Juan

Juan 18

Capítulo 18

Jesús se entrega

Jesús había terminado su servicio, tanto el cumplido en medio de los judíos como el efectuado entre sus discípulos. Se acercaba la hora temible para su alma pura y santa, pero para la cual precisamente había venido.

El relato de la muerte de Jesús está en perfecto acuerdo con el carácter bajo el cual este evangelio nos lo presenta. Tanto en Mateo como en Marcos la muerte del Señor presenta, sobre todo, el carácter del sacrificio por el pecado. En Lucas vemos mucho las angustias del Hijo del Hombre en presencia de la muerte. En Juan, esta muerte reviste el carácter del holocausto: Jesús ofreciéndose a sí mismo a Dios. Lo vemos siempre en la dependencia como hombre obediente, unida a toda la dignidad de su divinidad. Jesús domina a los hombres y las circunstancias en una escena en la cual cada protagonista se manifiesta bajo su verdadero carácter, mostrando lo que es en su bajeza, en su odio contra Dios, lo cual le hace cometer la injusticia, el desprecio, la crueldad en el más alto grado, pero donde brillan las perfecciones del hombre divino, víctima voluntaria.

Después de la oración que intentamos comentar, Jesús “salió con sus discípulos al otro lado del torrente de Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró con sus discípulos. Y también Judas, el que le entregaba, conocía aquel lugar, porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus discípulos” (v. 1-2). Fue allí donde Judas traicionó a su Maestro. Conociendo sus costumbres, sin duda Judas se había dado cuenta del empleo que el Señor haría de su tiempo desde que él había salido, después de haber comido el pedazo de pan mojado. El Señor aprovechó este tiempo por para animar e instruir a sus discípulos; en cambio Judas lo utilizó para preparar el arresto de su Maestro, a quien se había comprometido a entregar; “buscaba oportunidad” (Marcos 14:11) en la oscura noche, más bien que de día, por causa de la muchedumbre (Lucas 22:1-6). Ninguno de los recuerdos que evocaban estos lugares –donde Judas debió oír tantas y preciosas comunicaciones–, ni siquiera el pedazo de pan mojado durante la última cena, lo detuvieron en la ejecución de su compromiso con los jefes, a fin de obtener treinta miserables monedas de plata. Tenía la conciencia totalmente endurecida. Por no haber resistido, en tiempo propicio, a las peticiones del enemigo, ahora caía enteramente bajo su poder. Su conciencia solo se despertaría para conducirlo a la muerte. Qué ejemplo más solemne, apto para despertar nuestra atención respecto a los medios que el enemigo emplea para subyugarnos completamente y hacernos incapaces de resistir a las peores codicias. Para evitar llegar a tal extremo, uno debe juzgarse a sí mismo constantemente, juzgar sus inclinaciones naturales, para no dar ningún asidero a Satanás. Él no entró en Judas al principio, súbitamente, sino después de haber preparado durante mucho tiempo su morada en él. Rebasado este punto, a Judas ya no le fue posible retroceder.

“Judas, pues, tomando una compañía de soldados, y alguaciles de los principales sacerdotes y de los fariseos, fue allí con linternas y antorchas, y con armas” (v. 3). Qué contraste conmovedor entre este aparato guerrero, instrumento de violencia brutal, y el Hijo de Dios que se entrega a sí mismo, que da su vida porque ha recibido el mandamiento de su Padre, pues precisamente para eso había dejado la gloria. Pero era necesario que la responsabilidad de los hombres en la muerte de Jesús tuviese su parte. Por eso ellos desempeñan su papel en esta escena única.

Pero Jesús, sabiendo todas las cosas que le habían de sobrevenir, se adelantó y les dijo: ¿A quién buscáis? Le respondieron: A Jesús nazareno. Jesús les dijo: Yo soy. Y estaba también con ellos Judas, el que le entregaba. Cuando les dijo: Yo soy, retrocedieron, y cayeron a tierra (v. 4-6).

