Juan

Juan 14

Capítulo14

“La casa de mi padre”

“No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí” (v. 1). El Señor, viendo a los discípulos turbados por el pensamiento de su partida, que iba a dejarlos en este mundo sin haber establecido su reino glorioso, quiso fortalecerlos en su fe dirigiendo sus corazones hacia él, hacia el lugar adonde él iba a ir. Él sería para ellos un objeto de fe; deberían creer en él sin verle, tal como habían creído en Dios sin haberle visto nunca. Esto fue lo que comprendieron después. El apóstol Pedro dice al hablar del Señor: “A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8). Los discípulos conocieron mejor al Señor y gozaron más de él después de su ascensión al cielo que cuando lo tenían entre ellos.

En vez de hablar del reinado que establecería algún día, Jesús les habló de la casa de su Padre: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (v. 2). ¡Qué bendición, qué honor para hombres tan débiles, tan miserables! En esta casa hay muchas moradas. “Muchas” significa en abundancia, no pocas, hay para todos, en contraste con la casa de Dios en la tierra, donde uno no podía entrar libremente ni permanecer en ella. Jesús quería tener a los suyos consigo en ese lugar bendito que solo él conocía y apreciaba; “la casa de mi Padre” abarca todo lo más íntimo y amado para el corazón del Hijo. Para que ellos ocupen un lugar allí, este debe ser preparado, y ellos deben encontrarse en un estado apropiado para entrar allí. Hasta entonces ningún hombre había podido entrar en el cielo. Por el contrario, el hombre echado del paraíso terrenal después de la caída, aun menos podía entrar en el paraíso celestial. Por la obra de la cruz, el Señor ha hecho aptos a los suyos para estar en la casa de su Padre y, como vimos en el capítulo 13, continuamente hace lo necesario para que disfruten de su comunión allí donde él está, cuando el pecado la ha interrumpido. Pero para que encuentren listo ese lugar, fue necesario que Cristo, como Hombre, entrase en el cielo después de haber pasado por la muerte. Si Dios lo recibía en su gloriosa presencia, el sitio estaba listo para todos los beneficiarios de su muerte, a quienes él había revelado a Dios como Padre. Entonces el Señor vendrá a buscarlos para introducirlos allí. Dice a los discípulos:

Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis (v. 3).

Nada podía regocijar tanto el corazón de los discípulos y el de todos los creyentes como esta maravillosa declaración. Nuestro precioso Salvador hizo todo lo necesario para la felicidad presente y eterna de sus muy amados. Los hace aptos para estar en la presencia de Dios, su Padre; les ha preparado un lugar en la casa de su Padre, y él mismo volverá a buscarlos para introducirlos en las mansiones celestiales. “Vendré otra vez” –dice– “y os tomaré a mí mismo”. No enviará a un ángel para buscarlos. El apóstol Pablo también dice: “El Señor mismo… descenderá del cielo” (1 Tesalonicenses 4:16). La idea de estar separados del Señor inquietaba a los discípulos; helos aquí, ahora, seguros de tener una porción celestial y eterna en la casa del Padre, mucho mejor que el reinado glorioso de Cristo en la tierra, al que sus pensamientos todavía estaban vinculados. ¡Qué gozo debió llenar sus corazones cuando, más tarde, comprendieron todo lo que el Señor les decía entonces!

El camino

Jesús dijo también a los discípulos: “Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino”. Tomás le dijo: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” (v. 4-5). Los discípulos no habían entendido que Jesús era la revelación de Dios como Padre, principal tema de este evangelio; por eso no comprendieron lo que es la casa del Padre, donde Jesús iba a prepararles un lugar y desde donde volverá para llevarles consigo. Jesús les respondió:

Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto (v. 6-7).

El Señor no dice que él es el camino para ir al cielo, por verdadero que sea este hecho, sino para ir al Padre. Por supuesto, él ha hecho todo para que aquellos a quienes él revela a Dios como Padre puedan ir al cielo. Nadie, hasta Cristo, había revelado a Dios como Padre; ni la creación, ni la ley, ni los profetas. Solo “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre”, lo hizo, y eso cuando Dios ya no tenía nada que esperar del hombre. La respuesta a la negativa de recibir a Jesús –Palabra, vida y luz– es maravillosa: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (léase cap. 1:10-20). Al recibir a Jesús se llega al Padre, del cual él es la revelación. De modo que Jesús es el único camino. También es la verdad, el que saca todas las cosas a la luz, tal como ellas son a los ojos de Dios. Por Jesús sabemos lo que es el bien, el mal, el hombre, el mundo, Dios mismo y, por consiguiente, Dios como Padre. Él es la vida, necesaria para disfrutar de todo lo que nos reveló, porque por nuestra vida natural somos incapaces de hacerlo. Por eso Jesús dice: “Nadie viene al Padre, sino por mí”. Yendo al Padre, uno posee la vida eterna y, por consiguiente, el cielo, dominio de esta vida; se conoce la casa del Padre. Uno se imagina fácilmente la casa de una persona que conoce íntimamente, que ama, aunque nunca la haya visto en su casa. El Señor, quien disfrutaba de todo lo que el Padre era para él, lo ha revelado plenamente; dice: “Porque las palabras que tú me diste, les he dado” (cap. 17:8). Comprendemos, pues, un poco lo que Jesús expresa cuando habla de la casa de su Padre, y la felicidad que significa para nosotros tener un sitio en la casa de semejante Padre, el Padre del Señor Jesús. Por eso el Señor puede decir: “Y desde ahora le conocéis, y le habéis visto” (v. 7).

