Hechos

Hechos 1

Capítulo 1

Los discípulos y Jesús resucitado

“En el primer tratado, oh Teófilo, hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar, hasta el día en que fue recibido arriba, después de haber dado mandamientos por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido”. Este primer tratado, el que también hace referencia al evangelio según Lucas, abarca las cosas que “Jesús comenzó a hacer y a enseñar”. Toda la actividad del Señor aquí en la tierra era el comienzo de la gran obra que sería continuada por el poder del Espíritu Santo y mediante sus siervos, hasta el cumplimiento del consejo de Dios para el cielo y la tierra. El libro de Hechos narra la participación de los apóstoles en esta obra. Al final del evangelio según Marcos, leemos:

Ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían
(Marcos 16:20).

¿Qué pueden hacer los siervos de Dios si el Señor no opera en ellos y mediante ellos? La obra es del Señor, el siervo no es más que un instrumento. El mismo Señor la empezó, y será enteramente terminada cuando la creación actual ceda su lugar a cielos nuevos y a una tierra nueva.

El Señor dio órdenes a los apóstoles que había escogido mediante el Espíritu Santo, su agente, por quien siempre lo ha cumplido todo. Como hombre, el Señor le recibió al principio de su ministerio, para su servicio; y por el mismo Espíritu también actuó después de su resurrección.

El Espíritu de Dios nos recuerda que el Señor, “después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días, y hablándoles acerca del reino de Dios” (v. 3). Esta declaración tiene gran importancia en nuestros días, porque afirma la verdad capital de la resurrección del Señor. Después de haber padecido, murió, pero luego se presentó vivo, dando todas las pruebas de que era el mismo. Los apóstoles lo vieron durante cuarenta días; comió y bebió con ellos, dice Pedro (cap. 10:41), y les habló acerca del reino de Dios. En el último capítulo de Lucas encontramos los detalles de este versículo 3. Allí el Espíritu de Dios subraya la importante verdad de que el Señor era el mismo después de su resurrección. Aunque su cuerpo era espiritual, también era visible y tangible, lo cual demuestra que no era solo espíritu. Cuando se encontró entre sus discípulos, les hizo palpar sus manos y sus pies para que comprobaran que seguía siendo el mismo; y comió delante de ellos, aunque su cuerpo ya no tenía necesidad de alimentos. La aparición de Jesús resucitado a sus discípulos no fue repentina y fugaz; duró cuarenta días. En la Palabra, el número cuarenta representa el tiempo necesario para una prueba. Fueron necesarios cuarenta años para probar al pueblo de Israel en el desierto. Moisés permaneció cuarenta días en la montaña con Dios. Durante este tiempo el pueblo se mostró tal como era al hacer el becerro de oro. La prueba del hombre duró cuarenta siglos, hasta la venida de Cristo. El Señor permaneció en la tierra el tiempo requerido por Dios para que la gran verdad de su resurrección fuese establecida de manera irrefutable, pues por ella la obra de Cristo adquiere todo su valor. Ella prueba que Dios ha sido perfectamente glorificado por la muerte de su Hijo, y que todos nuestros pecados, llevados por él en la cruz, han sido expiados, porque si no hubiese sido así, Dios no le hubiera resucitado: “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados” (1 Corintios 15:17).

En este libro veremos la importancia de la resurrección para la predicación del Evangelio en medio de un pueblo que, después de haber dado muerte al Señor, creyó la mentira de sus jefes, quienes aseguraban que sus discípulos habían venido de noche y habían sustraído su cuerpo. Es fácil comprender que, si el Señor no hubiese resucitado, todo lo que él dijo e hizo durante su ministerio no tendría valor alguno, pues su obra y su persona habrían culminado con la muerte. En consecuencia, la muerte eterna sería la porción de todos los hombres, Satanás hubiera triunfado destruyendo toda la obra de Dios, lo cual es imposible. Dios quiso que de hombres pecadores y perdidos pasáramos a ser los felices y gloriosos habitantes de cielos nuevos y tierra nueva. Pero para eso hacía falta un Salvador que tomase sobre sí todas las consecuencias del pecado y, después de haberlo cumplido todo, saliese de la muerte triunfante y vencedor.

