Juan

Juan 17

Capítulo 17

Jesús pide ser glorificado

“Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste. Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (v. 1-3). Varias veces el Señor anunció esta hora como la hora de su muerte. Aquí se trata de la hora de su glorificación. En todos estos capítulos Jesús habla como si su muerte ya hubiese acontecido. Había glorificado plenamente a Dios en la tierra y, para seguir haciéndolo en la nueva posición que iba a ocupar, le pide que sea glorificado. Al presentar esta petición, vemos a Jesús en la dependencia que le caracterizó a lo largo de su servicio: uno con el Padre y teniendo siempre conciencia de su divinidad. Seguramente hubiera podido volver a entrar con pleno derecho en la gloria que había dejado, ya que había glorificado a su Padre; pero no quería abandonar la posición de dependencia que había tomado. Así como había sido el hombre perfecto en la tierra, en la humillación, será el hombre perfecto en la gloria.

Como Hijo del Hombre Jesús recibió autoridad sobre toda carne. En el capítulo 5:27, es para juzgar. Pero, mientras espera el tiempo de ejercer su autoridad en juicio para luego reinar, se sirve de ella para dar vida eterna a todo lo que el Padre le ha dado. En eso sirve todavía hoy a su Padre, tal como lo hizo en la tierra. En el capítulo 6:37 dice: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí”, y en el versículo 39: “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada”. “Todo” significa todos los hombres que se salvan, incluidos aquellos de quienes habla a su Padre en el versículo 6. Ni uno será dejado atrás; todos son el objeto del amor del Padre y del Hijo, quien quiere cumplir los deseos de su Padre.

Una vez revelado el Padre y cumplida la obra de la cruz, todos los que creen tienen la vida eterna, merced a la cual están en comunión con el Padre y el Hijo. La vida eterna es Cristo mismo; es Cristo que revela al Padre, como lo vemos en 1 Juan 5:20 y 1:2. En él ha sido manifestada la vida eterna. Los creyentes del Antiguo Testamento, pese a tener la vida de Dios y haber manifestado hermosos rasgos de ella, no la conocían de esta manera, porque no había sido manifestada por el Hijo que vino para dar a conocer no a Jehová, sino al Padre. “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (v. 3). Por la fe en él, el creyente recibe la vida necesaria para gozar de ello; entra en una comunión de pensamientos con el Padre y con el Hijo, puede gozar de lo que ellos gozan, pues tiene la relación vital de hijo de Dios en la tierra y por la eternidad, merced al poder del Espíritu Santo. Nuestras inconsecuencias nos privan del disfrute práctico de este privilegio, pero el Señor nos ha hecho capaces de practicar esta comunión con el Padre y el Hijo, y de los unos con los otros.

Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese (v. 4-5).

El Señor manifestó en la tierra todas las perfecciones divinas de amor, de luz, de justicia, de santidad y de verdad. Todo lo que el Padre era para él fue visto: “Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (cap. 1:14). Todo lo que Dios era frente al hombre pecador se mantuvo en la cruz, en donde el tema del pecado fue resuelto según la justicia de Dios, con el fin de dar vida eterna a unos culpables, aquellos que el Padre había dado al Hijo. Como todo había sido perfectamente cumplido, no era necesario que Jesús se quedara en la tierra. Podía, desde la gloria, acabar su obra dando la vida eterna a aquellos que el Padre le había dado; y lo hará hasta que se salve el último. Por eso puede decir: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. En el capítulo 13:31 vemos que Dios glorifica a Jesús como Hijo del Hombre porque este le glorificó plenamente en la cruz. Aquí Jesús pide ser glorificado con la gloria eterna que poseía como Hijo único en la presencia de su Padre, gloria que dejó para venir a este mundo. Así el Señor vuelve a entrar en su gloria eterna. Y esta gloria queda unida a la de Hijo del Hombre, la que adquirió al glorificar a su Padre con una obediencia perfecta.

Los que el Padre ha dado a Jesús

He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra (v. 6).

