Mateo

Mateo 5

Capítulo 5

El sermón del monte

Se da este nombre a las palabras de Jesús relatadas en los capítulos 5, 6 y 7. El Espíritu de Dios las ha agrupado en un discurso ininterrumpido en este evangelio, aunque ellas hayan sido pronunciadas en diversas ocasiones, como se ve en el evangelio según Lucas 6:20-49; 11:1-12; 12:22-31; 16:13.

El Señor no solo anunciaba la proximidad del reino y la necesidad de arrepentirse para poder entrar en él, sino también lo que caracteriza este reino y a aquellos que formarán parte del mismo. Esto concuerda con lo que del Señor dijo el salmista: “He anunciado justicia en grande congregación. He aquí no refrené mis labios, Jehová, tú lo sabes” (Salmo 40:9). Los judíos alegaban tener derecho al reino porque eran hijos de Abraham, pero Jesús les enseñó qué es lo que debe caracterizar a aquellos que tendrán parte en él, particularmente a los creyentes de hoy en día.

Los bienaventurados

El Señor comienza por designar los caracteres de aquellos que llama “bienaventurados” (cap. 5:1-12). A estos el mundo no los llamaría bienaventurados, lo que prueba que no son del mundo. Cosa notable, en la Palabra, casi siempre los que son designados así tienen necesidad de ánimo en una posición difícil mientras que está escrito: “¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!” (Lucas 6:26). Si uno es agradable a los hombres, siguiendo los principios e intereses de ellos, se expone al juicio de Dios.

Estos “bienaventurados”, declarados como tales por Aquel que conoce la verdadera felicidad, son en primer lugar los pobres de espíritu, aquellos que creen a Dios, que con la sencillez de los niños confían en él. Ellos no razonan, no hacen valer su inteligencia para discutir lo que Dios ha dicho. Creen simplemente; poseen el reino (véase cap. 11:25; 18:3; 19:14). Lo que caracteriza a los hombres de hoy en día es lo opuesto.

Aquellos que lloran son igualmente “bienaventurados”. Lloran al ver la ruina del mundo, fruto del pecado, el rechazamiento del Rey y de su autoridad. Cuando él reine, ellos serán consolados.

Los mansos son bienaventurados. A causa de su carácter humilde, no insisten en sus derechos. Cuando el Rey haga valer los suyos, ellos “recibirán la tierra (Israel) por heredad”.

Aquellos que tienen hambre y sed de justicia serán saciados. No hallan justicia en este mundo. La buscan, así como el reino de Dios (cap. 6:33), y serán saciados de esta justicia cuando Cristo reine.

Los misericordiosos son aquellos que actúan conforme a los principios de la gracia. A su vez, obtendrán misericordia. Cuando el Rey aparezca, el remanente que confía en él será liberado de la angustia y tribulación en las que se hallará.

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. El corazón limpio es el que tiene motivos puros que proceden de Dios, cuya luz juzga los pensamientos y las intenciones del corazón. No se trata de alguien que no peca más, sino de una persona que solo quiere obedecer a Dios, que no desea hacer otra cosa que agradarle.

En medio de los disturbios y la agitación causados por las consecuencias del pecado, los pacificadores son declarados bienaventurados. Llamados hijos de Dios, serán manifestados como hijos de Aquel que tan frecuentemente es designado como el Dios de paz (Romanos 16:20; 2 Corintios 13:11; Filipenses 4:9; 1 Tesalonicenses 5:23; Hebreos 13:20.)

Bienaventurados los que son perseguidos por causa de la justicia, por causa de sus actos justos, por la práctica del bien. De ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los que son vituperados, los que son perseguidos y de quienes se dirá, mintiendo, toda clase de mal, a causa del nombre del Señor, porque ellos aman al Señor y lo proclaman abiertamente en medio de un mundo que lo odia. Su recompensa es grande, no solo en el reino, sino también en el cielo.

Todos estos caracteres deben ser los nuestros hoy en día, hasta que lo sean de los testigos futuros de Cristo a la espera de su Rey, en medio de un pueblo apóstata. Nosotros también esperamos al Señor, y su deseo es encontrarnos fieles y vigilantes cuando llegue. Procuremos, pues, llevar estos caracteres, que el Señor manifestó en la tierra, él, nuestro modelo perfecto.

La sal y la luz

El Señor añade al cuadro que ha hecho de los caracteres de sus discípulos otros dos rasgos representados por la sal y la luz.

Vosotros sois la sal de la tierra.

La sal es el emblema del poder que conserva la pureza de las cosas, impidiendo su corrupción. El creyente debe mantener ese carácter en medio del mundo, a fin de producir sus efectos a su alrededor. “Pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres”. Si el creyente no se separa de la corrupción, si se mezcla con el mundo, no tiene más razón de ser. No sirve para nada.

