Hechos

Hechos 19

Capitulo 19

Pablo llega a Éfeso

Pablo les dijo: “Juan bautizó con bautismo de arrepentimiento, diciendo al pueblo que creyesen en aquel que vendría después de él, esto es, en Jesús el Cristo” (v. 4). El bautismo de Juan estaba en relación con un Cristo vivo que vendría para establecer su reino glorioso. Para participar en este, era necesario arrepentirse y abandonar el camino equivocado. Por eso Pablo lo llama el bautismo del arrepentimiento.

Pero este Cristo que venía después de Juan fue rechazado, su reino en gloria no pudo establecerse. Jesús murió cumpliendo así la obra de la redención. En lugar del reino glorioso, el Evangelio de la gracia proclama la salvación de los pecadores. Los que lo reciben forman parte de la Iglesia cuyas bendiciones son espirituales y celestiales. Ahora bien, si por la muerte del Señor el creyente es salvo y forma parte de la casa de Dios, el nuevo testimonio que reemplazó a Israel, la señal de la introducción en este nuevo orden de cosas es el bautismo cristiano que nos vincula con un Cristo muerto. Somos bautizados en la muerte de Cristo (Romanos 6:3) para morir a todo lo que caracteriza al mundo y al viejo hombre y seguir al Señor en el camino que nos abrió a través del mundo que lo rechazó.

En la época de los apóstoles, después del bautismo se recibía el Espíritu Santo. “Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas, y profetizaban” (v. 5-6). Hoy, los efectos del poder del Espíritu Santo no se manifiestan por dones milagrosos. Pero el Espíritu Santo que se recibe después de haber creído, hoy como entonces, cumple a favor de los cristianos todo lo que el Señor dijo de él en el evangelio de Juan. Es el Consolador que permanece con ellos para recordarles lo que Jesús dijo, para conducirlos a toda la verdad, anunciándoles lo que va a suceder y tomando lo que es del Señor para comunicárselo (véase Juan 14:15-20, 26; 15:26; 16:12-15). En otros términos, hacer valer la Palabra en los corazones, realizar la obra de Dios en los creyentes y en la Iglesia que el Señor sustenta y cuida por este medio (Efesios 5:29). En el principio, la Iglesia no estaba nutrida y consolada por los dones milagrosos, sino por la Palabra de Dios que el Espíritu Santo hacía valer. En el creyente, el Espíritu Santo también es el sello por medio del cual Dios lo reconoce como su hijo. No se puede decir “Padre” a Dios, sin tener el Espíritu Santo (Romanos 8:15-16).

El trabajo de Pablo en Éfeso

Pablo entró en la sinagoga en Éfeso y, durante tres meses, discurrió con los judíos, “persuadiendo acerca del reino de Dios” (v. 8). Pero, como siempre, la oposición surge por parte de los judíos. Pablo se retiró de ellos, separó a los discípulos, y presentó la Palabra todos los días durante dos años en la escuela de Tiranno, personaje de quien nada más se dice; “…de manera que todos los que habitaban en Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor Jesús” (v. 10). El término Asia designaba solamente la región cuya capital era Éfeso.

En esta ciudad, donde la oposición se manifestaba fuertemente por parte de los judíos, en medio de las tinieblas de la idolatría, Dios operaba milagros extraordinarios por mano de Pablo. Así mostraba que el poder era Suyo y no se hallaba en la magia que se practicaba ampliamente en Éfeso. “De tal manera que aun se llevaban a los enfermos los paños o delantales de su cuerpo, y las enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían” (v. 12). Así, el poder milagroso abría el camino al Evangelio, pero era la palabra de Dios que, al penetrar en los corazones y las conciencias, cumplía la obra divina.

