Juan

Juan 21

Capítulo 21

Tercera manifestación de Jesús

La enseñanza que encontramos en estos versículos difiere de la que caracteriza el evangelio. Se parece a la de Mateo, porque nos presenta simbólicamente las relaciones de Cristo con la tierra. En Juan, como lo hemos visto, el Señor presenta a Dios su Padre ante el hombre, fuera de toda cuestión de dispensación.

Como en Mateo, el Señor se vuelve a encontrar con algunos de sus discípulos en Galilea, cerca del mar de Tiberias (el lago de Genezaret). Estos discípulos habían reanudado su anterior ocupación, ya que el reino de Cristo no se establecía en la tierra según su expectativa. No se siente uno ya sobre el terreno de las revelaciones hechas a los discípulos en el capítulo 20, en cuanto a su nueva relación con el Señor y con su Padre. Para los discípulos presentes, la vida de Jesús en la tierra era como un paréntesis en su existencia, e iban a reanudar su vida habitual a partir del punto en el cual la habían dejado (Mateo 4:18-22; Marcos 1:16-20). Estos discípulos eran siete: Pedro, Tomás, Natanael, de Galilea –quien muy probablemente es el Bartolomé de los demás evangelios– los hijos de Zebedeo, y otros dos que no se nombran. “Simón Pedro les dijo: Voy a pescar. Ellos le dijeron: Vamos nosotros también contigo. Fueron, y entraron en una barca; y aquella noche no pescaron nada” (v. 1-3). El Espíritu de Dios se sirve de esta circunstancia, en la que el Señor se manifiesta a los discípulos, para darnos la enseñanza que tiene en vista. Jesús los vuelve a encontrar en la playa, como al principio de su ministerio. Como en Lucas 5, habían trabajado en vano toda la noche. Pero “cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa; mas los discípulos no sabían que era Jesús. Y les dijo: Hijitos, ¿tenéis algo de comer? Le respondieron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces” (v. 4-6). El Señor llega por la mañana, que es en figura la del hermoso día de su reinado milenial, aquella a la cual el residuo representado por Tomás ya había encontrado. Pero Israel no será el único en gozar de este reinado; las naciones también han de ser alcanzadas por las bendiciones de aquel día, según las promesas hechas a los padres y las numerosas profecías. Para que estas se cumplan, hará lanzar la red del Evangelio del reino al mar de los pueblos. Es lo que simbólicamente se presenta cuando el Señor dice a los discípulos que echen su red por el lado derecho de la barca. A pesar de llenarse con ciento cincuenta y tres grandes peces, no se rompió, contraste sorprendente con la pesca de Lucas 5, donde las redes se rompían y la nave se hundía haciendo temer que todo se perdiera. Aquí no tenemos nada semejante. ¿Por qué? En el caso de la primera pesca, mucho tenía que ver el poder del Señor, pero en relación con el hombre en la carne, incapaz, como tal, de aprovecharlo. Para que pudiera hacerlo, era necesario que el Señor cumpliera la obra de redención en la cual el hombre responsable ha llegado a su fin. Desde entonces, la bendición para el cielo y la tierra descansa en esta obra; todo viene de Dios; todo está seguro. No hay ninguna red que se rompa, ninguna barca que se hunda, sino resultados adquiridos para la gloria del Señor y para la bendición del mundo. “En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra”, se había dicho a Abraham cuando ofreció a Isaac en sacrificio, figura del sacrificio de Cristo (Génesis 22). En Isaías 60:5 (V. M.) también leemos: “Las riquezas del mar serán derramadas sobre ti”.

El Señor había dicho a los discípulos: “Hijitos, ¿tenéis algo de comer?”. Pero ellos no tenían nada que ofrecerle. Jesús quería disfrutar con ellos de esta comunión, tan a menudo simbolizada por el hecho de estar juntos a la mesa. Para realizarla, él es quien provee todo. ¿Cómo tener una participación juntamente con él sin que él haya corrido con los gastos? Oyéndole y viendo los efectos de su palabra, el discípulo a quien Jesús amaba lo reconoció y dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”. Pedro se ciñó la túnica que se había quitado para la faena y se lanzó al mar. En Lucas, cuando Pedro reconoció al Señor (cap. 5), se echó a sus pies, como pobre pecador que era, diciéndole: “¡Apártate de mí!”, y oyó esta palabra de gracia: “No temas”. Aquí tenemos a Pedro quien, arrepentido después de haber negado a su Señor, se lanza a su encuentro. Trátese de un pecador o de un creyente que haya caído, el Señor es el recurso para ambos. Solo él es quien salva y quien perdona. Él es el único que restaura, como lo vamos a ver en el caso de Pedro.

