Hechos

Hechos 6

Capitulo 6

Las murmuraciones de los griegos

“En aquellos días, como creciera el número de los discípulos, hubo murmuración de los griegos contra los hebreos, de que las viudas de aquéllos eran desatendidas en la distribución diaria” (v. 1). En el seno del primer frescor de la obra de Dios, mientras crecía el número de los discípulos, el corazón natural se caracterizaba por el egoísmo y el descontento en presencia de la actividad del amor. Tales son nuestros corazones. Hemos visto cómo el amor se manifestaba entre estos primeros cristianos. Vendían sus propiedades y traían su valor a los apóstoles, quienes repartían a cada uno según su necesidad. Pero el creyente sigue teniendo en sí su vieja naturaleza; esta no puede cambiar. Si la vida divina no es activa en él, aun disfrutando la gracia de la cual es objeto por parte del Señor, la vieja naturaleza reaparece en su fealdad. Vimos una burda manifestación de ella en Ananías y Safira, cuyo amor al dinero los condujo a engañar para aparentar generosidad. En el caso de los griegos, el mal era menos grave y, sin embargo, muy reprensible en presencia de la gracia activa a su favor. Sus murmuraciones provenían de ciertos celos. Es muy posible que los hebreos, creyendo en su superioridad religiosa, hayan sido más generosos para con sus propias viudas que para con las de los griegos. Fuese como fuese, no tendría que haber habido murmuraciones. Si había alguna queja, era preciso presentarla directamente a los apóstoles, quienes hubieran solucionado esta dificultad con sabiduría, tal como lo hicieron luego. Pero aún hubiese sido mejor entregar este problema al Señor y aguardar su respuesta. Debemos velar, porque por naturaleza estamos fácilmente descontentos, inclinados a envidiar las ventajas de nuestros hermanos en vez de estar agradecidos al Señor por lo que tenemos y por lo que Él les da. Está escrito: Estad

Contentos con lo que tenéis ahora
(Hebreos 13:5).

¡Cuántos males son el resultado de no tener presente este contentamiento de espíritu!

Estos griegos, llamados helenistas, eran judíos que habían vivido durante mucho tiempo fuera de Palestina y que hablaban griego; también había entre ellos prosélitos, o sea griegos que habían abrazado el judaísmo. Nicolás, uno de los siete que serían designados para hacer la distribución diaria, era uno de ellos. Podía existir, pues, una ligera envidia nacional, la cual los cristianos deben evitar, porque todos los hijos de Dios son de la misma patria celestial, donde no hay distinciones entre “griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos” (Colosenses 3:11).

En el caso de Ananías y Safira, el poder del Espíritu liberó a la Iglesia de aquel mal grosero por el juicio ejecutado sobre los culpables. Aquí el mal es conjurado por la sabiduría de los apóstoles, con un espíritu de gracia. Convocaron a la multitud de los discípulos y les dijeron: “No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo. Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra” (v. 2-4).

Para los doce apóstoles, a quienes se les traían las ofrendas, significaba un gran trabajo repartir éstas entre los necesitados. Les tomaba el tiempo que precisaban para dedicarse al servicio de la Palabra y de la oración, los dos grandes medios por los cuales el rebaño del Señor puede ser edificado y crecer. El Señor se sirvió de tal incidente para desligar a los apóstoles de este trabajo absorbente. Obraron con gran sabiduría al no escoger ellos mismos a los que debían administrar las ofrendas. Su propuesta complació a la multitud, que escogió a siete hombres (v. 5). Por los nombres de estos siete servidores o diáconos, parece que todos eran griegos. Esta elección satisfacía plenamente a los querellantes griegos y daba testimonio del desinterés de los discípulos judíos. El amor no busca su propio interés. Los apóstoles aceptaron esta elección y, después de haber orado, les impusieron las manos, demostrando así su aprobación y su identificación con los encargados de esta distribución.

Vemos la importancia que los apóstoles atribuyen a este servicio. Hacía falta hombres que tuviesen un buen testimonio y fuesen llenos del Espíritu Santo, a fin de que obrasen según el pensamiento de Dios, sin parcialidad. Aun cuando solo se trata de una asistencia material, este servicio forma parte de la obra de Dios y su Iglesia, en donde todo debe cumplirse fielmente, con gracia y justicia. Las ofrendas que entonces abundaban, como las que hoy una iglesia debe administrar, pertenecen al Señor. El apóstol Pablo dice: “Se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel” (1 Corintios 4:2). Nos muestra con qué cuidado cumple el servicio que le fue encomendado, el de llevar a Jerusalén los donativos de las iglesias de Macedonia y de Acaya. Dice: “Evitando que nadie nos censure en cuanto a esta ofrenda abundante que administramos, procurando hacer las cosas honradamente, no solo delante del Señor sino también delante de los hombres” (2 Corintios 8:20-21). Todo lo que el cristiano debe hacer, y muy particularmente en lo que concierne a la Iglesia, debe hacerse bajo el control del Señor que nos ha comunicado su pensamiento en su Palabra.