En Éfeso había judíos exorcistas, personas que pretendían echar fuera a los demonios. Al ver, sin duda, que Pablo lo lograba mejor que ellos, quisieron servirse del nombre de Jesús para obtener mayor éxito, y decían: “Os conjuro por Jesús, el que predica Pablo” (v. 13). Pero el nombre de Jesús no puede ser tomado por un engañador para darse importancia. Por eso, aquellos que quisieron valerse del mismo con esta finalidad, lo pagaron con una experiencia humillante. Uno de los principales sacerdotes judíos, llamado Esceva, tenía siete hijos que pretendían servirse del nombre de Jesús para echar fuera a un demonio (v. 14). “Pero respondiendo el espíritu malo, dijo: A Jesús conozco, y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois?” (v. 15). Y el hombre en quien estaba el espíritu maligno saltó sobre ellos y los azotó, de tal manera que huyeron desnudos y heridos (v. 16). Los demonios conocían a Jesús mejor que aquellos hombres. En Mateo 8:29 le dicen: “¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?”. Ellos saben que él es su Juez. En Marcos 5:7, uno de ellos también le dice: “Te conjuro por Dios que no me atormentes”, e igualmente en Lucas 8:28. Santiago dice en el capítulo 2 de su epístola: “Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan” (Santiago 2:19). Estos pecaron; no hay perdón para ellos, y saben que el día de su juicio ciertamente llegará.

También vemos, en esta confesión de los demonios, la prueba de la divinidad de Jesús. Lo reconocen como aquel contra quien pecaron y, a pesar de la humanidad que lo reviste, ven en él al Dios que los juzgará. Por eso tiemblan, mientras que el hombre, una criatura inferior y que también es culpable, al cual Dios ofrece su perdón, se niega a creer en Jesús y en su divinidad. Este se presenta a todos como Salvador, mientras llega el momento de juzgar a aquellos que no hayan querido creer.

Este relato muestra igualmente la superioridad de los demonios, como criaturas, sobre el hombre. Uno de ellos hizo huir desnudos y heridos a los siete hijos de Esceva; entonces su verdadero estado natural se manifestó: tenían heridas, consecuencia de sus pretensiones. Estos ángeles de Satanás son llamados en Efesios 6:12: principados, potestades, gobernadores de las tinieblas de este siglo, huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Son, pues, seres temibles, pero nada pueden hacer contra el cristiano revestido de la armadura completa de Cristo, esto es, si en su andar presenta los caracteres de Cristo, obedeciendo tal como Él obedeció en su camino en la tierra. Es así como el Señor venció a Satanás cuando este lo tentó en el desierto. Los hombres que comparecerán ante el gran trono blanco con todos sus pecados, saldrán de allí desnudos: su estado de pecado será plenamente descubierto a la luz resplandeciente del trono, a pesar de la buena opinión que hayan podido tener de su religión, de su honradez. No saldrán de allí heridos, sino destinados a llevar eternamente las consecuencias de sus pecados por no haber creído en el Señor Jesús como su Salvador. Para que no seamos encontrados desnudos en el día del juicio, hace falta ser revestidos de Cristo.

Esta acción del demonio sobre los hijos de Esceva fue notoria “a todos los que habitaban en Éfeso, así judíos como griegos; y tuvieron temor todos ellos, y era magnificado el nombre del Señor Jesús” (v. 17), este nombre nada atractivo en medio de los hombres, ya que Pablo lo presentaba como muerto en la cruz, expresión de la debilidad humana, pero triunfante sobre la muerte, sobre Satanás y sus ángeles. En este nombre Dios ofrecía la salvación. Por eso, los efectos de su poder en gracia se manifestaron. “Y muchos de los que habían creído venían, confesando y dando cuenta de sus hechos” (v. 18).

Cuando nos vemos en la presencia de Dios, donde lo que somos y lo que hemos hecho ha sido manifestado en su plena luz, no tememos decirlo en público. Esta es la verdadera rectitud, de la que habla David después de haber confesado sus faltas ante Dios (Salmo 32:11, 2): “Cantad con júbilo todos vosotros los rectos de corazón”. Y: “Bienaventurado el hombre… en cuyo espíritu no hay engaño”. La mente, sin engaño, no esconde nada a Dios, no se justifica a sí misma. A eso tenemos que llegar para obtener el perdón. Dios no puede perdonar los pecados que se esconden, ni a pecadores que creen no haber hecho mal. Si un bienhechor quiere pagar las deudas de un hombre arruinado, primeramente debe saber, por boca del deudor, cuáles son sus deudas. Una vez pagadas, el hombre no temerá decir a los demás cuán grandes eran, para hacer resaltar la gracia y la bondad del amigo que se las ha quitado. Lo mismo sucede con el creyente; así fue con los efesios y la samaritana que dijo a sus conciudadanos: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho” (Juan 4:29), porque ella se vio en la presencia de Dios, para quien no hay nada oculto.