Ya en tierra, los discípulos “vieron brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan. Jesús les dijo: Traed de los peces que acabáis de pescar. Subió Simón Pedro, y sacó la red a tierra, llena de grandes peces… Les dijo Jesús: Venid, comed. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Tú, quién eres? sabiendo que era el Señor. Vino, pues, Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado” (v. 9-13). Ese pez sobre las brasas representa al residuo judío que ha atravesado el fuego de la prueba en la gran tribulación, antes de que la gran masa de los pueblos haya sido evangelizada con el Evangelio del reino. Es la obra del Señor mismo; los encuentra allí para su propio gozo. El hecho de que Jesús invite a los discípulos a desayunar muestra el gozo que tendrá con los suyos en la bendición establecida en la tierra durante el milenio. Los discípulos, algo incómodos, no se atrevieron a interrogarle, aunque sabían quién era. Se ve que no es el mismo gozo que cuando su manifestación lleva el carácter de la dispensación actual (cap. 20:20). Allí los discípulos, conscientes de su relación con él, disfrutan de su presencia con el conocimiento de la gracia. Esto es infinitamente más elevado que las bendiciones del reino. Siempre se trata de escenas simbólicas.

Esta era ya la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus discípulos, después de haber resucitado de los muertos (v. 14).

Sabemos que a menudo el Señor se manifestó a los suyos después de su resurrección. El apóstol Pablo habla de cinco veces en el capítulo 15 de la primera epístola a los Corintios. Aquí encontramos el tercer cuadro simbólico que el Espíritu de Dios quería presentar en este evangelio. Ya hemos dicho que el primero (cap. 20:19-23) está en relación con la dispensación actual, en la que los creyentes disfrutan de su relación con el Señor y están reunidos en torno a él, siendo rechazados por el mundo al igual que él. El segundo cuadro (v. 24-29) presenta en Tomás al residuo judío que reconoce al Señor al verle, cuando la dispensación actual haya terminado. El tercero nos muestra al Señor con el residuo ya reunido, desplegando su poder para llevar a las naciones a disfrutar de su reinado glorioso.

Este evangelio comienza con tres días simbólicos, y termina de igual manera.

La restauración de Pedro

La escena descrita en estos versículos no se refiere a los tiempos del milenio, como la precedente, sino precisamente a la obra que el Señor quería cumplir durante el período actual por medio de sus siervos Pedro y Juan. Se necesitaba entonces, además del interés que el Señor tenía por Pedro personalmente, su restauración para hacerle capaz de cumplir el servicio que le encomendaba. Juan podía efectuar el suyo sin obra previa. Siempre se había mantenido en esa íntima proximidad con el Señor, donde uno aprende a servirle sin verse impedido por la acción de la carne, porque allí esta queda juzgada. ¡Pero qué gracia y qué misericordia encontramos en el Señor! Si no hemos querido mantenernos en su presencia para aprender de él y juzgarnos, y le hemos deshonrado, él nos vuelve a levantar y nos restaura.

Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos? (v. 15).

Pedro había dicho al Señor: “Aunque todos se escandalicen, yo no” (Marcos 14:29). Pensaba amar al Señor más que los demás discípulos. Jesús quiere hacerle juzgar una pretensión semejante para liberarle de la confianza que sentía en sí mismo y en su amor por el Señor. Este amor, muy real, provenía de la vida divina que Pedro poseía. Pero debía aprender, igual que nosotros hoy, que la presencia de la vida divina en nosotros no nos da ninguna fuerza sin el juicio constante sobre nuestra naturaleza mala. Una vez que esta es juzgada, ya no se manifiesta, y el Espíritu de Dios, poder de la nueva vida, despliega sus esfuerzos benditos y nos hace capaces de manifestar los caracteres de Cristo, que es nuestra vida.

