Hechos

Hechos 20

Capitulo 20

Pablo se despide de Éfeso

Cuando el alboroto de Éfeso hubo cesado, Pablo hizo venir a los discípulos y después de haberlos abrazado, se marchó hacia Macedonia. Lo que hizo en aquel país, donde había varias iglesias, entre otras la de Filipos, Tesalónica y Berea, se dice simplemente en el versículo 2: “Y después de recorrer aquellas regiones, y de exhortarles con abundancia de palabras, llegó a Grecia”. Sin embargo, conocemos un detalle de este viaje por lo que se nos dice en 2 Corintios 2:12-13. Para ir de Éfeso a Macedonia, Pablo pasó por Troas, donde pensaba hallar a Tito a quien había enviado desde Éfeso para llevar a los corintios su primera epístola. Como había escrito severamente, aunque con amor, estaba ansioso por saber qué efecto había producido su carta. Tito ya había salido, y Pablo, aunque una puerta le fue abierta para anunciar el Evangelio, no pudo permanecer en Troas y siguió su viaje hacia Macedonia, en donde encontró a su compañero (2 Corintios 7:13). Tranquilizado en cuanto al estado de los corintios, les escribió desde allí su segunda epístola, en la cual los exhortó, entre otras cosas, a preparar los donativos destinados a los discípulos de Judea, de los cuales ya les había hablado en 1 Corintios 16:1-3 (véase 2 Corintios 8-9; Romanos 15:25-27, epístola que Pablo escribió también durante este viaje).

En Grecia permaneció tres meses, durante los cuales volvió a ver la iglesia de Corinto. De allí pensaba trasladarse por mar a Siria, para ir a Jerusalén. Pero supo que los judíos le habían puesto asechanzas, esperando, sin duda, hacerlo morir; entonces decidió regresar por Macedonia (Hechos 20:3), camino mucho más largo. Sin embargo, en este recorrido el Señor le permitió que escribiera las preciosas enseñanzas sobre la visita a Troas y las exhortaciones que hizo a los ancianos de Éfeso cuando los vio en Mileto. Dios siempre dirige a sus siervos para que cumplan su voluntad. Esta vez se sirvió de las malas intenciones de los judíos de Acaya para que su Palabra tuviese las enseñanzas que hoy nos son tan útiles.

Todos los compañeros de Pablo se dirigieron con él a Macedonia. Sópater, un hermano de Berea, le acompañó hasta Asia, donde se encontraba Éfeso, mientras otros hermanos –Aristarco y Segundo de Tesalónica, Gayo de Derbe, el fiel Timoteo así como Tíquico y Trófimo– se adelantaron y los esperaron en Troas (v. 5). Según el versículo 6, Pablo y sus acompañantes habían parado en Filipos, de donde partieron por mar después de los días de los panes sin levadura.

Un domingo en Troas

La víspera de la partida Pablo, el primero de la semana, la iglesia estaba reunida para partir el pan. Esta mención, muy preciosa e importante, confirma que el día del Señor, el domingo, es el día escogido para recordar su muerte, ya que es el día de su resurrección. No se partía el pan con motivo de la visita del apóstol, pues leemos: 

El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan… (v. 7),

lo que muestra una costumbre practicada, sin duda, en otras partes, porque los santos eran conducidos en todo lugar por el mismo Espíritu. El sábado no se puede celebrar en el cristianismo, puesto que el Señor pasó todo ese día en la tumba; su muerte puso fin al estado legal de cosas al cual pertenecía el sábado. El día apartado para el Señor es el primero de la semana; fue especificado por su resurrección, en Juan 20:19, y mencionado de nuevo ocho días después, cuando los discípulos estaban todavía reunidos (v. 26). La cena no se tomaba aquellos domingos, porque el Señor aún estaba con ellos; pero era el día del Señor, lo que se confirma en Apocalipsis 1:10 cuando Juan dice: “Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor”, o “día dominical” (es decir, ese día que pertenece al Señor, es puesto aparte para él).