También había entre los discípulos de Éfeso varios que “habían practicado la magia” (Hechos 19:19), es decir, las ciencias ocultas. Quemaron los libros que los iniciaban en los secretos de estas manifestaciones, admiradas por la gente supersticiosa y que no tenían más verdad que la de ser diabólicas. Esto lo hicieron delante de todos, para que nadie pudiese utilizarlos, demostrando así el error y la locura de sus prácticas. El valor material de estas obras, que ascendía a cincuenta mil piezas de plata, no los detuvieron. Los quemaron gozosamente por el Señor.

Así crecía y prevalecía poderosamente la palabra del Señor (v. 20),

mediante la cual Dios creó los cielos y la tierra (Salmo 33:6; 2 Pedro 3:5). Empleada para la conversión de los pecadores, ella produce, en la conciencia y el corazón, los efectos maravillosos que prueban la realidad de su obra en aquellos que creen, una obra escondida, cuya realidad se muestra por los actos, llamados obras de fe, como lo vemos en los tesalonicenses. La realidad de la vida divina se manifestaba en ellos por “la obra de vuestra fe” y el “trabajo de vuestro amor” (1 Tesalonicenses 1:3).

Conocemos la buena marcha de la iglesia de Éfeso por la epístola que Pablo le dirigió unos quince años más tarde, cuando estaba prisionero en Roma. No tenía ninguna observación que hacerle, como a la mayor parte de las demás iglesias. Por eso podía exponerle lo que nos es tan provechoso ahora, la posición celestial de la Iglesia y de los creyentes, según los consejos de Dios. Después de estas manifestaciones del poder de la Palabra en Éfeso, Pablo se propuso pasar por Macedonia y Acaya, para ir luego a Jerusalén, y después a Roma (Hechos 19:21). Pero allí tan solo llegó en calidad de prisionero. No hubiera tenido que pasar por Jerusalén, porque fue en esa ciudad donde los judíos lo tomaron y lo entregaron a los romanos, como lo veremos en los capítulos 21 a 24. Pero el Señor lo permitió así.

Pablo permaneció algún tiempo en Éfeso, después de haber enviado a Timoteo y a Erasto a Corinto, porque estaba muy preocupado por el estado de esta iglesia; esto se ve en las dos cartas que le dirigió. En ese momento les escribió la primera epístola, que les llevó Tito. Durante el resto de su estancia en Éfeso, atravesó el terrible alboroto suscitado por Demetrio.

El gran alboroto en Éfeso

No parece que haya habido grandes persecuciones durante la estancia de Pablo en Éfeso, pero el enemigo, que el poder de Dios había mantenido bajo su control hasta entonces, suscitó dificultades antes de su salida. Existía en Éfeso un templo dedicado a la diosa Diana, maravilloso en belleza y riqueza. Este templo era una de las siete maravillas del mundo y célebre a causa de la gran Diana, llamada “la imagen venida de Júpiter” (v. 35) por el secretario de la ciudad. Como recuerdo del templo y para mantener en medio del pueblo el prestigio de la diosa, un tal Demetrio fabricaba pequeños templos de plata, cuya venta le procuraba gran ganancia, así como a todos los artesanos que se dedicaban a ello. Pero como los cristianos ya no compraban tales objetos, Demetrio reunió a los que trabajaban en aquella industria, los convenció de que su bienestar provenía de este trabajo y que existía el peligro de que esta industria fuese desacreditada. Para producir más efecto sobre sus oyentes, argumentó que si Pablo seguía hablando contra la idolatría, ellos correrían el riesgo de ver caer el descrédito sobre el templo, de modo que el ídolo, universalmente reverenciado, sería aniquilado.