Pedro respondió: “Sí, Señor; tú sabes que te amo. Él le dijo: Apacienta mis corderos”. Sabiendo que el Señor lo conocía perfectamente, pudo decirle: “Tú sabes que te amo”. Ello equivalía a decir: «No lo he manifestado visiblemente, ya que te negué, pero tú sí lo sabes». Jesús le confía la tarea de apacentar sus corderos, dándoles el alimento adecuado para su tierna edad. Pedro podía sentirse feliz por semejante señal de confianza. Pero el Señor quería guardar a su siervo de un retorno vergonzoso de su naturaleza impulsiva, por lo que profundizó la obra comenzada. Le dijo una segunda vez: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas” (v. 16). La primera vez, la palabra del Señor sondeó a Pedro y le hizo juzgar que su amor no superaba al de los otros discípulos. Por lo tanto Jesús no repitió: “¿Me amas más que estos?”. Sino simplemente: “¿Me amas?”. Pedro recurrió una vez más al conocimiento que el Señor tenía de su amor. Ahora que Pedro ha sido sondeado más a fondo y sabrá mejor que no puede confiar en sí mismo, el Señor le confía la guía de sus ovejas y los cuidados que estas requieren. “Pastorea mis ovejas”, le dice. Pero el Señor no se detiene allí. Quiere que su discípulo sea absolutamente apto para cuidar del rebaño que va a dejar a sus cuidados. Le dice por tercera vez: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?…”. Pedro le respondió:

Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas (v. 17).

El Señor conoce nuestros corazones, superficiales en cuanto al bien, rápidamente satisfechos por un poco de progreso y profundos en la malicia. Sucede después de una caída, y todo pecado lo es, que instantáneamente uno queda afligido por el hecho, a no ser que la conciencia se haya endurecido, y uno se queda con el asunto allí, basándose, para su restauración, en la pena causada por la falta cometida. Satisfecho, uno estima que los demás igualmente deben estarlo y, por consiguiente, también el Señor. De esa manera no se realiza una verdadera restauración, y uno queda expuesto a repetir la falta en cuanto se halle en circunstancias que la favorecen. Pedro había sufrido enormemente a causa de su pecado. Había salido llorando amargamente (Lucas 22:62). El Señor lo había visto, pero sabía que eso no bastaba. Quería conducirle a la fuente del mal, no reprochándole su falta, sino haciéndole juzgar la causa de ella en las profundidades de su corazón. Pedro había negado tres veces al Señor. Y así como ni la primera ni la segunda negación había bastado para hacer que Pedro saliese llorando, tampoco la primera pregunta del Señor, ni aun la segunda, bastaban para restablecerle plenamente. Pedro se entristeció porque el Señor le hizo la misma pregunta una tercera vez. Pensaba que las dos primeras bastaban. Pero el amor del Señor sondeaba la llaga, para sacar de ella todo principio infeccioso. Al dirigirle esa tercera pregunta, el Señor se sirvió de la expresión con la que Pedro le había respondido las dos primeras veces: “Tú sabes que te amo”, es decir: «tiernamente». «¿Me amas tanto como lo dices?» o «¿Te significo tanto como lo afirmas?», pregunta el Señor. Era verdad, y el Señor lo sabía, pues leía en el fondo de su corazón. Entonces puede decirle: “Apacienta mis ovejas”. Enteramente liberado de toda confianza en sí mismo y habiendo adquirido un conocimiento más grande del amor del Señor, Pedro sabría dar todos los cuidados que el rebaño del buen Pastor necesita, conducir las ovejas, velar por ellas, darles, como a los corderos, el alimento apropiado.

El Señor encomendaba a Pedro las ovejas judías, objeto de una solicitud muy especial de su parte. Había entrado en el aprisco de Israel; ellas habían escuchado su voz y él las había conducido fuera. Después de haber dado su vida por ellas, las iba a dejar. Por eso preparó a Pedro para que las cuidara en su ausencia, y también para seguir liberando del judaísmo a todos los que debían salvarse del juicio que caería sobre los judíos. Tendría que predicar a Cristo a este pueblo que lo había rechazado, hablarle de la gracia de la que era objeto, ya que se había encontrado en el mismo caso. Les dice: “Vosotros negasteis al Santo y al Justo” (Hechos 3:14), pero también: “Arrepentíos” (Hechos 3:19). Puede invitarlos a ir a aquel a quien ellos han negado, como objetos de misericordia, tales como él. El Señor había dicho a Pedro: “Tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32). Para hablar eficazmente de la gracia a otros, es necesario apreciarla, sabiendo cuánto la necesitamos, cuán grande es para nosotros. Aquel a quien mucho se le ha perdonado, mucho ama, y puede hablar del gran amor con el cual su corazón está lleno.

Animado por un vivo afecto hacia el Señor, Pedro había dicho: “Dejaré mi vida por ti”. El Señor lo toma en cuenta. Después de haberle confiado sus ovejas, le indica cómo lo hará: “De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios” (v. 18-19). Pedro hubiera podido experimentar remordimiento al pensar que quizás había perdido la ocasión de manifestar su amor por su Maestro muriendo por él. Por eso el Señor le dice que podrá hacerlo al glorificar a Dios, después de haber cumplido fielmente el servicio que le había encomendado, con una voluntad enteramente quebrantada. En su segunda epístola vemos que ha llegado al término de su carrera. En el capítulo 1:13-14 dice: “Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado”. Sus epístolas, dirigidas a cristianos que en otro tiempo habían sido judíos, nos muestran los cuidados pastorales que dispensaba a las ovejas que el Señor le había confiado.