En medio de este mundo arruinado y enemigo de Dios hay hombres que Dios el Padre ha dado a su Hijo para que les revele su nombre y les conduzca a él, introduciéndoles así en la relación de hijos. Sin esto nadie podría ser salvado. Estos hombres pertenecían al Padre, pero, en su estado natural, no podían estar en relación con él. Era necesario que el Hijo viniese a este mundo para buscarles y manifestarles al Padre, Dios revelado en gracia. Han recibido al Señor; han escuchado su palabra, mientras que el mundo entero le ha rechazado. “Ahora han conocido que todas las cosas que me has dado, proceden de ti; porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste” (v. 7-8). Los discípulos (de quienes el Señor hablaba) habían reconocido que lo que Jesús les había revelado venía del Padre; no de Dios como Creador, ni tampoco de Jehová, sino de Dios como Padre. Les había dado palabras o comunicaciones que el Padre le había dado, y las habían recibido. Por esta revelación les colocaba en la misma relación que él, ya que les revelaba aquello de lo cual él mismo disfrutaba. Así había sido fiel para con el Padre, quien se los había dado, y fiel para con aquellos que le pertenecían. Sin él nadie hubiese conocido las infinitas profundidades del amor de Dios, quien quería introducir a pecadores en la misma relación que su Hijo muy amado tenía con él.

El Señor no dice que los discípulos comprendían lo que les había revelado y gozaban de ello. Al contrario, vemos que no penetraron en el verdadero sentido de lo que decía. Él habla del hecho de que le habían recibido a él, a quien el mundo rechazó junto con todo lo que les traía y les revelaba. El Espíritu Santo vino luego y aclaró todas sus palabras. A pesar de su ignorancia, los discípulos estaban unidos al Señor. Pedro le dice: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Tomás quiere ir a Jerusalén para morir allí con él. Jesús les dice: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas”, en contraste con aquellos que se apartaban de él. El Señor les atribuye cinco cosas preciosas para su corazón:

1)        Ellos habían guardado la palabra del Padre.

2)        Habían reconocido que todo lo que les había dado venía del
      Padre.

3)        Habían recibido estas palabras.

4)        Habían reconocido que él había salido de la misma presencia
      del Padre.

5)        Habían creído que el Padre le había enviado.

Poseían, pues, todo lo que Jesús les había traído de parte del Padre, y pronto se darían cabal cuenta de ello y lo disfrutarían por el poder del Espíritu Santo.

Aquellos por quienes Jesús ora

Todo lo que Jesús dice de los discípulos en los versículos precedentes da las razones por las cuales ora por ellos. Son objetos exclusivos de los cuidados del Padre; puesto que el mundo despreció lo que le había traído, el Señor ya no tiene nada que hacer con este y no formula peticiones a su favor. “Yo ruego por ellos” –dice–; “no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos” (v. 9-10). El Señor da a su Padre dos razones por las cuales hace peticiones a favor de los suyos: ellos son del Padre, y el Hijo es glorificado en ellos. El Padre y el Hijo tienen un interés común en que los discípulos sean guardados, porque lo que es del Padre es del Hijo, y lo que es del Hijo es del Padre, motivos que están plenamente de acuerdo con los pensamientos del Padre. Y si los discípulos son guardados, el Señor será glorificado en ellos. El Padre lo hará, porque le interesa la gloria de su Hijo. El Señor iba a dejar este mundo; pero sus discípulos debían reproducir en este los rasgos de su vida perfecta. De ese modo sería glorificado, y el Padre cuidaría de ellos para que eso se realizara.

Es precioso saber que todos somos objetos de los cuidados del Padre, para que glorifiquemos al Hijo mediante una marcha conforme a la suya. El Señor nos deja en este mundo para su gloria. Pensemos en ello y dejémonos formar para ello por la acción de su Palabra. Cristo no puede ser glorificado por nadie más que por aquellos a quienes él ha revelado al Padre; para él es una gloria tener semejantes testigos en este mundo como resultado de su venida. En consecuencia, él espera que su vida sea manifestada ante el mundo, la cual es para ellos el modelo perfecto.

Ya no estoy en el mundo; mas estos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros (v. 11).