Por la religión de la carne, Satanás obtiene la mayor presa sobre el corazón humano para oponerse a Dios. Demetrio les dice: “Veis y oís que este Pablo, no solamente en Éfeso, sino en casi toda Asia, ha apartado a muchas gentes con persuasión, diciendo que no son dioses los que se hacen con las manos” (v. 26). Mientras resistía en contra de la verdad que Pablo predicaba, Demetrio experimentó, en lo que llama la persuasión que usaba Pablo, el poder de su predicación. No era nada menos que el

Poder de Dios para salvación a todo aquel que cree
(Romanos 1:16)

el que apartaba a los hombres de los engaños del diablo. “Cuando oyeron estas cosas, se llenaron de ira, y gritaron, diciendo: ¡Grande es Diana de los efesios! Y la ciudad se llenó de confusión, y a una se lanzaron al teatro” (Hechos 19:28-29), sin duda, para obrar más fuertemente sobre las muchedumbres. Arrastraron con ellos a dos compañeros de Pablo: Gayo y Aristarco (v. 29). El apóstol también quería entrar allí, mas los discípulos se opusieron, así como algunos de los magistrados que presidían las ceremonias religiosas y los juegos públicos, que eran amigos de Pablo (v. 30-31). No se sabe si ellos se convirtieron, pero según estas palabras, estaban a favor del apóstol, sin contarse entre los discípulos. El Señor se sirve de lo que quiere para proteger a los suyos. Él sabía que Pablo no tendría ninguna influencia sobre esta muchedumbre y que corría un peligro inútil. Un judío llamado Alejandro quería presentar una apología al pueblo (v. 33). Pero cuando reconocieron su nacionalidad, los amotinados gritaron durante dos horas: “¡Grande es Diana de los efesios!” (v. 34). A pesar del prestigio que este famoso ídolo ejercía sobre los hombres, no tenía poder alguno para protegerse; sus devotos gritaron su grandeza durante largo tiempo. No parece que Alejandro fuese discípulo. Quería dar a conocer, sin duda, que los judíos estaban de acuerdo con Demetrio para ponerse en contra de Pablo; pero ese plan fracasó, pues los judíos no eran apreciados por los griegos.

El secretario de la ciudad intervino para apaciguar a la muchedumbre. “Varones efesios, ¿y quién es el hombre que no sabe que la ciudad de los efesios es guardiana del templo de la gran diosa Diana, y de la imagen venida de Júpiter?” (v. 35). Según él, con semejante alboroto, se podía acusar a la ciudad de sedición, porque no había ningún motivo para justificar este disturbio (v. 40). “Habéis traído a estos hombres”, les dijo, “sin ser sacrílegos ni blasfemadores de vuestra diosa. Que si Demetrio y los artífices que están con él tienen pleito contra alguno, audiencias se conceden, y procónsules hay; acúsense los unos a los otros. Y si demandáis alguna otra cosa, en legítima asamblea se puede decidir” (v. 37-39). Después de haber pronunciado estas palabras con tan buen sentido, despidió la asamblea (v. 41). A través de este discurso, vemos con qué sabiduría Pablo y sus compañeros predicaron el Evangelio en medio de los paganos de Éfeso. No eran sacrílegos, es decir, gente que se adueñara de cosas que los habitantes tomaban como sagradas, ni blasfemadores de su diosa. Ellos presentaban la palabra de Dios, la cual bastaba para demostrar la nulidad de la idolatría, sin tener necesidad de denigrar al ídolo sagrado a sus ojos. Allí hay una enseñanza importante para recordar cuando se va a presentar el Evangelio al mundo, sobre todo frente a una religión sinceramente respetada. No es hablando mal de ella que se hace aceptar la verdad; solo es necesario presentar la palabra de Dios. Ella se abrirá paso en los corazones llevándoles la luz. Manifestará el error mejor que si se muestra desprecio por lo que pasa como sagrado. Pablo escribía a Timoteo: “Que prediques la Palabra” (2 Timoteo 4:2). Esta es la única y verdadera arma ofensiva que debemos emplear para que el Señor cumpla su obra. Por ella Dios ha creado el universo; por ella el creyente es liberado de la potestad de las tinieblas y trasladado al reino de su amado Hijo (2 Pedro 3:5; Hebreos 1:3; Colosenses 1:13).