Nos hemos detenido en este versículo debido a la importante verdad de la resurrección del Señor, en la cual descansa todo el cristianismo, aunque hoy en día la menosprecien quienes enseñan que Jesús resucitó solo en espíritu. No resucitó en espíritu como tampoco murió en espíritu (1 Pedro 3:18). Por la gracia de Dios murió verdaderamente: padeció en nuestro lugar el juicio que merecíamos; y Dios le resucitó y le glorificó para mostrar su perfecta satisfacción por la obra cumplida en la cruz. El Señor Jesús es un verdadero hombre, pero un hombre divino que vivió en este mundo, murió y resucitó; ahora está en el cielo, y volverá en gloria con todos los santos glorificados para reinar mil años en esta tierra. Durante este tiempo, los que no hayan creído en su muerte expiatoria y en su resurrección estarán en el Hades, en espera de comparecer ante Él en juicio, cuando se siente en el gran trono blanco para juzgar (Apocalipsis 20:11-15).

“Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (v. 4-5). El Señor había anunciado varias veces la venida del Espíritu Santo (Juan 14-16), al cual llamaba “la promesa del Padre” porque ya había sido prometido en el Antiguo Testamento (léase Isaías 32:15; Ezequiel 36:27; Joel 2:29). Esperando el momento para cumplir las predicciones proféticas a favor del pueblo terrenal, el Espíritu Santo vino como Consolador para aquellos que el Señor dejaba en la tierra, como poder para cumplir su servicio, como sello de la fe en quienes creen, y como habitación de Dios en medio de los suyos. Antes de la venida y la glorificación del Señor, el Espíritu Santo nunca vivió personalmente en la tierra. Obró momentáneamente en los profetas, en creyentes y aun en no creyentes, como en el caso de Saúl (1 Samuel 10:10; 19:23); pero no moraba en ellos.

La ascensión del Señor

Vemos a los discípulos en una libertad e intimidad perfectas con el Señor resucitado. En el versículo 4 estaban “juntos”, igual que en el versículo 6 cuando lo interrogaban. Él no podía “juntarse” con el mundo que le había rechazado. Fuera de los discípulos, nadie lo vio resucitado. Jesús había dicho a los judíos: “Desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 23:39). Lo mismo ocurre hoy; el Señor ha prometido su presencia, no a todo el mundo, sino a esos dos o tres congregados en su nombre.

Los apóstoles preguntaron al Señor: “¿Restaurarás el reino a Israel en este tiempo?”. Ellos conservaban sus pensamientos judaicos en cuanto al reino, creyendo que solamente era para Israel. El reino de Dios de que hablaba el Señor en el versículo 3 es divino; en él se entra por la fe, sea uno judío o gentil. El Señor respondió:

No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra (v. 7-8).

La respuesta del Señor se puede dividir en dos partes. En la primera les dice que el momento para la restauración de Israel solo lo conoce el Padre. Los tiempos y las sazones se relacionan con el establecimiento del reinado de Cristo en la tierra. Estos no conciernen a la Iglesia que tiene su porción en el cielo, donde no hay tiempo ni sazones. Estos términos indican los tiempos que han de transcurrir antes de que el Rey tome su gran poder para reinar. Para aquel momento, Él espera la voluntad de su Padre. El Señor dice en Marcos 13:32: “Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre”. En 1 Tesalonicenses 5:1 Pablo dice: “Pero acerca de los tiempos y de las ocasiones, no tenéis necesidad, hermanos, de que yo os escriba. Porque vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá así”. También aquí se trata de su venida para juzgar y reinar. En el capítulo 4 de la misma carta el apóstol habla de la venida del Señor para resucitar a los muertos en Cristo y transformar a los vivientes. Esta venida puede ocurrir de un instante a otro. Cada creyente la espera a diario, no para ser introducido en el reino terrenal, sino en el cielo, donde están las bendiciones eternas. En cuanto a la venida del Señor en gloria con todos los santos, está en relación con el tiempo y las estaciones. Ella sorprenderá cual ladrón en la noche a aquellos que hayan sido dejados en la tierra después del arrebatamiento de los santos.

