Hechos

Hechos 18

Capitulo 18

Pablo llega a Corinto

Pablo abandonó Atenas para trasladarse a Corinto, capital de Acaya, ciudad conocida por sus riquezas y su desarrollo científico, pero también por su inmoralidad. Si el apóstol dice, en su primera epístola dirigida a la iglesia de esta ciudad, que no hay muchos nobles ni ricos entre ellos (1 Corintios 1:26), vemos que debe ponerlos en guardia con respecto a la sabiduría humana que introducían en las cosas de Dios, y reprenderlos en cuanto a la inmoralidad a la cual, después de haber salido de semejante medio, quedaban expuestos.

Pablo llegó con humildad. Su grandeza residía en el servicio que cumplía, porque era uno de los hombres más honrados por parte del Señor a causa de las revelaciones que había recibido concernientes a la Iglesia, para anunciar entre las naciones las inescrutables riquezas de Cristo (Efesios 3:8-9). Pero lo que es grande según Dios, en este mundo no tiene apariencia, y los hombres no lo estiman. Por eso lo vemos llegar a esta lujosa ciudad como un simple obrero. Se dirigió a Aquila y a Priscila, una pareja judía, fabricantes de tiendas, como él. Independientemente de la instrucción y la posición social de un joven judío, este siempre aprendía un oficio manual. Aquila y Priscila acababan de llegar de Roma, de donde habían sido expulsados por orden del emperador Claudio, como todos los judíos residentes allí. Pablo trabajaba con sus manos para cubrir sus necesidades no solamente en Corinto, sino también en otros lugares. Cuando se despidió de los ancianos de Éfeso les dijo: “Vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:34-35). En los lugares donde llegaba por primera vez, no había cristianos, ni iglesia para ayudarle. Ni siquiera en Corinto, cuando se estableció la iglesia, quiso recibir algo de los hermanos, considerando que era prudente permanecer independiente, para serles más útil según el Señor. Modelo de cristiano y de siervo de Dios en todas las cosas, el apóstol siempre procuraba servir a los intereses ajenos olvidándose de sí mismo. Seguía de cerca a su divino Maestro. Trabajaba con sus manos y “discutía en la sinagoga todos los días de reposo, y persuadía a judíos y a griegos” (Hechos 18:4). A los judíos, probándoles que Jesús era el Cristo anunciado en las Escrituras, y a los griegos, mostrándoles que el verdadero Dios en contraste con sus ídolos, había dado a su Hijo, quien murió en la cruz para salvarlos.

El trabajo de Pablo en Corinto

Durante su estancia en Atenas, Pablo había enviado a Silas y Timoteo a Tesalónica para animar y fortalecer a los creyentes de esta ciudad, siempre expuestos a la persecución desde que él les había dejado (véase 1 Tesalonicenses 3:1-5). Cuando regresaron encontraron a Pablo en Corinto, “entregado por entero a la predicación de la palabra, testificando a los judíos que Jesús era el Cristo” (Hechos 18:5). La Palabra de Dios ejercía sobre Pablo una autoridad divina. Estaba tan compenetrado con ella que era el único medio por el cual podía persuadir a los judíos de la verdad que ellos rechazaban. En la Palabra reside el poder por el cual Dios cumple su obra en los corazones. Por eso Pablo escribía a Timoteo:

Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina
(2 Timoteo 4:2).

Los discursos religiosos atractivos e impresionantes pueden conmover los sentidos, pero no obran en la conciencia. Producen “comezón de oír”, como dice el apóstol, y permanecen sin efecto, mientras que una palabra de Dios, aplicada por el Espíritu Santo, trabaja la conciencia, conduce a la presencia de Dios y produce la necesidad del Salvador que ella presenta.

Los judíos se oponían y blasfemaban (Hechos 18:6). Entonces Pablo “les dijo, sacudiéndose los vestidos: Vuestra sangre sea sobre vuestra propia cabeza; yo, limpio; desde ahora me iré a los gentiles”. Obraba según la palabra de Jehová a Ezequiel (cap. 3:19): “Si tú amonestares al impío, y él no se convirtiere de su impiedad y de su mal camino, él morirá por su maldad, pero tú habrás librado tu alma”. Ahora bien, si aun después de advertirles ellos rehusaban escuchar, Pablo los dejaba para ir y anunciar a Jesús en las naciones, según el pasaje de Isaías 49:6, ya citado a los judíos en Antioquía de Pisidia (Hechos 13:47). Así se apropiaba de lo que está escrito del Señor en este profeta: “Te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra”. Es lo que dijo Jehová en contestación a su queja, viendo que Israel no quería saber nada del ministerio del Señor. Estos judíos llevaban una doble responsabilidad: después de haber rechazado a su Mesías, diciendo: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25), rechazaban la salvación ofrecida en su Nombre. Su sangre era sobre ellos, pues si estaban perdidos era por su propia culpa; igualmente sucede con todos los que no creen en el Señor Jesús como su Salvador. “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”, así como lo dice Pedro a los judíos de Jerusalén (Hechos 4:12).