La presencia de Pablo, en víspera de su partida, daba un significado particular a esta reunión. Aprovechó la ocasión para hacer un discurso que se prolongó hasta la medianoche. Los primeros cristianos partían el pan de noche y al mismo tiempo comían, porque el Señor había instituido la cena la tarde después de la comida de la Pascua. Había muchas lámparas en la sala a causa de la numerosa asistencia (v. 8). Un joven llamado Eutico estaba sentado en la ventana y se durmió profundamente, porque Pablo se extendía en su predicación; entonces se cayó y fue levantado muerto (v. 9). Podríamos pensar que si Pablo hablase ante nosotros, ninguno se dormiría. Pero no es cierto, pues muchas veces podemos oír al apóstol en nuestras reuniones, cuando leemos sus epístolas y se habla de ellas, y esto no siempre impide que nos adormezcamos. Lo que nos mantiene despiertos es el interés que damos a la Palabra que se presenta: esta, además, tiene un sabor muy particular cuando es leída allí donde el Señor ha prometido Su presencia. Debemos, ante todo, buscar esta presencia, porque de ella mana la edificación de la iglesia. El Señor dijo: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Pablo descendió, se echó sobre Eutico, le abrazó y dijo: “No os alarméis, pues está vivo” (Hechos 20:10). Todos fueron grandemente consolados al volverlo a ver con vida.

Partieron, pues, el pan y comieron. Luego, después de haber conversado hasta el alba, se fueron (v. 11). Aquel era un momento solemne, porque así como el apóstol lo dice a los ancianos en Mileto, no pensaba volverlos a ver en la tierra, y esta perspectiva lo había inducido a hablar largamente. Los cristianos de aquel entonces, sobre todo aquellos de entre los gentiles, no poseían como nosotros las Escrituras. Eran enseñados oralmente cuando tenían la visita de un siervo del Señor, por eso aprovecharon esta ocasión excepcional, ya que la reunión tenía como finalidad recordar la muerte del Señor, y no era necesario tener una predicación. Cuando estamos reunidos para recordar al Señor, ofrecemos a Dios Padre y al Señor las alabanzas y la adoración con corazones agradecidos. Una predicación no es «una predicación cualquiera» si el culto está dirigido por el Espíritu Santo: puede que tenga lugar si nos dejamos guiar por el Señor.

La salida de Troas

Los compañeros de Pablo salieron por mar y llegaron a Asón, localidad situada al sur de Troas, donde esperaron al apóstol, pues este había deseado ir a pie (v. 13). Sentía, sin duda, la necesidad de encontrarse solo y disfrutar los efectos bienhechores de este paseo a solas. Cuando se volvió a encontrar con sus compañeros, juntos fueron a Mitilene, situada en la isla de Lesbos (v. 14). Al día siguiente, llegaron a la altura de Quío, otra isla en las costas de Asia Menor. Al tercer día pasaron a Samos y se detuvieron en Trogilio, luego llegaron a Mileto (v. 15). Evitaron Éfeso, ubicado un poco más al norte, porque Pablo tenía poco tiempo, ya que deseaba estar en Jerusalén el día de Pentecostés (v. 16).

El discurso de Pablo en Mileto

El apóstol hizo llamar desde Mileto a los ancianos de la iglesia de Éfeso (v. 17) para exhortarlos a cuidar de ella, porque lo que lo ligaba a esta, como a las demás iglesias, no era solamente el hecho de que había trabajado allí mucho tiempo, sino el precio que ella tenía para el corazón del Señor. En la epístola que les dirige desde Roma, escribe: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5:25-26). Los siervos del Señor deben cuidar la iglesia con el mismo amor que él lo hace.