Cuando Jesús hubo cumplido todo lo necesario para la restauración de su siervo, le dice: “Sígueme” (v. 19). En el capítulo 13:36 le había dicho: “A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después”. Para eso era necesario que Jesús pasase primero por la muerte, para que esta perdiera el poder que ejercía sobre Pedro y los demás discípulos, cuando Jesús emprendía el camino tenebroso en el cual solo él podía entrar y de donde solo él podía salir a causa de sus propias perfecciones. Debía dejar impotente a aquel que tenía el poder de la muerte; y era necesario que Pedro perdiese su confianza en sí mismo para llegar a ser el hombre dependiente, confiado, no en su amor por el Señor, sino en el amor del Señor por él. Entonces, tal como lo había deseado, podría seguir a Jesús y dejar su vida por él, después de que Jesús hubiera dado su vida por su discípulo.

Pedro y Juan

Después de haber oído el llamado de Jesús,

Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor, ¿quién es el que te ha de entregar? Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de este? Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú (v. 20-22).

En lugar de fijar su mirada en Jesús, para seguirle, Pedro se da vuelta. Cuando Jesús llama, no es bueno darse vuelta, porque uno puede distraerse por mil cosas que impiden verle y seguirle. Es necesario avanzar y no ocuparse del camino ajeno. Juan seguía al Señor con toda naturalidad; no había tenido necesidad de una preparación como Pedro; nada había interrumpido el disfrute de su comunión.

El Espíritu de Dios se complace en recordar la actitud del discípulo al que Jesús amaba, cuando estaba en la cena de la pascua; cómo la proximidad en la cual se hallaba respecto a Jesús le permitía recibir sus manifestaciones. El apego de corazón al Señor tiene un gran precio para Dios. Esto también se ve por la mención hecha del acto de María de Betania, en el capítulo 11, donde el Espíritu de Dios interrumpe el relato de las circunstancias de esta familia para decir (v. 2): “María… fue la que ungió al Señor con perfume, y le enjugó los pies con sus cabellos”. El amor a Cristo determina, para Dios, el valor de nuestros actos.

El Señor no dice a Pedro lo que le sucederá a Juan. Eso no debía preocuparle. Lo importante para él era seguir a Jesús, con los ojos fijos en él, en el sufrimiento, en el oprobio por parte de los judíos a quienes iba a dirigir un último llamado para que recibieran a aquel a quien ellos habían dado muerte; seguirle en el camino de la muerte tal como le había sido indicada, pero para llegar a la gloria en donde el Señor había entrado primero. Esto es lo que este apóstol ha realizado con todo el poder que le daba el conocimiento de Jesús y la gloria en perspectiva. “Yo… testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que será revelada” (1 Pedro 5:1). Es por ello que a menudo Pedro menciona los sufrimientos y la gloria. El apóstol Pablo, que no había visto a Cristo en el sufrimiento y que le vio por vez primera en la gloria, dice, a la inversa de Pedro, que desea “conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos” (Filipenses 3:10). Pero, para el uno como para el otro de estos apóstoles, es el camino del sufrimiento el que termina en la gloria, como el del Señor.