Pablo “se fue a la casa de uno llamado Justo, temeroso de Dios, la cual estaba junto a la sinagoga” (Hechos 18:7). Parece que había abandonado la morada de Aquila y Priscila. Sin embargo, “Crispo, el principal de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su casa; y muchos de los corintios, oyendo, creían y eran bautizados” (v. 8).

En el centro de esta gran ciudad y ante la oposición de los judíos, Pablo podía estimar inútil quedarse más tiempo porque, en este medio de eruditos, los hombres no eran muy accesibles al Evangelio. Esto lo hizo sentirse entre ellos “con debilidad, y mucho temor y temblor” (1 Corintios 2:3). Por eso el Señor le dijo en un sueño: “No temas, sino habla, y no calles; porque yo estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad” (Hechos 18:9-10). El Señor veía allí a todos los que habían de salvarse y animaba a su siervo a que hablara, a pesar de la animosidad de los aficionados a la sabiduría humana, tan opuesta a la fe. Entonces Pablo permaneció en Corinto año y medio, enseñando la palabra de Dios.

En 1 Corintios 1 vemos como Pablo presenta la Palabra. Como hombre instruido, hubiese podido presentar la verdad con la sabiduría humana; pero, como ya lo vimos, es la palabra de Dios la que opera en un corazón para llevarlo a Dios. Pablo hubiera podido hablar de Jesús como de un hombre poderoso, buen prójimo, víctima del odio de sus compatriotas que rechazaban su doctrina, fundador de una religión cristiana que enseña a amar a todos los hombres y a ser buenos para con todos. Hoy, muchos predican a Cristo de esta manera, pero no es así como Pablo lo presentaba. Él dice: “No fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado” (1 Corintios 2:1-2). Eso no quiere decir, como se alega a menudo para disculpar nuestra ignorancia de las verdades de la Palabra, que no tenemos necesidad de saber más que lo concerniente a la muerte del Señor. Las dos epístolas a los Corintios muestran que el apóstol enseña muchas otras verdades a los creyentes. Pero, si se trata de presentar a Cristo a los inconversos, y sobre todo a gente confiada en su sabiduría filosófica o en su propia justicia, es necesario presentarles la cruz de Cristo, donde el hombre en Adán llegó a su fin con toda su sabiduría humana, sus pretensiones, su propia justicia y sus pecados. El pecador es un condenado a muerte desde la entrada del pecado en el mundo; después de la muerte viene el juicio. ¿Acaso no es preciso empezar por hablarle de Jesús, quien vino a este mundo para sufrir en la cruz, en lugar del culpable, el juicio que este merecía? ¿De qué sirve presentar todas las virtudes y las cualidades del Señor si no creemos que tuvo que morir para salvar al pecador? Porque, si el Señor hubiese subido al cielo sin morir, todo su andar perfecto y admirable no habría expiado ni un solo pecado.

Sin derramamiento de sangre no se hace remisión
 (Hebreos 9:22).

Cuando los corintios aceptaron a Jesús como su Salvador, Pablo les reveló otras verdades, las inescrutables riquezas de Cristo. Entre otras cosas, les dijo: “Mas por él (Dios) estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor” (1 Corintios 1:30-31), y no en un hombre, por inteligente que sea, porque ha dejado de existir, debido a la muerte de Cristo.

La iglesia de Corinto debió ser muy numerosa, pero causaba muchas preocupaciones al apóstol. Tuvo que luchar contra las tendencias naturales que llevaban a los hermanos a obrar como hombres carnales en todos los asuntos (véase los primeros versículos de 1 Corintios 3).

Como en todas partes, cuando el enemigo vio el trabajo de Dios operar en su dominio de tinieblas, se valió nuevamente de los judíos para sublevarse contra Pablo, pero en vano, porque este estaba bajo la protección del Señor, quien le había dicho: “Habla, y no calles; porque yo estoy contigo” (Hechos 18:9-10). Ellos lo acusaron ante el tribunal en estos términos: “este persuade a los hombres a honrar a Dios contra la ley” (v. 13). Galión, procónsul de Acaya (v. 12), magistrado que tenía a la corte de Roma muy a su favor, del cual se dice que tenía un espíritu dócil y pacífico, vio que no se trataba de actos delictivos, sino de cuestiones tocantes a la ley de los judíos. Los intimaba, pues, a que arreglasen ellos mismos los motivos por los cuales acusaban a Pablo y se negó a intervenir. Luego los expulsó del tribunal. Los judíos, furiosos por la denegación de su demanda, echaron mano a Sóstenes, principal de la sinagoga, y lo golpearon, sin que Galión se preocupase en lo más mínimo por ello. Quizá Pablo se valió de él para que le ayudara a escribir su primera epístola a los corintios.