El Señor ya no se consideraba en el mundo; él iba a su Padre. ¡Qué momento más feliz para él! Pero dejaba a sus discípulos en este mundo manchado y contrario a Dios, para cumplir en él una obra a continuación de la suya. Ruega a su Padre que los guarde en su nombre, el del Padre que precisamente les había revelado. En Éxodo 23:21 tenemos una expresión semejante. Jehová advierte al pueblo que haga caso de su ángel y que lo escuche, porque, dice: “mi nombre está en él”, el de Jehová, tal como se había manifestado en el Sinaí. En Jesús estaba el nombre de Dios manifestado en gracia para revelarle a él, pero la gracia está unida a la santidad; por lo cual el Señor también dice: “Padre santo”. Como objetos del amor del Padre, ellos debían ser guardados en su santidad, porque su nombre no se puede asociar con la impureza, a fin de que ellos fuesen uno como el Padre era uno con el Hijo en todo lo que este había hecho en la tierra. Entre ellos nunca había habido divergencia de pensamientos en el cumplimiento de este servicio. Como el acuerdo era perfecto, los resultados también lo eran. Hablando de sus ovejas, el Señor dice: “Nadie las arrebatará de mi mano”, “yo y el Padre uno somos”. Esta unidad de acción se ve a lo largo de nuestro evangelio. Si los discípulos fuesen guardados en todo lo que entraña el nombre del Padre, serían mantenidos en esta unidad por el poder del Espíritu Santo que iban a recibir, unidad que no dimanaría de un entendimiento al que hubieran llegado entre ellos, sino de una fuente única y divina que no puede dejar de producir sus efectos. Si una mancha cualquiera, sea doctrinal o moral, existe entre los que trabajan al servicio del Señor, no realizarán esta unidad de pensamiento, de propósito y de acción que caracterizan al Padre y al Hijo. Pablo no continuó su servicio junto a Bernabé porque había divergencia de pensamientos entre ellos (Hechos 15:36-40).

Durante su permanencia con los discípulos, Jesús les había guardado en el Nombre del Padre santo. Si Judas había sido la excepción, lo había sido para que las Escrituras se cumpliesen (v. 12). Ahora el Padre iba a guardarlos él mismo, a ellos tan débiles, tan inconsecuentes en medio de todo lo que podía desviarles de él. Si el amor del Hijo había hecho eso por ellos, el amor del Padre hacia el Hijo y hacia ellos, como hacia nosotros hoy en día, ¿no lo haría también?

El Señor repite lo que dijo en el versículo 11: “Pero ahora voy a ti”. Uno tiene la sensación de que este pensamiento era precioso para su corazón. Había dicho a Felipe: “Tanto tiempo hace que estoy con vosotros”. Ahora este querido Salvador estaba al final de este “tanto tiempo”. Antes de ir a su Padre, dice lo que los discípulos acaban de oír: “Para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos” (v. 13). Deberían comprender, por esta oración sublime, que se encontraban frente al Padre en la misma relación que el Señor, y que el gozo que había experimentado el Hijo, siempre consciente de su unión con el Padre, iba a ser cumplido en ellos.

¡Qué gracia maravillosa, por encima de toda apreciación humana, poder realizar el mismo gozo que era la porción del Señor en la tierra! En el capítulo 15 el gozo de los suyos en obediencia se realizaría permaneciendo en su amor. No puede haber nada más precioso que participar del gozo y del amor del Señor, hombre perfecto que vivió en una comunión ininterrumpida con su Dios y Padre. ¡Ojalá pudiéramos apreciar mejor tales privilegios! Para eso nuestros corazones deben estar desligados de tantas cosas de la tierra que atenúan nuestra felicidad espiritual.