En la segunda parte de su respuesta, el Señor indica a los discípulos su porción en espera del restablecimiento del reino. Dejados en el mundo que rechazó al Señor y que continuaba siéndole hostil, ellos serían sus testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra. A todas partes se había de llevar el testimonio del Señor y Salvador del mundo. Les hacía falta poder para ser testigos de Aquel a quien los hombres crucificaron, a quien el corazón natural odia. El Espíritu Santo vendría sobre ellos y los capacitaría para cumplir su servicio. Así tendrían a su disposición el mismo poder que el Señor tuvo para cumplir su obra en la tierra; Aquel a quien “Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder… anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo”, dice Pedro (Hechos 10:38). En los distintos relatos de este libro veremos de qué manera el Espíritu de Dios operó en los apóstoles y los capacitó para hacer lo que el Señor les mandó en Juan 14:12: “El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre”.

“Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos” (v. 9). ¡Qué hecho extraño y maravilloso, ver a un hombre elevado al cielo, tomado de en medio de aquellos que lo rodeaban! Lo mismo sucederá cuando la voz de mando y la trompeta de Dios se dejen oír y los hijos de Dios vayan al encuentro del Señor en las nubes. Muchos de ellos, hallándose en medio de los incrédulos, en su trabajo, de viaje o en cualquier otra parte, desaparecerán delante de ellos. Será un hermoso momento para los que están preparados, pero una angustia terrible para los incrédulos, si logran darse cuenta de su situación. Luego, el día del Señor los sorprenderá como ladrón en la noche. Dios quiera que ninguno de nuestros lectores se halle entre estos últimos.

El Antiguo Testamento habla de dos hombres que subieron al cielo sin pasar por la muerte: Enoc, figura de la Iglesia arrebatada antes de los juicios, fue llevado al cielo antes del diluvio, y Elías, después de haber acabado su ministerio. Pero, obsérvese la diferencia de las expresiones que el Espíritu de Dios emplea con respecto al arrebatamiento del Señor y al de estos dos hombres de Dios. Del Señor dice que fue alzado: le recibió una nube que le ocultó de sus ojos; pero Enoc fue traspuesto (Hebreos 11:5), Elías fue quitado (2 Reyes 2:3, 5). El Señor fue alzado al cielo donde tenía derecho de entrar con toda la gloria que se le debía. Se elevaron las puertas eternas para dejar entrar al Rey de gloria (Salmo 24:7-10). Mientras los apóstoles miraban, una nube le recibió y le ocultó de sus ojos. La nube era señal de la morada de Jehová; Jesús entraba en ella con todo derecho. Cuando esta nube llenó el tabernáculo en el desierto y, más tarde, el templo de Salomón (Éxodo 40:34-35; 1 Reyes 8:11-12), nadie pudo entrar, porque la presencia de Dios es inaccesible al hombre natural. No fue una nube la que recibió a Elías. La Palabra dice que un carro de fuego y caballos de fuego le apartaron de Eliseo, y subió al cielo en un torbellino (2 Reyes 2:11). Los carros y los caballos de fuego son ángeles. El fuego tipifica el juicio que había caracterizado el ministerio de Elías. Cuando el Señor vuelva desde el cielo para ejercer la venganza, lo hará con los ángeles de su poder, en llama de fuego, según 2 Tesalonicenses 1:8. Los ángeles ejecutan los juicios de Dios. Ellos no eran necesarios para que el Señor subiese al cielo. Jesús descendió del Padre y a él volvió después de haber cumplido toda la obra que el Padre le había encomendado.

