Mateo

Mateo 6

Capítulo 6

Cómo practicar la piedad

El Señor nos instruye acerca de los móviles que deben regirnos en la práctica de la piedad para con Dios y los hombres. Para con los hombres esta piedad se expresa por medio de la limosna y el perdón; para con Dios se manifiesta a través de la oración y el ayuno. En la práctica de estas cosas debemos tener presente a Dios y no a los hombres, pues a él daremos cuenta de cada uno de nuestros actos. Contentémonos con tener la aprobación de Dios, quien a su debido tiempo nos recompensará por todo lo que hayamos hecho por él. Es tan importante dar limosna sin ser vistos por los hombres, que el Señor dice:

No sepa tu izquierda lo que hace tu derecha.

Sin embargo, es bastante difícil mover una mano sin que la otra lo sepa. Tengamos, pues, suficiente delicadeza en nuestra manera de dar y de hacer el bien para que en la tierra todo pase inadvertido. Llegará el día en el cual cada uno tendrá su alabanza; entonces, “tu Padre que ve en lo secreto te recompensará”. Mas, si hemos recibido aquí las alabanzas de los hombres, ese día perderemos las de nuestro Padre. ¡Y qué pérdida!, pues lo que obtenemos de los hombres es pasajero, pero lo que recibimos de Dios dura eternamente.

Por la oración, como a través de cualquier ejercicio piadoso que dirijamos a Dios, jamás nos propongamos recibir el elogio de los hombres. La oración se considera en las naciones paganas, e igualmente en la cristiandad de hoy, ¡por desgracia!, como el cumplimiento de un acto meritorio, en lugar de la presentación a Dios de verdaderas y sentidas necesidades. El hombre se imagina que ofreciendo numerosas plegarias, ganará mejor el favor de Dios. De ahí la invención de rosarios, en la iglesia romana, para contar el número de los rezos impuestos. Dios conoce nuestras necesidades, incluso antes de que las expongamos. A él hablamos y de él esperamos la respuesta. No hay, pues, ninguna razón para que oremos con el fin de que los hombres nos vean.

En los versículos 8 a 14, el Señor enseña a los discípulos una oración adecuada a la posición judaica en la que ellos se hallaban, mientras esperaban el establecimiento del reino mesiánico. Debían pedir para que en la tierra todo estuviese en armonía con el carácter del Padre y de su reino. Actualmente, las oraciones de los creyentes, aun cuando puedan contener los mismos pensamientos, están en concordancia con la revelación que Dios nos da de sus pensamientos respecto a la Iglesia y a nuestros vínculos con él. Por esa razón, no podemos usar dicha fórmula de oración como el Señor la enseñó a los discípulos, aunque deseemos el cumplimiento de todo lo que ella contiene. El cristiano posee la libertad de pedir a Dios todo lo que quiera, siempre que el conocimiento del pensamiento de Dios sea el que forme sus deseos. El Señor dice a sus discípulos, en Juan 15:7: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho”. También nos enseña que debemos exponer nuestras necesidades ante Dios con sencillez, tal cual son, como el amigo que tenía necesidad de tres panes, el cual decía: “Amigo, préstame tres panes” (Lucas 11:5). No hay una necesidad, ni una dificultad que un niño no pueda presentar a Dios con plena confianza. Es bueno que desde la más tierna edad, los niños aprendan a exponer a Dios sus penas y dificultades. Dios se ocupa de todo lo concerniente a cada uno. Para él nada es demasiado pequeño, ni demasiado grande.

El propósito de la vida

Ya que debemos actuar con miras a un porvenir celestial, no hay, pues, necesidad de buscar los tesoros de la tierra, donde todo es vanidad, donde todo está expuesto a la corrupción, a la destrucción, y donde todo concluirá con los juicios divinos. Por eso es necesario acumular tesoros en el cielo; estos están seguros y son incorruptibles. Allí hallaremos los resultados de nuestra fidelidad para con Cristo, quien es nuestro gran tesoro. El corazón se une a lo que ama; si el objeto de nuestro corazón está en el cielo, nuestra manera de vivir será celestial; si este objeto está en la tierra, nos comportaremos de manera terrenal y material. Tengamos un ojo sencillo (v. 22-23), es decir, que no tengamos ante nosotros otro objeto sino a Cristo, y lo que le agrada. El ojo maligno es aquel que considera varias cosas a la vez, se aferra a lo que es de este mundo y carece de la luz necesaria para conducirse según el pensamiento de Dios. Mientras que, con el ojo que solo ve a Cristo, todo el cuerpo está lleno de luz.

Luego sigue una palabra muy solemne para todos los que poseen el privilegio de estar en contacto con la luz del Evangelio. ¡Cuán grandes serán las tinieblas si esta luz, que es dada a cada uno por la revelación de Dios Padre, no surte su efecto y el corazón permanece en las tinieblas de la incredulidad! Ellas serán difíciles, o más bien, imposibles de disipar. La luz se manifestará solo en el día del juicio, pero entonces será demasiado tarde.

El afán y la ansiedad

El creyente de ojos sencillos servirá a un solo maestro, es decir, al Señor. Si uno quiere servir a dos amos, seguramente descuidará a uno de ellos; hasta podrá odiarlo. Lo despreciará. Con un corazón tan maligno como el nuestro, sabemos muy bien quien entre Dios y el mundo será despreciado primero. Cuando el corazón se ata al mundo, abandona a Dios. ¡Qué desprecio para Dios desviarnos de él! Las preocupaciones de la vida actual nos exponen a apegarnos a las cosas de la tierra y al mundo. Por eso el Señor nos exhorta a no inquietarnos por lo que hemos de comer o beber, ni por lo que hemos de vestir. Las aves no hacen provisiones. Ellas no acumulan riquezas; Dios las alimenta. Los lirios del campo no se preocupan por su vestimenta; sin embargo, ni aun Salomón, con toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Las aves tienen poco valor; los lirios pueden caer de un día al otro bajo la hoz y marchitarse, y no obstante, Dios se ocupa de lo que les acontece. ¡Cuánto más lo hará con los suyos que tienen a sus ojos un precio tan grande!

El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?
(Romanos 8:32).

Podemos, pues, como hijos suyos, echar sobre él todas nuestras ansiedades (1 Pedro 5:7). El mundo no lo puede hacer, porque no conoce a Dios como Padre y no depende de él; únicamente las cosas de esta tierra son su parte; él trabaja solamente para lo material. Busquemos primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas nos serán añadidas; esto es con el fin de que no nos preocupemos por las cosas de esta vida, desviándose nuestros afectos hacia el mundo. “Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas”. “Basta a cada día su propio mal”. No hay que añadir a la congoja de hoy la de mañana, porque, quizá no veremos otro día, y si lo vemos, hallaremos en él lo que Dios haya dispuesto. Él, quien prepara el alimento a los polluelos del cuervo (Job 38:41), también da a su tiempo la comida a todos (Salmo 104:27).