El apóstol recordó a los ancianos cómo se había comportado durante su estancia entre ellos. Había servido al Señor con toda humildad, con lágrimas, soportando las crueles asechanzas de los judíos (Hechos 20:18-19). Ninguna pena lo desvió de la tarea que el Señor le había confiado para formar esta iglesia. No escondió a los cristianos nada que fuese útil (v. 20). Enseñó públicamente y en las casas, insistiendo en el arrepentimiento hacia Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo (v. 21), las dos grandes verdades que el evangelista debe colocar ante los inconversos. Primeramente, el arrepentimiento: no el remordimiento por haber actuado mal, sentido restringido que se suele dar a esta palabra, sino un juicio sano y según Dios, dirigido a uno mismo y a sus propios hechos. Si sentimos remordimiento por un acto, podemos justificarlo y minimizar su gravedad, mientras que, por el verdadero arrepentimiento, nos juzgamos a nosotros mismos y a nuestras faltas según la santidad de Dios. Al reconocer así nuestra culpabilidad y el juicio que de ello resulta, nos sentimos felices de comprender por la fe el valor del sacrificio que el Señor Jesús cumplió para salvarnos.

Cumplida su obra en este lugar, el apóstol tenía por delante el viaje a Jerusalén, el cual, en vez de llenarlo de gozo, le hacía presentir situaciones difíciles. Incluso el Espíritu Santo le decía que le aguardaban prisiones y tribulaciones (v. 22-23), pero Pablo no hacía caso de su vida, tampoco la estimaba como algo precioso. Enteramente dedicado al Señor, todo lo que deseaba era acabar su carrera y el servicio que había recibido para dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios. Podemos pensar que en esas condiciones no debería haber ido a Jerusalén. Pero si efectivamente iba, no era para ahorrarse sufrimientos, como suele sucedernos cuando, para evitarlos, no cumplimos con nuestro deber. Él no veía más que una sola cosa: “con tal que acabe mi carrera” (v. 24), costara lo que costara. El pensar que los hermanos de Éfeso ya no lo volverían a ver, también le era penoso. Dice: “Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de todos vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro” (v. 25). Aprovechó la oportunidad para decirles que estaba limpio de la sangre de todos ellos, aludiendo a lo que Jehová dice a Ezequiel que, si no advierte al malo, y este muere en su iniquidad, volverá a pedir su sangre de mano del profeta (Ezequiel 3:18-21). Pablo no rehuyó declararles todo el consejo de Dios (Hechos 20:27). Entonces, ellos tenían que mirar por ellos mismos y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo les había “puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre” (v. 28).

¡Qué motivos más poderosos coloca ante ellos el apóstol para que cuiden de esta iglesia! Poseían todas las verdades que él les había enseñado, e insistió en la cualidad y el valor de esta iglesia a los ojos de Dios. Es su iglesia. Ella lleva sus propios caracteres, la adquirió al precio de la sangre de su propio Hijo. Es así como la debemos considerar, aun cuando hoy en día se halle en gran debilidad. A menudo parecen tan poca cosa estos cristianos que se congregan en el nombre del Señor, sin ninguna apariencia exterior. Pero, ¿cómo es que están congregados en este nombre? Han sido redimidos por la sangre del Hijo de Dios, quien hizo de ellos piedras vivas para el edificio de Dios. Sin duda, nuestro andar individual y colectivo, no siempre está a la altura de la dignidad del Señor, y esto expone a la iglesia a ser desconocida como la iglesia de Dios. Los ancianos de Éfeso, al haber comprendido lo que era la Iglesia, debían duplicar su celo para apacentarla, dándole el alimento apropiado para su desarrollo, tanto más por cuanto Pablo les dice: “Yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño” (v. 29). Era necesario ser vigilantes para rechazarlos, porque no se presentarían bajo su verdadero carácter, sino, tal como los emisarios de Satanás saben hacerlo: “…con suaves palabras y lisonjas” (Romanos 16:18). También les advirtió que se levantarían de en medio de los creyentes “hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno” (Hechos 20:30-31).

