres. Es preciso aprovechar bien el tiempo, dice el apóstol Pablo (Colosenses 4:5).

En los versículos 7 a 12 el Señor vuelve al tema de la oración, pues, si por un lado nuestro Padre sabe lo que necesitamos, también quiere que manifestemos energía y perseverancia en nuestras súplicas. Buscad, llamad, pedid. El Padre nos escucha. ¡Qué gran estímulo es saber que él responderá a nuestros ruegos! Aquel que dice: “Yo daré”, también dice: “Pedid”. Si el hombre, cuyo corazón es maligno, sabe dar buenas cosas a sus hijos, “¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?”.

Esta manera de obrar de nuestro Padre debe hallar su expresión en nosotros, de tal forma que seamos ejemplo para los demás.

Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas (v. 12).

El apóstol Pedro dice: “¿Y quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien?” (1 Pedro 3:13).

  • 14) Al igual que en tiempos de la ley, hoy, en el período de la gracia, existe todavía un gobierno de Dios con respecto a sus hijos. La Palabra de Dios habla de ello desde dos puntos de vista: a) Un aspecto general, según el cual un creyente está sometido como cualquier hombre al gobierno de Dios: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). b) Un aspecto personal, que es la disciplina paternal de la cual todo hijo de Dios participa: “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” (Hebreos 12:6-8). El gobierno de Dios es, en sus manos, un medio eficaz para acercarnos a él y hacernos volver a gustar nuestra relación con él como Padre, si hemos faltado.

El camino estrecho y el camino espacioso

A causa del pecado y de la voluntad humana, enemigos de Dios, reina en este mundo una oposición constante al bien; por lo tanto se necesita energía para emprender el camino de Dios y hacer su voluntad. Esto representa el esfuerzo que se debe hacer para entrar por la puerta estrecha; la puerta ancha, que da a un camino espacioso, se franquea sin dificultad. Solo hay que dejarse llevar por la seductora corriente de este mundo y las inclinaciones naturales del corazón que ama lo placentero y fácil. El hombre no permanecerá en esta tierra para siempre, como habría sucedido si se hubiese quedado en la inocencia del paraíso. El nacimiento pone a todo hombre en el camino de la perdición, a causa del pecado. Pero, ¡gracias a Dios!, su amor abrió otro camino, aquel que lleva a la vida. Sin embargo, son pocos los que van por él, ya que este no ofrece al corazón natural el alimento que desea, o sea, el pecado, que lo conduce a la muerte y al juicio.

Acordémonos de que todo lo que atrae a la carne, lo que el mundo aprueba, lo que no requiere esfuerzo alguno, caracteriza el camino espacioso. La seducción de este mundo nunca arremetió con más furia y sutileza que hoy. Somos arrastrados por el lujo, los estudios, las lecturas, la elección de los amigos, los ejercicios físicos de toda clase y muchas otras cosas que aparentemente son útiles y hasta necesarias. Para usarlas de una manera sana y no dejarse llevar por ellas, es preciso estar vigilantes, en continua obediencia a la Palabra de Dios. Todo lo que sirve para introducirnos y mantenernos en el camino angosto que lleva a la vida es desagradable para el corazón natural y tropieza con la propia voluntad. Escuchar y leer la Palabra, actuar conforme a las enseñanzas divinas, obedecer a los padres en todo, renunciar a las múltiples atracciones ofrecidas a la juventud, todo esto exige esfuerzos para franquear la puerta estrecha y permanecer en el camino angosto que lleva a la vida. Hagamos como Moisés, “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (Hebreos 11:25-26).

Falsos profetas y falsos obreros

No son solo las cosas mundanas las que nos dañan. También se encuentran personas que manifiestan cierto desdén por lo mundano y aparentan ser “ovejas”, porque se asemejan a aquellos que forman parte del rebaño del buen Pastor; pero en realidad son lobos rapaces; introducen enseñanzas falsas, pretenden hablar en nombre de Jehová, como los falsos profetas de otro tiempo. Se les conocerá por sus frutos, único medio de discernir a qué especie pertenece un árbol. Aunque de hermosa apariencia, ellos no producirán nada para Dios. Como árboles malos serán cortados y echados en el fuego.

Otras personas no tendrán más que la apariencia de piedad. Ellas reclamarán el nombre de Cristo –hoy en día, el nombre de cristianos– repitiendo a cada momento: “¡Señor, Señor!”. Pero él les dirá: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”.

Estas advertencias, siempre oportunas, serán apreciadas muy particularmente por el futuro remanente judío, en los tiempos terribles de prueba que atravesará antes de la manifestación gloriosa de Cristo, pues para ese momento las pronunció el Señor; ellas se dirigían al remanente judío de aquellos tiempos y permanecen escritas para el remanente venidero. Se levantarán entre ellos impíos para dañarlos “con lisonjas” y algunos serán seducidos (Daniel 11:32-34). “Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará. Mas el que perseverare hasta el fin, este será salvo… Porque se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos” (Mateo 24:11-13, 24). Estos pasajes revelan cuán necesario será luchar para entrar por la puerta estrecha, y desconfiar de las apariencias engañosas de estos lobos y falsos profetas, en los tiempos venideros, cuando todas estas enseñanzas hallen su aplicación literal. Entretanto, no olvidemos que también fueron escritas para nosotros.

Los dos cimientos

En los versículos 24 a 29 el Señor muestra de una manera solemne la diferencia que existe entre el hecho de escuchar solamente sus palabras y el de ponerlas en práctica. El que las pone en práctica es semejante a un hombre que edificó su casa sobre la roca: torrentes y vientos se desencadenaron contra ella, pero se mantuvo firme. El que se contenta con escuchar, sin poner en práctica lo que oye, es comparado con un hombre insensato, que construyó su casa sobre la arena. Torrentes y vientos dieron contra ella –no más fuertes que los que azotaron la que fue construida sobre la roca–; pero esta, erigida en un suelo blando, cayó y fue grande su ruina. En el día de la prueba o del juicio, para quienquiera que sea, todo lo que tenga como base los pensamientos y razonamientos de los hombres será derribado; la ruina será grande y eterna. Por el contrario, todo lo que está fundado sobre la roca de la Palabra de Dios, permanecerá eternamente. “El mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17). No está escrito «el que oye», ni siquiera «aquel que dice que cree», sino “el que hace la voluntad de Dios”. Hacer la voluntad de Dios es la única prueba evidente de que hemos creído. Es de vital importancia comprender que la salvación es fruto de la fe, sin las obras de la ley. Pero se corre el riesgo de olvidar que las obras que resultan de la fe son inseparables de la salvación, y que es inútil pretender ser salvo si no se pone en práctica la Palabra de Dios. El Señor dice: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la hacen” (Lucas 8:21; Mateo 12:50).

No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos (v. 21).

Léase también Santiago 2:14-26.

“Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (v. 28-29). En efecto, estas son palabras de autoridad divina, apropiadas para llevar a la vida eterna, que se proclaman a oídos de cada uno a través del mismo Emanuel, Dios con nosotros, quien vino en gracia para salvar a su criatura perdida.

Amados lectores: ¡seamos hacedores de la obra y no solamente oidores olvidadizos! (Santiago 1:25).