Fue Jesús mismo quien se adelantó. Este Jesús, el nazareno, no era otro que el Creador de los cielos y de la tierra, Aquel que sostiene todas las cosas por la palabra de su poder, pero quien aquí es el Redentor. Al oír la declaración: “Yo soy” –expresión de la eterna divinidad de Jesús–, estos hombres retrocedieron y cayeron a tierra. Se hallaban en presencia de Aquel de quien está escrito en el Salmo 27:2: “Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron”. Pero, venido para salvar a pecadores, permite que vuelvan a ponerse de pie. Por segunda vez les pregunta: “¿A quién buscáis? Y ellos dijeron: A Jesús nazareno. Respondió Jesús: Os he dicho que yo soy; pues si me buscáis a mí, dejad ir a estos; para que se cumpliese aquello que había dicho: De los que me diste, no perdí ninguno” (v. 7-9). El primer “Yo soy” (v. 5) está en relación con la gloria de su persona, ante la cual ningún hombre puede subsistir; al oír esta voz, todos retroceden y caen a tierra empuñando sus armas. El segundo “Yo soy” (v. 8), que está en relación con el propósito de su venida, demuestra su amor hacia aquellos a quienes el Padre le ha dado. Es el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas; ninguna de ellas se perderá. Se ve igualmente, en el segundo “Yo soy”, la autoridad divina; da una orden: “Dejad ir a estos”. Posiblemente también querían apresarlos. El hombre divino siempre es al mismo tiempo el hombre obediente, la víctima voluntaria. Jesús hubiera podido alejarse de allí, subir al cielo que había dejado, pero hubiese quedado solo allí. Dado que era uno con su Padre, quería tener presentes en el cielo a unos hijos, no creándolos, sino rescatándolos. Estaba escrito de él: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje” (Isaías 53:10). En este momento solemne todo el cumplimiento de los consejos de Dios estaba, por así decirlo, en sus manos. Permite que estos hombres postrados en tierra se levanten, a causa de su voz divina, y se ofrece a ellos para que los suyos escapen no solamente de sus manos, sino del juicio que él debía sufrir en su lugar y en nuestro lugar. ¡Qué amor tan inefable!

En este momento volvemos a encontrar a Simón Pedro, sincero, celoso, que ama al Señor, pero que obra de modo carnal, en notable contraste con su divino Maestro, quien se entregaba voluntariamente. Quiso intervenir para defenderle. “Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó, e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha” (v. 10). Quería ser consecuente con lo que había dicho en el capítulo 13:37: “Mi vida pondré por ti”. ¿Acaso no había dicho, al oír a Jesús hablar de su muerte: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca”? (Mateo 16:22). Pero la victoria que el Señor iba a obtener no se ganaría con armas carnales y materiales, sino dejando que todo el poder de Satanás y de los hombres se agotase; porque: “Si alguno mata a espada, a espada debe ser muerto” (Apocalipsis 13:10). Jesús no estaba allí para matar, sino para salvar.

El acto de Pedro dio al Señor la ocasión de manifestar hasta dónde iba su obediencia y su entrega a su Padre. Le dice: “Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (v. 11). El tiempo de la gracia es aquel durante el cual la espada queda dentro de su vaina. Cuando salga de allí, ¡será terrible! Para que la espada pudiese permanecer en la vaina durante todo el tiempo de la paciencia de Dios, Jesús tuvo que apurar la copa de la ira divina. En Lucas encontramos el relato de la intensidad del sufrimiento del Salvador en Getsemaní: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (cap. 22:42). La acepta de la mano del Padre, y no del enemigo que quería presentársela. Esta copa, ¡cuán horrible sería para su alma! Lo que Jesús soportó de parte de los hombres, por espantoso y doloroso que fuese, palidece en presencia de la copa de la ira de Dios contra nuestros pecados; pero el Señor la toma de la mano del Padre, por amor a él, por su gloria, para que pueda cumplir sus designios eternos de amor hacia los hombres. Este precioso Salvador, ¿no era en aquel momento el antitipo del siervo hebreo, cuando decía:

Amo a mi Señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre?
(Éxodo 21:5).