Esteban, señalado como un hombre lleno de fe y del Espíritu Santo, no se dedicaba solamente al servicio de las mesas, sino que, como había hecho grandes progresos, cumplía un servicio muy superior. Felipe, uno de los siete, llegó a ser el primer evangelista que predicó en una ciudad de Samaria. Cuando un cristiano cumple fielmente el servicio que el Señor le ha confiado, por sencillo que sea, gana para sí “un grado honroso, y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús” (1 Timoteo 3:13). El Señor también dice: “Mirad, pues, cómo oís; porque a todo el que tiene, se le dará; y a todo el que no tiene, aun lo que piensa tener se le quitará” (Lucas 8:18). Todo servicio, por pequeño que sea, debe hacerse para el Señor, y por consiguiente con la seriedad, los cuidados y la entrega debidos a semejante Amo, quien nos ha dado un ejemplo perfecto del divino servidor al venir del cielo a este mundo para salvarnos.

“Y crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe” (v. 7). Aquí la Palabra está identificada con los frutos que producía en los que la oían, cuyo número aumentaba maravillosamente. Muchos sacerdotes obedecían a la fe, en contraste con la ley. La fe designa frecuentemente el conjunto de las verdades cristianas. Pablo habla también de “la obediencia a la fe” (Romanos 1:5); esta obediencia consiste en creer y andar según la verdad que capta la fe. Eran numerosos los sacerdotes que se convertían; aunque no todos tenían un cargo, conservaban su título; de allí su gran número.

Esteban

“Y Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo” (v. 8). Lleno de fe y del Espíritu Santo, Esteban se parecía, en gran medida, a su divino Amo. Y le fue concedido parecerse a Él hasta su muerte, que tuvo lugar por haber dicho la verdad a los judíos. Había sido introducido en el servicio como siervo; ahora el Espíritu Santo lo suscitaba para declarar al pueblo su estado.

Unos judíos, venidos del extranjero, empezaron a discutir con Esteban. Algunos, llamados los libertos, probablemente libertados de la esclavitud durante un tiempo de destierro, tenían, según se dice, una sinagoga propia. Otros venían de Cirene (la costa norteña de África), de Alejandría, de Cilicia (Asia menor1 ) y de Asia. Quizás echaron la culpa a Esteban porque este probablemente era de origen extranjero (en griego su nombre significa “corona”). Pero, “no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba”. ¿Cómo podría el hombre natural, a pesar de su sabiduría y de su erudición, oponerse a la acción del Espíritu de Dios? ¿Acaso el Señor no había dicho a los discípulos:

Porque yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan
(Lucas 21:15).

No pudiendo hacer frente a Esteban con rectitud, contrataron a unos hombres para que lo acusaran falsamente delante del concilio, so pretexto de haberle “oído hablar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios” (v. 11). Esto incitó en contra de Esteban la ira del pueblo, de los ancianos y de los escribas. Pero para que estas acusaciones fuesen admitidas por el tribunal religioso, según la ley (Deuteronomio 19:15), hacía falta testigos. Entonces pusieron unos falsos, que dijeron: “Este hombre no cesa de hablar palabras blasfemas contra este lugar santo y contra la ley; pues le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar, y cambiará las costumbres que nos dio Moisés. Entonces todos los que estaban sentados en el concilio, al fijar los ojos en él, vieron su rostro como el rostro de un ángel” (v. 13-15). Estos hombres hacían uso de las verdades que Esteban seguramente dijo al hablar de los juicios que alcanzarían a Jerusalén, si el pueblo persistía en rechazar al Señor. Él podía afirmar que la ciudad sería destruida, y así fue. Ellos interpretaban las verdades del cristianismo como un cambio al sistema legal enseñado por Moisés; la gracia reemplazaba la ley. Pero Moisés no contradecía, de ninguna manera, al Cristo que se predicaba al pueblo. El Señor había dicho a los judíos: “Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (Juan 5:46-47). Esteban citó un pasaje en el que Moisés hablaba del Señor (cap. 7:37). Los hombres siempre han desplegado una gran habilidad para deformar el sentido de las palabras de verdad que les son dirigidas, a fin de escapar de su acción sobre la conciencia. Esteban estaba tan cerca del Señor y tan por encima de sus acusadores, que su rostro reflejaba un carácter celestial.

El capítulo siguiente contiene el discurso que pronunció ante el concilio y por el cual demostró a los judíos que el rechazar a Cristo no hacía más que colmar su oposición a Dios a lo largo de su historia. Al no poder soportar una verdad que traspasaba su conciencia y los condenaba definitivamente, lo lapidaron, creyendo que así acallarían la voz de Dios. Pero sucedió lo contrario y como consecuencia de esto, el Evangelio fue llevado a las naciones y el pueblo judío sería rechazado hasta el día en el cual diga: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. Este clamor es el del futuro remanente judío, después de que haya atravesado un tiempo de pruebas terribles que lo formarán para dirigir este llamado ante el Señor.

  • 1Nota del editor (N. del Ed.): Era una provincia cuya capital era Éfeso. Había varias asambleas en esta región (Apocalipsis 2 y 3). Actualmente es Turquía.