Todo lo predicho por el apóstol sucedió. Muy pronto surgieron lobos rapaces y, desde el seno mismo de la Iglesia salieron cosas perversas. Hombres que pretendiendo ser siervos de Dios, en lugar de predicar a Cristo para atraer los corazones hacia él, los llevaron hacia sí mismos seduciéndolos con enseñanzas que nutren la carne, y los alejaron del Señor. La cristiandad actual, esto es, todos los que llevan el nombre de cristianos, es el resultado de tal enseñanza a través de los siglos transcurridos desde que el apóstol, cual perito arquitecto, cimentó el edificio sobre el fundamento que es Jesucristo (1 Corintios 3:10-11). Pero en medio de este estado de cosas se encuentra la Iglesia de Dios, compuesta por todos aquellos que son salvos por la sangre de Cristo. Escuchemos lo que dice Pablo en :

Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados
Hechos 20:32).

Lo que permanece a través de los siglos es la Palabra de Dios. A ella ha sido remitida la Iglesia. Es divina e inmutable. En ella se encuentra todo lo necesario para la conversión de aquellos que deben ser salvos, para edificarlos, enseñarlos, conducirlos en la separación del mundo y del mal bajo todas sus formas.

Pablo, que había recibido toda la revelación relativa a la Iglesia, no la recomendó a los apóstoles que vendrían después de él, ni tampoco a un clero establecido por los hombres. Él sabía que el Señor había prometido evangelistas, pastores y maestros mientras la Iglesia estuviera en la tierra (Efesios 4:11-16). Es él quien provee, en su fidelidad y amor, a todas las necesidades de su Iglesia hasta su retorno. Basta dejarse enseñar y dirigir por su Palabra y obedecerle, para beneficiarse de los recursos siempre disponibles a la fe, a fin de mantener, en medio del desorden de la cristiandad, los caracteres de la Iglesia de Dios. Si los cristianos lo hubiesen hecho desde el principio, en lugar de establecer hombres que no estaban calificados para el servicio al cual pretendían, como lo muestra la historia de la Iglesia y tal como lo vemos todavía hoy, la Iglesia habría conservado su frescor inicial.

El apóstol también muestra la manera (Hechos 20:33-35) en cómo se comportó en medio de los creyentes de Éfeso. Él, el mayor siervo de Dios que haya existido, no codició el dinero, ni el oro, ni el vestido de nadie (v. 33). Tristemente este no es el caso de un gran número de aquellos que se han atribuido un lugar en la Iglesia y que no ven en sus funciones más que una fuente de ingresos. Pablo, al contrario, trabajó a fin de no ser una carga para nadie (v. 34-35), para servir de ejemplo a todos, porque el siervo de Dios no debe limitarse a enseñar, sino que debe practicar lo que enseña para que en su andar se vean los efectos de la Palabra que presenta. Pablo dice a los filipenses: “Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros” (Filipenses 4:9). También dice a los ancianos de Éfeso: “En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). Este pasaje no se encuentra textualmente en los evangelios, porque estos no reproducen todo lo que el Señor dijo, ya que “ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (Juan 21:25). Pero en Lucas 14:13-14 hallamos el pensamiento que Pablo atribuye al Señor: “Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos”. Ya que al dar se obtienen tales resultados, el dador es más feliz que aquel que recibe.

Después de terminar sus exhortaciones, Pablo “se puso de rodillas, y oró con todos ellos. Entonces hubo gran llanto de todos; y echándose al cuello de Pablo, le besaban, doliéndose en gran manera por la palabra que dijo, de que no verían más su rostro. Y le acompañaron al barco” (Hechos 20:36-38).

Comprendemos la aflicción que causaba la partida de aquel a quien ellos, después de Dios, le debían el ser sacados del paganismo para formar parte de la institución maravillosa que es la Iglesia de Dios. Es muy probable que el apóstol haya vuelto a Éfeso después de su primer cautiverio en Roma. La Palabra no dice cuánto tiempo estuvo libre entre el primero y el segundo, pero leemos en 2 Timoteo 4:13 que había dejado su capa en Troas y en Tito 3:12, que había resuelto pasar el invierno en Nicópolis. En 2 Timoteo 4:16-18 vemos que va acercándose al final de su carrera; ya había comparecido ante Nerón.

No conocemos su muerte, salvo por la historia profana. Esta debe haber tenido lugar hacia el año 68.