Personalmente, el Señor podía salir libre después de haber satisfecho plenamente a su Señor con su servicio entre los hombres; pero su amor hacia su Padre y hacia nosotros no se lo permitió.

No nos conviene hablar de nuestras pruebas, ni aun de las más dolorosas, en presencia de la copa que el Señor tomó de la mano de su Padre. Sin embargo, él es nuestro modelo en el sufrimiento, como en toda circunstancia. Como él lo hizo, aceptemos, pues, las circunstancias más dolorosas de la mano del Padre; serán suavizadas y perderán la amargura que tendrían si les atribuyésemos otro origen. Aunque el enemigo las presente y sea la causa secundaria de ellas, siempre podemos decir: «Es mi Padre quien lo permite».

Jesús ante el sumo sacerdote

poder. Lo ataron. Pero, ¿qué fuerza tendrían esas ataduras para Jesús, si no se hubiese entregado voluntariamente? En esto vemos al Cordero de Dios:

Como cordero mudo delante del que lo trasquila.

Jesús fue conducido primeramente a Anás, personaje muy influyente entre los judíos, puesto que había sido sumo sacerdote. El evangelista recuerda que Caifás había dicho que era conveniente que un solo hombre muriera por el pueblo (cap. 11:49-52). Matando a Jesús, creía proteger a la nación contra la venganza de los romanos; pero, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó la verdadera salvación de la nación y la obra de gracia en virtud de la muerte de Jesús. Sin embargo no pudo evitar que los romanos destruyesen a Jerusalén y a la nación, como juicio de Dios precisamente porque los judíos habían dado muerte al Señor su Rey.

Jesús, enviado atado por Anás a Caifás (v. 24), compareció en toda su dignidad. No reconoció la autoridad sacerdotal de Caifás. Por haber rechazado al Mesías, Dios ponía de lado el sistema judaico representado por el sumo sacerdote. Interrogado acerca de sus discípulos y su doctrina, Jesús hizo referencia a su ministerio público. “Yo públicamente he hablado al mundo; siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en oculto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído, qué les haya yo hablado; he aquí, ellos saben lo que yo he dicho” (v. 20-21). Jesús había predicado en público, había dado un testimonio completo y, habiendo terminado ese servicio, era inútil volver a empezar a hablar. Ahora cumplía otro servicio; daba su vida. En Lucas 22:67, cuando le preguntan si él es el Cristo, reciben esta respuesta: “Si os lo dijere, no creeréis; y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis”. En su perfección, el Señor simplemente reconocía que hay “tiempo de callar, y tiempo de hablar” (Eclesiastés 3:7). Es solemne pensar que hay un tiempo en que Dios calla. Como ocurrió entonces con los judíos, para la cristiandad de hoy se aproxima el día en que la voz del Dios de gracia no se dejará oír más.

Uno de los alguaciles dio libre curso a su odio contra Jesús abofeteándole, bajo pretexto de que Jesús irrespetaba al sumo sacerdote. Con una tranquila objeción, Jesús apeló a la conciencia de ese hombre, diciéndole: “Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?” (v. 22-23). La actitud de Jesús muestra que, a pesar de su humillación, es superior a quienes le interrogan.