Los discípulos y el mundo

Después de haber hablado de las relaciones de los discípulos con el Padre, Jesús les habla sobre sus relaciones con el mundo. Al recibir la Palabra del Padre ellos habían sido introducidos en un nuevo estado de cosas enteramente distinto del mundo. “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (v. 14). La Palabra, el testimonio que viene del Padre, le revela como tal, cosa desconocida hasta entonces. Los discípulos estaban identificados con Aquel que se las comunicaba. Por una parte, eran objetos del amor del Padre, como el Hijo mismo y, por otra, eran objetos del odio del mundo, como él. Ellos eran del mundo, pero ya no lo son más. Introducidos por el Señor en los mismos privilegios que los suyos, no son más del mundo, al igual que él. Jesús era del cielo y andaba en la tierra absolutamente separado de lo que caracteriza al mundo a los ojos de Dios. Él es para nosotros la medida perfecta de las relaciones que podemos tener con el mundo. Pero, si los suyos ya no son del mundo, no es para abandonarlo a fin de ir inmediatamente al cielo. Es necesario permanecer en la tierra el tiempo dispuesto por Dios, como testigos suyos, y cumplir allí su obra. Jesús dice:

No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad (v. 15-17).

Dejados en este mundo manchado y absolutamente extraño a Dios como Padre, el único medio para ser guardados de todo lo que caracteriza al mundo es la Palabra que les ha colocado en una nueva posición. Ella revela al Padre; ella es la verdad, como toda la Biblia. La verdad obra sobre el corazón y la conciencia de los creyentes para separarlos de todo lo que sea extraño a la relación con el Padre. Alguien dijo que «la verdad expone las verdaderas relaciones de todas las cosas entre sí respecto al centro de todo, que es Dios». Cristo ha sido su verdadera expresión. En este capítulo la verdad es particularmente la Palabra que ha revelado al Padre. Si disfrutamos de nuestra relación con el Padre, seremos guardados del mundo. El mundo está opuesto al Padre. Juan dice también: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:15-16). La mentira y el error caracterizan el mundo al que Satanás gobierna por medio de la codicia.

El Señor nos enseña que, para ser guardado, no es necesario retirarse a un claustro, sino usar la Palabra que pone todas las cosas en su lugar, que alimenta los afectos renovados y que dirige al creyente en medio de un estado de cosas en el que debe vivir, pero del cual ya no forma parte, porque es del cielo. El Señor dice: “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (v. 18-19). El hecho de que los discípulos sean enviados al mundo prueba que no pertenecen al mismo. La verdad en cuanto a Dios Padre había sido presentada en la persona del Hijo y por medio de la palabra que él había anunciado. Ahora Jesús va a la presencia del Padre, glorificado por este; se aparta, se santifica, en lugar de permanecer con sus discípulos. Este apartamiento, en la gloria, llega a ser también un medio de santificación a favor de ellos, porque la posición gloriosa que el Señor ha tomado expresa la verdad. De este modo los discípulos, y hoy en día nosotros, tenemos no solamente la Palabra del Padre como medio de santificación, sino que vemos a Jesús, hombre glorificado, expresión del pensamiento de Dios con respecto al hombre, en el cual resplandece toda la gloria de Dios: amor, luz, santidad, justicia y verdad. Contemplándole así –dice el apóstol Pablo– somos transformados a su imagen de gloria en gloria. Así se cumple la santificación por la verdad, manifestada en Cristo en la gloria, después de haberla expuesto en la tierra por medio de su palabra y de sus obras.

Dios permita que nos percatemos mejor de todo lo que poseemos al pertenecer a este estado de cosas nuevo y celestial, introducido en este mundo por Cristo al revelar al Padre. Ya no somos del mundo, así como Cristo tampoco lo era; pero poseyendo la vida eterna poseemos lo que él tenía en la tierra: la relación con su Padre, su amor, su paz, su gozo y a él mismo como objeto en el cielo, desde donde la irradiación de su gloria sobre sus muy amados reproduce en ellos los caracteres propios de él y les separa prácticamente de lo que es del mundo.

Jesús hace peticiones a favor de todos los que creen

Los discípulos eran, pues, enviados al mundo para anunciar a otros la gracia de la cual eran objetos. El Señor también dirige a su Padre peticiones a favor de quienes creerían por la palabra de ellos:

Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste (v. 21).