Los mensajeros celestiales

“Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (v. 10-11). Podemos imaginar la sorpresa de los discípulos, quienes habiendo vuelto a encontrar al Señor después de su resurrección, aún no comprendían que él debía subir al cielo, sino que esperaban que restableciera el reino para Israel. Creían que llevaría a cabo lo que los profetas habían anunciado en cuanto a su reinado. Pero el rechazo hacia el Rey aplazaba el establecimiento del reino. Dios, en su bondad, envió dos ángeles que los tranquilizaron diciéndoles que Jesús volvería del mismo modo que le habían visto irse. El hecho de haber sido rechazado no anulaba el cumplimiento de las promesas. La fe de los discípulos recibió un precioso estímulo; en vez de mirar al cielo como si todo se hubiese perdido, “volvieron a Jerusalén con gran gozo”, pues sabían que Jesús volvería (Lucas 24:52).

Esta venida del Señor, anunciada por los ángeles, no se refiere al arrebatamiento de la Iglesia que hoy esperamos, en la cual los muertos en Cristo resucitarán y los creyentes que aún estén vivos serán transformados (1 Tesalonicenses 4:14-17). Se trata de su aparición gloriosa, de la cual hablaron los profetas. Jesús subió al cielo desde el monte de los Olivos, y en Zacarías 14:4 leemos: “Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén al oriente”. También se mantendrá allí para liberar al residuo fiel, y a Jerusalén caída en manos de las naciones. Todos los que le hayan hecho la guerra serán destruidos y el Señor establecerá su reino de paz y justicia, no solamente para Israel, como lo creían los discípulos, sino sobre todas las naciones. El tiempo que transcurre entre la ascensión y la venida del Señor para el arrebatamiento es necesario para que el Evangelio de la gracia se anuncie al mundo, en vista de formar la Iglesia, la Esposa del Rey, que aparecerá con él en gloria. Por eso la tomará a su lado, al mismo tiempo que resucitará a todos los santos fallecidos, antes de venir para reinar:

Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él
(1 Tesalonicenses 4:14).

Los traerá glorificados, sin que falte ni uno de ellos: “Y vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos” (Zacarías 14:5).

Después de haber recibido el mensaje de los ángeles, los discípulos regresaron a Jerusalén, al aposento alto donde moraban los once apóstoles cuyos nombres son dados en el versículo 13. Allí, “todos estos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (v. 14). El aposento alto se menciona a menudo. En ese lugar retirado, fuera del mundo y de su agitación, libres de su influencia, los discípulos podían hacer subir libremente sus oraciones a Dios. Hoy en día, nosotros también tenemos el privilegio de reunirnos para buscar la presencia del Señor en un lugar que corresponde al aposento alto, fuera del agitado mundo y de todas sus formas religiosas. El Señor ha prometido su presencia en medio de todos los que se congregan en su nombre, aunque no estén más que dos o tres en un lugar. También encontramos el aposento alto en Hechos 9:37 (V. M.) y 20:8. En realidad, en Oriente este cuarto estaba ubicado en lo alto de las casas, e incluso solía estar edificado sobre los techos, planos en estos países. Pero lo que para nosotros tiene significado es la situación figurada de esta habitación. Fue en el aposento alto donde Eliseo, después de haber cerrado la puerta, suplicó a Dios por la resurrección del hijo de la sunamita (2 Reyes 4:33). También fue en el aposento alto donde Pedro quiso estar solo para orar por la resurrección de Dorcas (Hechos 9:40). El mismo Señor buscó este aislamiento para resucitar a la hija de Jairo (Lucas 8:54). Esta habitación era la más indicada para los discípulos, como morada y para perseverar allí en la oración; así se aislaban de la ciudad culpable, asesina de los profetas y de su Rey. Recordaban las exhortaciones del Señor con respecto a la oración, en vista de Su partida (Juan 14:13-14; 15:7, 16; 16:23-24, 26). La oración era su único recurso, al igual que lo es para el creyente en todos los tiempos y circunstancias. Por eso la oración es tan importante. El Señor siempre escucha la súplica, tanto la de los niños como la de los mayores. La posición de los discípulos era muy especial. Ellos esperaban, en Jerusalén, la venida del Espíritu Santo, conforme a la promesa del Señor, perseverando en la oración con las mujeres, entre las cuales se encontraba la madre del Señor; ella se unía de corazón a las oraciones de los discípulos. El Espíritu de Dios tiene cuidado de mencionar este hecho para mostrar cuán grande es el error de quienes se dirigen a María, para que interceda ante su Hijo a favor de ellos. A pesar del gran honor que ella tuvo de transmitir la humanidad al Hijo de Dios, por naturaleza era una pecadora, salvada por la obra de la cruz, dependiente de Dios como cualquier otro discípulo. Los hermanos de Jesús también se hallaban en el aposento alto; se habían vuelto creyentes, pues antes “ni aun sus hermanos creían en él” (Juan 7:5).