“Vosotros sois la luz del mundo”. La luz lo manifiesta todo; brilla en la noche. Por consiguiente, debe estar puesta en evidencia sobre un candelero y no debajo de un almud1 , pues este impide su irradiación. El almud también puede representar los asuntos de esta vida que tan a menudo impiden que nuestra luz brille. “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. La luz es toda manifestación de la vida de Dios ante los hombres. Ella alumbra a través de las obras que son el producto de la nueva naturaleza, las que Dios llama “buenas obras”, justas y sinceras, y no solamente las obras caritativas que el mundo designa como «buenas obras». Si los hombres ven esta clase de obras, frutos de la vida divina, están obligados a reconocer su origen. Seamos fieles para que los hombres puedan atribuir a Dios lo que ven en nosotros y, así, lo glorifiquen. Esta luz, que tiene a Cristo como foco, al comienzo brillaba más vivamente delante de los hombres (Hechos 2:47; 5:13). En el reino de Cristo, los hombres no solo verán esta luz, sino que también andarán en su resplandor (Apocalipsis 21:24).

  • 1Antigua medida de capacidad, la cual, al darle la vuelta, servía como soporte para una lámpara.

La ley mantenida y superada en el reino

En lo que resta del capítulo 5, el Señor mantiene las exigencias de la ley respecto de uno mismo, en tanto que se aplican los principios de la gracia a los otros. Muestra que cualquiera que quebrante la ley sufrirá las consecuencias de tal conducta. Si Jesús trajo la gracia y la revelación del Padre, no lo hizo disminuyendo las exigencias de la naturaleza divina. No abrogó la ley ni los profetas. Al contrario, él fue su cumplimiento. Ni una jota, ni una tilde pasarán de la ley, hasta que todo se cumpla. Los escribas y los fariseos alegaban sujetarse a ella, cuando en realidad solo practicaban ciertas ceremonias. El Señor dijo a los discípulos que si su justicia no era mayor que la de estos hombres, ellos no entrarían en el reino de los cielos. Porque no se trata solamente de cumplir ciertos actos; es cuestión del estado del corazón ante Dios.

La ley decía: “No matarás”, pero si alguno se enojaba ligeramente con su hermano, era culpable de juicio como el que ha matado. En 1 Juan 3:15, se dice :

Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida.

Véanse también los versículos 11-12. El que decía necio o fatuo era culpable del juicio ante el concilio o quedaba expuesto al infierno de fuego. Estas palabras de Jesús son solemnes y nos hacen ver la gravedad del mal a los ojos de Dios. ¡Cuán reprendidos nos sentimos al oírlas, sabiendo con qué ligereza suben a nuestros corazones pensamientos odiosos y poco benévolos hacia los otros!

El versículo 24 establece el principio según el cual no podemos presentarnos ante Dios para rendirle culto si no estamos en armonía con nuestro hermano. Primeramente es necesario reconciliarse. Uno no puede acercarse a Dios con el mal en su corazón.

Los versículos 25 y 26 se aplican a Israel que, por sus pecados, tenía a Dios como parte adversa. Dios, en la persona de Cristo, estaba en camino con ellos. En vez de reconciliarse, Israel rechazó a Cristo, y el juicio lo alcanzó. Israel está actualmente como encarcelado. No saldrá de allí hasta que haya recibido el doble por todos sus pecados y haya “pagado el último cuadrante” (véase Isaías 40:1-2).

En los versículos 27 a 30 se ve que no debemos tener misericordia con nosotros mismos en cuanto a todo lo que pudiera hacernos caer. Antes de conservar costumbres que nos arrastren al mal, tenemos que renunciar a todo lo que, aun siendo agradable, amable, indispensable en apariencia, nos lleve a pecar. Inclusive el ojo o la mano derecha, miembros tan necesarios: si son un tropiezo, hay que separarse de ellos. Volveremos a encontrar este tema en el capítulo 18:8-10.

Amar a sus enemigos

Nuestras palabras deben ser pronunciadas con el sentimiento de la presencia de Dios; así adquieren todo su valor y no es necesario hacer intervenir el juramento. El hecho de jurar, de tomar a Dios por testigo en toda ocasión, se ha dicho, es hacer intervenir a un ausente, alguien en cuya presencia uno no tiene la costumbre de hablar. Que sí sea sí, y que no sea no. “Porque lo que es más de esto, de mal procede” (v. 37).

En lo que prosigue se ve que el discípulo de Cristo se caracteriza por el principio de la gracia según el cual Dios, revelado como Padre, actúa. Bajo la ley, el principio fue: “Ojo por ojo, y diente por diente”. Bajo la gracia no hay que insistir en sus propios derechos. Este es el rasgo distintivo de los mansos, de los misericordiosos, de aquellos que procuran la paz. El creyente no debe considerar a nadie como su enemigo. Tiene que hacer el bien a todos, porque posee la naturaleza de su Padre que está en los cielos. El amor se eleva por encima de toda consideración carnal, para actuar según su naturaleza. Uno puede tener compañeros que lo odian, pero es necesario hacerles bien, cada vez que se presente la ocasión. “Orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos”. Amar solamente a aquellos que nos aman, no nos eleva por encima de lo que hacen los más grandes pecadores y los que no tienen ninguna relación con Dios.

Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.