Después de haberse despedido de los hermanos, Pablo navegó a Siria, pasando por Cencrea, puerto de Corinto (v. 18). En Cencrea hubo una iglesia en la que una hermana, llamada Febe, era diaconisa (Romanos 16:1). Se rapó la cabeza, porque tenía hecho voto, para estar en conformidad con una costumbre judía, pero no sabemos nada más de ello. Luego salió acompañado por Priscila y Aquila, a quienes dejó en Éfeso, “y entrando en la sinagoga, discutía con los judíos” (Hechos 18:18-19). Hubo conversiones porque los hermanos le rogaron que permaneciera más tiempo con ellos, pero se negó, diciendo: “Es necesario que en todo caso yo guarde en Jerusalén la fiesta que viene; pero otra vez volveré a vosotros, si Dios quiere” (v. 21). En efecto, Dios lo permitió, como lo veremos en el capítulo siguiente. Se marchó de Éfeso por mar, arribó a Cesarea y allí saludó a la iglesia. Luego se dirigió a Jerusalén pero la Palabra no habla sobre esta estancia. Después siguió su viaje hacia Antioquía.

La visita a Jerusalén no entraba en el itinerario que el Espíritu de Dios trazaba para Pablo. Este, sin duda, tenía buenas razones para dirigirse allí; sabemos cuán vinculado estaba a su pueblo según la carne. Pero lo que él hacía allí estaba fuera de su servicio para con los gentiles.

El tercer viaje de Pablo

Tras una estancia en Antioquía, Pablo continuó su camino. Atravesó Galacia y Frigia, en donde se habían formado algunas iglesias durante sus viajes precedentes, “confirmando a todos los discípulos” (v. 23). Mientras tanto, llegó a Éfeso un judío llamado Apolos, originario de Alejandría (v. 24), en Egipto. Aunque era un hombre elocuente y poderoso en las Escrituras, e instruido en el camino del Señor, era extraño que Apolos solo conociese el bautismo de Juan. Hablaba de lo concerniente al Señor en las Escrituras del Antiguo Testamento: “Enseñaba diligentemente lo concerniente al Señor” (v. 25). Siendo Cristo el alimento del nuevo hombre, por el cual la vida divina puede desarrollarse, Apolos edificaba a los creyentes y hablaba con denuedo a los judíos, tal como lo hacía en Éfeso. Entre sus oyentes se encontraban Aquila y Priscila. Pronto vieron lo que faltaba a Apolos, entonces

Le tomaron aparte y le expusieron más exactamente el camino de Dios(v. 26).

Este siervo carecía del conocimiento de Cristo resucitado y glorificado y de los resultados de su muerte, así como Pablo recibió la maravillosa revelación en relación con la Iglesia. Al haberse beneficiado con estas enseñanzas, Apolos se propuso ir a Acaya. Los hermanos de Éfeso escribieron a los discípulos de esa región, para exhortarlos a recibirle. Cuando hubo llegado, “fue de gran provecho a los que por la gracia habían creído; porque con gran vehemencia refutaba públicamente a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo” (v. 27-28).

En Apolos vemos a un siervo formado por el Espíritu Santo, quien distribuye dones a cada uno, “como él quiere” (1 Corintios 12:11). Es conducido por el Señor; solo por Él. En 1 Corintios 16:12 vemos que Pablo quería que fuera a los corintios, pero Apolos no lo creyó conveniente, pues recibía las instrucciones necesarias del Señor y no de un apóstol. Los siervos de Dios dependen solo de Él, no de los hombres, ni de las iglesias, pero deben dejarse conducir por el Señor para anunciar el Evangelio y servir a los hermanos y a las iglesias. Pablo contaba con siervos tales como Timoteo y Tito, a quienes enviaba a donde quería. En aquel entonces esto se podía hacer porque Pablo era apóstol, dotado de una autoridad que ya no existió después de la muerte de los apóstoles. Sin embargo, no hacía uso de ella para con otros siervos. También encargó a Tíquico que llevase sus epístolas a los efesios y a los colosenses y, más tarde, le encomendó que fuera a Éfeso y a Creta.