El Evangelio será anunciado en todos los lugares, a pueblos diversos, a hombres de diferentes clases sociales; pero, si reciben la Palabra, poseerán la naturaleza divina que da a todos los mismos caracteres. Así que, vengan de donde vinieren y hayan sido lo que hubieren sido, no se distinguirán del resto de la humanidad sino por una sola y misma naturaleza. Todos ellos serán uno, tal como el Padre estaba en el Hijo y el Hijo en el Padre. Poseyendo la naturaleza divina, todos ellos tendrán comunión con el Padre y el Hijo, y los unos con los otros: “Para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo… Tenemos comunión unos con otros” (1 Juan 1:3, 7). Es un hecho, resultado de que uno posee la misma naturaleza que el Padre y el Hijo. El mundo debe percibir esta unidad: “Para que el mundo crea que tú me enviaste”, dice el Señor. El mundo no quiso creer que el Padre había enviado a Jesús, aunque este fue la expresión perfecta y jamás velada de lo que es el Padre. Pero, como resultado de su obra, personas de todas las razas y condiciones poseen la misma naturaleza y manifiestan de esta los mismos caracteres, a saber, los del Padre y del Hijo, lo cual les une entre sí. ¿De dónde proviene este fenómeno? No de un acuerdo previo entre ellos, como tampoco de un cambio de religión. He aquí un chino que se encuentra con un europeo o africano; nunca se habían visto, pero se aman, simpatizan, hablan del Señor, entienden la Palabra de la misma manera; poseen la misma esperanza, porque tienen la misma naturaleza, la del Padre y del Hijo. El mundo, testigo de un hecho tan extraño, debe creer que este es el resultado de la venida del Hijo enviado por el Padre, y de ninguna otra causa.

Pero esta unidad se manifiesta poco, porque la transformación que el creyente debe experimentar por la renovación de su entendimiento a veces es poco aparente y los caracteres naturales, nacionales, etc., fácilmente vuelven a aparecer. Si el corazón se distrae con las cosas visibles, en lugar de tener en común un solo objeto, el cristiano no muestra en su vida más que lo que se puede ver en cualquier hombre. Al no ver manifestarse la vida de Cristo como debería serlo, el mundo no puede, pues, creer que el Padre ha enviado al Hijo. Pero la oración del Señor siempre está delante de su Padre, quien es fiel para responder a ella. Lo hace por la acción del Espíritu y de su Palabra; si la dejamos operar en nosotros, ella destruirá lo que obstaculiza la manifestación de la vida divina, y podremos mostrar al mundo algo de esta unidad de comunión, crea o no en lo que la causa. Se comprende fácilmente el efecto producido sobre el mundo, al principio, por la manifestación de la vida de Jesús, cuando ella se mostraba en todo su frescor bajo la poderosa acción del Espíritu Santo, cuando judíos y gentiles, tan opuestos los unos a los otros, andaban juntos, manifestando los caracteres de la misma vida, con un mismo objeto ante ellos. Está escrito que, al principio, los creyentes eran “de un corazón y un alma”, que “sobrevino temor a toda persona”, que “de los demás, ninguno se atrevía a juntarse con ellos”, y que tenían “favor con todo el pueblo”. Era evidente, entonces, que este testimonio resultaba de la venida de Cristo a la tierra. Era la vida del Padre y del Hijo en los hombres, pertenecientes de allí en adelante al cielo.

La unidad de comunión, de la cual se trata en estos versículos, no es la unidad del cuerpo de Cristo, la que procede de la unión de los creyentes con Cristo –cabeza del cuerpo– por el poder del Espíritu Santo. Es lo que el apóstol Pablo enseñó más tarde. Esta unidad de comunión se encuentra naturalmente en el cuerpo de Cristo, puesto que todos los hijos de Dios son miembros de dicho cuerpo.

Con estos versículos 20-21 se termina la oración del Señor a favor de los suyos que están en la tierra. Luego sigue dirigiéndose a su Padre al hablar de ellos respecto a la gloria.

La unidad en gloria

La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.