Simón Pedro

Durante el interrogatorio de Jesús, Pedro, en lugar de dominar las circunstancias como su Maestro, se dejó dominar por ellas; no tuvo fuerza para atravesarlas. Demasiado confiado en sí mismo, siguió a Jesús. Sin embargo, Jesús le había dicho que no podía seguirlo ahora, pero que lo seguiría más tarde (cap. 13:36-37). Juan también siguió a Jesús: “Y este discípulo era conocido del sumo sacerdote… mas Pedro estaba fuera, a la puerta” (v. 15-16). Juan entró en el palacio y logró que la portera dejara entrar a Pedro. Juan seguía al Señor simplemente por el amor que le tenía y sin otra pretensión. En él no había nada carnal que juzgar desde ese punto de vista; además, no fue probado como Pedro. La intervención de Juan para introducir a Pedro en el lugar donde Satanás iba a zarandearle es sorprendente. Si Pedro se hubiese quedado fuera, no habría tenido contacto con los personajes de los cuales Satanás se valdría para hacerle renegar de su Maestro. Se ve cómo Dios dispone todos los detalles de las circunstancias para cumplir sus fines. Era necesario que Pedro estuviera allí para que su amor por el Señor fuera puesto a prueba, amor que creía muy superior al de los demás discípulos cuando dijo: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mateo 26:33; Marcos 14:29). La criada que le dejó entrar, primer instrumento de Satanás, le dijo: “¿No eres tú también de los discípulos de este hombre? Dijo él: No lo soy”. En vez de huir de ese peligroso lugar, Pedro se aventuró a calentarse junto a una hoguera encendida por los esclavos y los alguaciles (v. 18). Desde allí veía a su Maestro indefenso, entregado a la burla, al odio y a la maldad de sus enemigos. En esas circunstancias, ¿dónde iría a parar la fuerza con la cual contaba para seguir al Señor en el camino en que se hacía sentir el poder de las tinieblas? Solo uno permanecía firme: Aquel que podía decir: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí”. En el caso de Pedro, al contrario, la carne ofrecía una presa fácil para el enemigo. Había bastado una mujer para hacerle temblar y negar toda relación con el divino acusado. Al no poder retroceder ni avanzar, Pedro se mantenía junto a los alguaciles de los judíos, uno de los cuales acababa de darle una bofetada a Jesús. “Le dijeron: ¿No eres tú de sus discípulos? Él negó, y dijo: No lo soy. Uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, le dijo: ¿No te vi yo en el huerto con él? Negó Pedro otra vez; y en seguida cantó el gallo” (v. 25-27). Si Jesús no hubiese orado por él para que su fe no desfalleciera, Pedro podría haberse entregado a la desesperación, como Judas, más aún cuando, tomando conciencia de su amor por Jesús, podía medir el horror de su pecado. Aunque Satanás hubiera pedido zarandear como trigo a todos los discípulos, Jesús había pensado en Pedro muy particularmente; y le había dicho:

He orado por ti.

Jesús sabía que Pedro tenía más necesidad de oración que los demás discípulos porque, con su naturaleza impetuosa y su confianza en sí mismo, estaba más expuesto que todos ellos.

Lo que el Señor fue para Pedro, lo es para todos nosotros, quienes tenemos necesidad de sus oficios como sacerdote y abogado. Él sabe a qué nos exponen las diversas inclinaciones de nuestra mala naturaleza. Si se ve obligado a dejarnos comprobar aquello de lo que somos capaces, también tiene en sí los recursos para restablecernos y guardarnos de nuevas caídas. Pero debería bastarnos la Palabra de Dios, porque ella muestra lo que somos, sin que haya necesidad de pasar por dolorosas y humillantes experiencias que deshonran al Señor y nos hacen perder el tiempo. También aprendemos, por la negación de Pedro, que uno nunca debe colocarse en circunstancias en las cuales el Señor no ha prometido guardarnos. Jesús había dicho a Pedro que él no podía seguirle ahora; ello tendría que haberle bastado. Dios no nos sostiene en el camino de la desobediencia. ¡Cuánta deshonra para el Señor, cuántos dolores nos ahorraríamos si, antes de entrar en un camino cualquiera, nos asegurásemos de la voluntad de Dios!

En este evangelio se deja a Pedro allí; Jesús volvería a encontrarlo después de su resurrección, para restaurarlo completamente.