En su respuesta, el Señor dice a Pedro: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú. Este dicho se extendió entonces entre los hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti?” (v. 22-23). Hay una gran diferencia entre una palabra pronunciada y las deducciones que se pueden sacar de ella, tal como ocurre en el caso de numerosos pasajes de las Escrituras y de lo que entendemos de lo que oímos unos de otros. Debemos recibir la Palabra de Dios tal como él nos la comunica y no atribuirle el sentido que nos sugiere nuestra débil e imperfecta concepción. Aquí se trata del ministerio de los apóstoles, no de la duración de su carrera; aunque el Señor hubiera tenido libertad para prolongar la existencia de Juan hasta su retorno. Pedro sabía que moriría, pero su ministerio, que debía ser ejercido en medio de los judíos, terminó con la historia de este pueblo, que pereció por no haber recibido a Jesús y el testimonio del Santo Espíritu dado por los apóstoles. Pedro fue reemplazado por Pablo quien, después de la muerte de Esteban, fue suscitado para revelar el misterio de la Iglesia, la unión de los judíos y de los gentiles creyentes, coherederos y copartícipes de la promesa que es en Cristo Jesús, siendo abolida toda distinción entre ellos. El ministerio de Juan dura hasta la venida del Señor para establecer su reinado. Se ocupa de la manifestación de la vida de Jesús en la tierra. Él permanece después de todos los apóstoles, cuando la ruina de la Iglesia establecida por Pablo ya estaba muy desarrollada, a fin de presentar, en su evangelio, la vida eterna manifestada en la persona de Cristo en la tierra; y en sus epístolas, la misma vida reproducida por los creyentes. Luego, en el Apocalipsis muestra, por las epístolas a las siete iglesias de Asia, no la vocación celestial de la Iglesia, sino el fracaso de su responsabilidad sobre la tierra y los juicios que resultan de ello, luego el juicio del mundo, el establecimiento del reinado de Cristo, el último juicio y la introducción del estado eterno. De ese modo el ministerio de Juan permanece hasta la venida del Señor en gloria. Supera la historia de la Iglesia en la tierra, mientras que el ministerio de Pedro apenas sigue más allá de su muerte, salvo por sus epístolas, escritas para nosotros también, puesto que forman parte de la Palabra inspirada de Dios.

El ministerio de estos dos apóstoles, en su duración respectiva, tiene por objeto el testimonio de Dios en la tierra: la manifestación de la vida eterna y los juicios por la venida de Cristo. En la primera fase de esta venida, los santos dormidos y vivos son llevados al cielo, y luego se cumple en la tierra lo que se nos presenta simbólicamente en la primera parte de nuestro capítulo y en el encuentro con Tomás.

El evangelio termina con una declaración de su autor. “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero. Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (v. 24-25). En el versículo 31 del capítulo precedente Juan revela el propósito de Dios al consignar en este evangelio los hechos que son relatados en él: para que “creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre”. Tal como lo hemos hecho constar, este evangelio solo habla de siete milagros; siete es el número completo, perfecto, necesario para presentar toda la gracia y la verdad venidas por Dios manifestado en carne en la persona de su Hijo. Cada uno de estos milagros da lugar a una exposición doctrinal que forma parte de este conjunto maravilloso. Pero tres presentan de manera muy particular la acción del Hijo de Dios en una dependencia absoluta de su Padre, en presencia de la absoluta incapacidad del hombre en Adán. En el capítulo 5 tenemos el lisiado incapaz de sacar partida de los medios que Dios ha puesto a su disposición para ser sanado. En el capítulo 9, la luz ha venido al mundo, pero el hombre es ciego y no puede aprovecharla. En el capítulo 11, la vida está en la persona de Jesús, pero el hombre está muerto. En todos estos casos, es el Hijo de Dios quien opera en poder, quien da la fuerza, la vista y la vida a los que están privados de ellas, lo cual es el caso de todo hombre inconverso.

El Señor hizo muchas otras cosas que no están escritas, y que no podrían serlo; el mundo no podría contenerlas. Todas las palabras, todos los hechos de Jesús, tienen un alcance infinito, cumplido por un ser infinito, y no pueden, por consiguiente, caber en lo que es finito. Por la manifestación de sí mismo en su Hijo, Dios pone al creyente en contacto con lo que es infinito y eterno; pero nos hará falta estar en el lugar de donde vino esta manifestación para no estar ya más limitados en nuestro conocimiento por lo que es finito. Esa es nuestra gloriosa esperanza. Mientras tanto, estudiemos mucho este evangelio para aprender ahora todo lo que se puede conocer de nuestro adorable Señor y Salvador. Así podremos seguirle más de cerca, aguardando el momento de verle cara a cara, hechos aptos para sondear lo infinito de sus glorias.

Del reposo eternal gozando tus amados,
En el día sin fin todos te servirán;
Y arrojando a tus pies ¡oh Señor!, extasiados,
Sus coronas de gloria, se prosternarán. (bis)

Nuestros ojos verán en tu faz adorable,
De tu Padre, Señor, la inmensa caridad;
Nos dejarás sondear el misterio insondable
De tu gracia suprema en la eternidad. (bis)

Al recibir de Ti los rayos de luz pura,
Tú, de justicia el sol, de Dios el resplandor,
La Iglesia mostrará en la gloria futura
La santa perfección de su Esposo y Señor. (bis)

¡Oh!, cuando Tú verás a los que has redimido,
Cual fruto ya en sazón, de tu muerte en la cruz,
Con infinito amor, del todo complacido,
Gozarás en tenerlos por siempre en tu luz. (bis)

Himnos & Cánticos, Nº 94