El reemplazo de Judas

Durante el tiempo transcurrido entre la ascensión del Señor y el descenso del Espíritu Santo, reunidos los discípulos, en total unos ciento veinte, Pedro se levantó y les demostró que lo que había sucedido con Judas evidenciaba el cumplimiento de las Escrituras, tal como el Espíritu Santo lo había anunciado por boca de David. Recordó que el dinero que Judas devolvió a los jefes de los judíos, cuando vio que Jesús era condenado, sirvió para comprar el campo en el cual el traidor se quitó la vida; se llamaba Acéldama, o sea campo de sangre. Luego citó un pasaje del Salmo 69:25, relativo a aquel lugar: “Sea hecha desierta su habitación, y no haya quien more en ella”. Y también: “Tome otro su oficio” (Salmo 109:8), indicando que Judas sería reemplazado. Con la autoridad de esta escritura, Pedro dijo: “Es necesario, pues, que de estos hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre nosotros fue recibido arriba, uno sea hecho testigo con nosotros, de su resurrección” (v. 21-22). Otra vez vemos la importancia de la resurrección en el testimonio que los apóstoles debían dar del Señor. Fijémonos también, en este discurso de Pedro, que es la Palabra escrita la que dirige a los creyentes. El Señor abrió la inteligencia de los discípulos para que comprendiesen las Escrituras (Lucas 24:45), de modo que ellos no tenían necesidad de otra dirección para reemplazar a Judas. Hoy la revelación de Dios, perfectamente completa, contiene todo lo que es necesario para que el creyente sea guiado en su marcha y reciba instrucción en todas las cosas. Toda enseñanza que no concuerde con las Escrituras o que provenga de otra fuente, de supuestas revelaciones del Espíritu o de los espíritus, es falsa. El Espíritu de Dios nos dirige por medio de la Palabra escrita.

Los apóstoles señalaron a dos discípulos, “a José, llamado Barsabás, que tenía por sobrenombre Justo, y a Matías. Y orando, dijeron: Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has escogido, para que tome la parte de este ministerio y apostolado, de que cayó Judas por transgresión, para irse a su propio lugar” (v. 23-25). Era importante tener la dirección de Dios para escoger a este apóstol. Vemos al Señor pasar la noche en oración antes de llamar a sus discípulos (Lucas 6:12-16). Los apóstoles, desde el principio, hicieron uso de la Palabra y de la oración. Estos preciosos recursos están a nuestra disposición hasta la venida del Señor. Si los empleamos, seremos guardados de obrar según nuestra propia voluntad, y de todo lo que Satanás emplea para dañarnos e impedir que honremos al Señor con un andar de obediencia.

Los apóstoles echaron suertes sobre estos dos discípulos y el Señor hizo que la suerte cayera sobre Matías. El echar suertes era una costumbre judía; esta es la última vez que dicha práctica se nombra en la Biblia. Hoy ya no tenemos necesidad de ella, porque la Palabra de Dios es completa y el Espíritu Santo dirige a los creyentes con inteligencia para que obren en conformidad con las Escrituras y hagan uso de la oración.