Jesús ante Pilato

“Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era de mañana, y ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse, y así poder comer la pascua” (v. 28). ¿Cómo había pasado Jesús esa noche memorable? No la podemos reconstruir con exactitud. En los tres primeros evangelios vemos una sesión del Sanedrín por la mañana, después de la que tuvo lugar la noche en que Pedro negó a Jesús. En Juan solo se trata de una sesión que precede a la del pretorio, palacio del gobernador romano, que servía de tribunal. Los judíos no querían entrar en casa de un incircunciso, para poder comer la pascua. Una impureza ceremonial era para ellos más grave que el hecho de dar muerte al Hijo de Dios, su Mesías. Guardaban, pues, las formas de una religión dada por Aquel a quien rechazaban y a la cual este crimen quitaba su razón de ser. Ellos querían comer la pascua, sin darse cuenta de que esta fiesta iba a tener su manifestación real ese mismo día con la muerte del Cordero de Dios. Guardar las formas de una religión con una conciencia que resiste a la verdad, no hace más que seducir, endurecer, cegar y fortalecer la resistencia a la verdad; permite incurrir en los pecados más graves a los ojos de Dios. Esto es lo que sucede a nuestro alrededor, porque estamos en los tiempos en que se tiene “apariencia de piedad”, pero se niega “la eficacia de ella” (2 Timoteo 3:5).

Pilato se vio obligado a salir ante los judíos para preguntarles qué acusación tenían contra Jesús. Los judíos le respondieron: “Si este no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado. Entonces les dijo Pilato: Tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra ley. Y los judíos le dijeron: A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie; para que se cumpliese la palabra que Jesús había dicho, dando a entender de qué muerte iba a morir” (v. 30-32). Los judíos consideraban que Pilato debía condenar a Jesús por el testimonio de ellos, sin más pruebas. Pero las cosas no eran así entre los romanos. Pilato comprendió que este caso no encajaba en su competencia; ofreció, pues, a los judíos que lo juzgaran ellos mismos según su ley. Pero, a pesar de su autorización, ellos rechazaron la oferta, recurriendo al código romano que les quitaba el derecho a matar. Independientemente de su voluntad, este rechazo tuvo lugar para cumplir la Palabra que Jesús había dicho en cuanto a su muerte (cap. 12:32-33). Debía ser crucificado. Dios dirigía las circunstancias en toda esta escena. Trátese de Pilato o de los judíos, todos ellos solo decían y hacían aquello que cumpliría la voluntad de Dios. Jesús no debía morir como cualquier israelita blasfemo, sino colocado en el rango de los malhechores, condenado por los romanos, representantes de los gentiles. Un día aparecerá a todos con las manos traspasadas. Por otra parte, en el rechazo de los judíos vemos su voluntad bien determinada de hacer morir a Jesús, porque cuando Pilato les dijo que lo juzgaran según su ley, no les dijo formalmente que debían matarlo.

Pilato regresó al pretorio, llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el Rey de los judíos? Jesús le respondió: ¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?” (v. 33-34). Si Pilato opinaba por sí mismo que Jesús era rey, habría encontrado una razón de orden político que hacer valer en su juicio, ya que en tal caso Jesús se habría alzado contra el poder de Roma. Si otros se lo habían dicho, era el odio de los judíos el que le entregaba en sus manos, haciendo valer un pretexto que no tenía gran valor a los ojos del gobernador. Que Jesús dijera o no ser rey de los judíos, el trono de César no corría ningún peligro. Pilato respondió a Jesús: “¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” (v. 35). Pilato hizo a Jesús la misma pregunta que Dios hizo a Caín. En Lucas, uno de los malhechores da la respuesta: “Este ningún mal hizo”. Esta pregunta dio lugar a la “buena confesión” de la cual Pablo habla en 1 Timoteo 6:13. Jesús respondió a Pilato: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Le dijo entonces Pilato: ¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (v. 36-37).