Dios, que fue glorificado en la tierra por su Hijo, le ha glorificado como Hijo del Hombre, como lo vimos en el capítulo 13:31. Esta gloria es la que él da a los suyos, la del Hijo del Hombre, ya que por medio de su obra les ha colocado en la misma posición y con los mismos privilegios que él; ellos compartirán su gloria eternamente. Serán uno, como el Padre y el Hijo son uno: “Yo en ellos, y tú en mí”, dice el Señor. Él será visto en ellos y, así como no se puede ver al Hijo sin ver al Padre, el Padre será visto en él. Con esta gloria el mundo verá aparecer al Señor y a los suyos, consumados en uno, en su aparición gloriosa y durante el reinado milenario. Debido a la infidelidad de los creyentes, el mundo no ha querido ni ha podido creer que el Padre haya enviado al Hijo; pero cuando Cristo aparezca en gloria, este hecho maravilloso será visible. El mundo verá a Cristo en los suyos y al Padre en Él. Entonces conocerá que el Padre le había enviado; esta manifestación gloriosa de unidad será el resultado de ello. La Palabra no dice que creerá, pues ya no será tiempo de creer. No se necesita fe para creer lo que se ve. El mundo también conocerá que estos santos, manifestados con la misma gloria que el Señor, han sido amados con el mismo amor que el del Padre hacia el Hijo. Hoy el mundo no puede verle, porque ellos tienen como porción suya las mismas penas, los mismos sufrimientos que todos los humanos. Dios no cambia para ellos las condiciones de existencia en medio de una creación estropeada por el pecado. Pero los creyentes saben que son amados por el Padre tal como él ama a su Hijo, y que los sufrimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria futura que ha de ser revelada. Ellos también saben que Dios hace redundar todas las penas de la vida presente para el bien de ellos. El mundo no lo sabe; desconoce las bendiciones que pertenecen a los hijos de Dios. Pero cuando los vea con la misma gloria que Cristo, comprobará que no había diferencia entre el amor que el Padre tenía por el Hijo y el que tenía por sus rescatados. En aquel momento los resultados de las pruebas también serán manifestados gloriosamente en todos aquellos que las hayan soportado con paciencia.

En esta maravillosa oración hemos visto tres unidades bien caracterizadas. La primera (v. 11) concernía a los discípulos. Se trata de la unidad que existía entre el Padre y el Hijo en toda la actividad de Jesús en la tierra, necesaria para aquellos a quienes el Señor enviaba para anunciar el Evangelio en el mundo a fin de que su servicio fuera fructífero. La segunda unidad (v. 20-21) corresponde a todos cuantos son llevados al conocimiento del Padre por los apóstoles. Esta es la unidad de comunión que dimana de la posesión de la misma vida, la del Padre y la del Hijo; al verla, el mundo debería creer que no podía provenir más que del envío del Hijo por parte del Padre. La tercera, la unidad de gloria, es aquella en la cual serán vistos todos los santos cuando aparezcan con la misma gloria que Cristo. Cuando la vea, el mundo conocerá lo que no ha querido creer, a saber: que el Padre envió al Hijo y que todos los creyentes son amados con el mismo amor con el cual el Hijo es amado por el Padre.

El círculo de estas unidades aumenta en el orden de su enumeración. Primero, los apóstoles; luego, aquellos que creen por su palabra y, por último, todos los creyentes juntos con el Señor, manifestados como los gloriosos resultados de su venida.

Jesús quiere que los suyos vean su gloria

En las tres unidades, de las cuales el Señor ha hablado, se trata de lo que el mundo puede ver. En el versículo 24 se trata de lo que los creyentes verán:

Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo.

Aquí no se trata de la gloria del Hijo del Hombre, la que comparte con los suyos, sino de la que tenía eternamente, como objeto de las delicias de Dios Padre y en la cual entró como Hombre glorificado, después de haberla dejado para venir a cumplir la obra que el Padre le había asignado. Aquella gloria solo se puede ver en el cielo; no pertenece al mundo. El Señor quiere que los suyos la vean; es necesario, pues, estar allí donde es visible.