En efecto, Jesús era Rey, pero de un reino que no era de este mundo. Un día él lo establecerá, y aquellos que lo hayan reconocido como Rey combatirán, según Miqueas 4:13, Zacarías 12:6 y otros pasajes de los profetas. “Pero mi reino no es de aquí”, dice Jesús. No es un reino terrenal, aunque más tarde él lo establecerá en la tierra. El reino de Jesús es celestial y universal. Esta respuesta hizo presentir a Pilato que Jesús era rey, no de los judíos solamente, sino de otro reino. En efecto, Jesús había nacido no solamente para ser rey, sino para dar testimonio de la verdad, de la cual la realeza formaba parte. Pilato pregunta: “¿Qué es la verdad?”. El mundo está bajo el poder de Satanás, el padre de la mentira; el pecado ha desnaturalizado todo. El hombre separado de Dios se mueve en el error de las tinieblas. Por haber excluido a Dios, el juicio del hombre se ha pervertido. En tal estado de cosas se presentó Jesús como Dios manifestado en carne y expresión de la verdad, poniendo todo en evidencia. Él es la verdad (Juan 14:6); la Palabra es la verdad (Juan 17:17); el Espíritu es la verdad (1 Juan 5:6). Pilato no comprendió la respuesta del Señor. Aún hoy la misma pregunta se formula en el seno de la cristiandad: “¿Qué es la verdad?”. Pero pocos esperan la respuesta divina; prefieren apartarse de ella, dudan de que exista la verdad; siguen la opinión de este o aquel; están prontos a abandonarla por otra que guste más, pero raras veces se hace esto para seguir la verdad, porque esta juzga al hombre y sus pensamientos.

Se nota que Jesús habló con Pilato y que, en cambio, no respondió al sumo sacerdote, pues Pilato estaba fuera del círculo judío en el cual el Señor había cumplido su ministerio. Los jefes de los judíos debían conocer su enseñanza. Tenían una responsabilidad que el gobernador romano no tenía. Pilato salió otra vez ante los judíos y les dijo:

Yo no hallo en él ningún delito. Pero vosotros tenéis la costumbre de que os suelte uno en la pascua. ¿Queréis, pues, que os suelte al Rey de los judíos? Entonces todos dieron voces de nuevo, diciendo: No a este, sino a Barrabás. Y Barrabás era ladrón (v. 39-40).

Vemos a Pilato muy incómodo en presencia de semejante acusado; se comprende el efecto producido en su conciencia natural cuando oyó por vez primera las palabras del hombre divino, cuya superioridad percibía, aunque era incomprensible para él. La verdad se imponía a su conciencia y le hacía sentir incómodo. Procuró aliviarla –pero no aclararla– desviando hacia los judíos la responsabilidad por la condenación o la liberación de Jesús. Creyó poder aprovechar una costumbre para salir del apuro, pero tropezó con el odio de los jefes del pueblo y su firme voluntad de hacer morir a Jesús. Ellos pidieron la liberación del delincuente Barrabás (cuyo nombre significa: Hijo de su padre), para poder dar muerte al Hijo de Dios. ¿Por qué, entonces, extrañarse por el hecho de que los judíos y el mundo sufran las consecuencias de haber preferido a un delincuente antes que al Hijo de Dios?

Detrás de la escena, como ya lo hemos hecho notar, la mano de Dios dirigía cada detalle con la mira puesta en el cumplimiento de sus consejos eternos. Dejó desarrollar hasta su punto culminante el odio del hombre contra él, contra su Hijo, porque los hombres, judíos y gentiles, son los autores responsables de la muerte del Señor. Pero si Dios permitió que la maldad del hombre llegara a su apogeo, fue para hacer resaltar en aquel momento su amor infinito. En la cruz, el amor de Dios triunfó para salvación del pecador, cuando precisamente el pecado alcanzó su medida perfecta. Fue allí donde “la justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10). Pero hasta el día en que el Hijo del Hombre tome su gran poder para hacer reinar la justicia y la paz, los judíos y el mundo soportarán las consecuencias de su crimen.