La gracia de Dios, maravillosa e insondable, es la que nos hace compartir con Cristo la gloria que adquirió al venir a la tierra para glorificar a Dios con una vida de perfecta obediencia. Solo él es digno de ella, solo él hizo lo necesario para merecerla. Pero el amor de Dios no hubiese sido satisfecho si viera a los rescatados por el Hijo en una posición inferior a la suya. También le debía el colocarles en la misma gloria que él, aunque él sea el “primogénito entre muchos hermanos” y haya sido ungido “con óleo de alegría más que a tus compañeros”. Es la pura gracia de Dios que, después de habernos perdonado, quiere darnos esta gloria. Pero seremos felices estando allí donde el Señor está, para contemplarle eternamente con una gloria que solo pertenece a él, que es su porción eterna, de la cual gozaba junto con el amor de su Dios y Padre y la cual abandonó para salvarnos. Al verla comprenderemos el amor infinito que le impulsó a dejar ese lugar. Nos sentiremos felices de contemplar a este adorable Salvador con todas sus glorias, después de haberle visto en el desprecio, en la humillación, en el sufrimiento y en el abandono por parte de Dios. ¡Qué gloriosa perspectiva!

En el versículo 25 el Señor apela a su Padre, diciendo: “Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste”. Cuando Jesús aboga ante su Padre en favor de los suyos, le llama “Padre santo”; pero aquí, en presencia de la incredulidad y del odio del mundo hacia él, apela al carácter justiciero de su Padre, con el cual el mundo tendrá que vérselas. En contraste con el mundo, dice: “Pero yo te he conocido…”. Puede que parezca extraño que el Señor, el Hijo eterno de Dios, le diga: “Yo te he conocido”; porque, ¿acaso no le había conocido desde siempre? El conocimiento aquí mencionado está en relación con la posición de hombre que tomó en la tierra, dependiendo del Padre, viviendo de sus palabras, teniéndole siempre como objeto de su corazón. Como hombre, Jesús conoció a su Padre y siempre obró según ese conocimiento. No dice de sus discípulos que ellos hayan conocido al Padre como él mismo lo ha hecho, pero repite que conocieron que el Padre le había enviado. Todas sus bendiciones dimanaban de este hecho tan querido para su corazón y para el corazón del Padre.

En cuanto al mundo, todo había acabado, pues este había rechazado al Hijo. Según la justicia divina, el Señor sería glorificado y el mundo dejado bajo las consecuencias de haber menospreciado a Aquel a quien el Padre había enviado. El Espíritu Santo iba a descender y convencería al mundo de su espantoso estado, e introduciría a los creyentes en el goce de los resultados de la obra del Señor. La gracia de Dios da la salvación a todo el que cree durante el tiempo de la paciencia de Dios, pero el mundo, como tal, solo puede esperar el juicio divino, cuando el tiempo de la gracia haya transcurrido.

En su fidelidad el Señor había revelado el nombre del Padre a aquellos que le habían recibido, y añade: “Y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (v. 26). Al principio de este capítulo vimos que, desde el cielo donde se halla, el Señor da vida eterna a todos aquellos a quienes el Padre le ha dado. Esta vida consiste en conocer al Padre y al Hijo. A los que la poseen, el Señor les seguirá revelando el nombre del Padre, para que gocen del amor que pertenece a esta relación. Él quiere que este amor, del cual él mismo gozó, esté en ellos y sea su felicidad, mientras esperan el estado glorioso en el cual él será conocido en toda su perfección. ¿Por qué puede ocurrir esto? Porque Dios ve a su Hijo en el creyente. Para que nuestros pensamientos no se centren en nosotros mismos como objetos de este amor, el Señor dice: “Y yo en ellos”. Podemos gozar de todo eso porque Dios ve en nosotros a su Hijo muy amado. Cristo reemplaza al yo en el creyente, a este yo que desapareció para siempre jamás en las profundidades de su muerte.

En esta plática tan sublime con su Padre, la cual el Señor ha tenido a bien presentarnos, vemos qué porción bendita y gloriosa poseemos como fruto de su venida a la tierra. ¡Ojalá meditemos más profundamente este tema para disfrutar más de estas bendiciones y percatarnos mejor de lo que el Señor ha pedido a su Padre para nosotros! Esta oración llega al infinito; no hacemos más que rozar sus bellezas. ¿Acaso puede ser de otra manera cuando se trata del corazón infinito del Hijo de Dios que se abre? Lo que conmueve profundamente nuestros corazones es que nosotros, siendo tan miserables en nosotros mismos por naturaleza, seamos los objetos de semejante plática.