“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”

La declaración del versículo 7 suscita una nueva dificultad para los discípulos. Felipe le dice: “Señor, muéstranos el Padre, y nos basta” (v. 8). Precisamente era lo que tendrían que ver en Jesús; pero no le habían conocido tal como este evangelio lo presenta. Jesús respondió: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?” (v. 9). El ministerio del Señor había terminado, y todo este tiempo no había bastado a los discípulos para conocer que él estaba en el Padre y que el Padre estaba en él. Jesús, persona divina distinta del Padre, aunque también era Hombre en la tierra, estaba en su Padre; lo que él manifestaba durante su vida, en palabras u obras, era el Padre. Por eso dice: “Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras” (v. 10-11). Jesús no hablaba como Ser independiente de su Padre, ni por cuenta propia; había una perfecta unidad: “Yo y el Padre uno somos” (cap. 10:30); al verle a él, se veía al Padre. Había tomado forma humana para que una cosa tan maravillosa pudiera cumplirse, porque: “ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27). El evangelio según Juan nos presenta muy especialmente esta revelación. Si las palabras del Señor no bastaban para los discípulos, testigos de sus obras, tendrían que haberle creído merced a lo que veían.

Algo maravilloso iba a ocurrir como consecuencia de la venida de Jesús a la tierra, como prueba de lo que había sido. Cuando Jesús fuera glorificado, el que creyera en él haría estas obras que probaban que el Padre estaba en él y él en el Padre, y haría obras aun mayores, porque al creer poseería la misma vida y el poder del Espíritu Santo.

De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre (v. 12).

Al ir al Padre, el Señor recibiría el Espíritu Santo, al que enviaría –como dice luego– para que estuviera con los creyentes. Gracias a la victoria que el Señor obtuvo sobre el poder de Satanás, el Espíritu Santo podría cumplir libremente, por medio de los creyentes, obras del mismo origen que las que Jesús hacía en la tierra. Por eso harían mayores obras, tal como se ve en los Hechos de los apóstoles. Una sola predicación de Pedro produjo la conversión de tres mil personas. En el nombre de Jesús los apóstoles disponían de su poder, y el Padre era glorificado en el Hijo por medio de los discípulos; porque Jesús les dice: “Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (v. 13-14). Así como había sido glorificado por todo lo que Jesús había cumplido en la tierra, el Padre lo sería ahora en el Hijo, quien proveería todo lo que los discípulos necesitasen para continuar obrando como el Señor, salvo la obra de la cruz, lo cual cae por su propio peso, puesto que era en virtud de esta obra que ellos mismos cumplirían las suyas.

Pero, si bien los discípulos pueden disponer del mismo poder que el Señor, esto ocurre merced a una completa dependencia suya, tal como él había dependido de su Padre. Ellos recibirán todo cuanto pidan al Padre en el nombre del Hijo, y él lo hará para que su Padre sea glorificado. La oración dirigida a Dios en el nombre de su Hijo tiene como fin su gloria; si lo hacemos así, podemos pedir lo que queramos. Esto excluye toda petición formulada por el “yo”. Si somos movidos por los pensamientos del Hijo respecto a su Padre, podemos contar con una respuesta positiva a nuestras oraciones, porque solo pediremos cosas que nos podrán ser concedidas.

El Consolador

El Señor no podía conducir a sus discípulos más adelante en el conocimiento de la nueva posición en la cual los introduciría en virtud de su muerte, es decir, en una posición celestial con él, en contraste con la posición terrenal, aunque gloriosa, en donde habrían compartido su gloria si él hubiese sido recibido como rey. Les prometió el Consolador, el Espíritu Santo, para que estuviera con ellos y les revelara todas las maravillosas consecuencias de su obra a favor de ellos, para que les hablara de su persona, les mostrara su nueva posición y los condujera a través de este mundo, hasta el día glorioso en que lleguen a la casa del Padre.

La tristeza de los discípulos, ocasionada por la partida de Jesús, se debe a su amor por él; pero él les dice: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (v. 15); es el verdadero medio de mostrarle su amor en lugar de entristecerse debido a su partida, lo cual también vale para nosotros. Sin embargo, el Señor, sensible a su dolor, les dice:

Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros (v. 16-17).

Mientras los discípulos estén en la tierra, y aun en el cielo eternamente, este Consolador no los abandonará, y los consolará ocupándolos en la persona de Jesús. Será el poder por el cual ellos cumplirán su servicio y testificarán acerca del Señor. No vendrá para el mundo; el mundo, que se regocija con motivo de la partida de Jesús, no precisa de consolación alguna.

El Hijo de Dios, segunda persona de la Trinidad, cumplió en este mundo toda la obra que el Padre le había dado para hacer. El mundo lo rechazó; sin embargo, algunos le recibieron. Solamente para estos vendría el Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad, no propiamente para reemplazar al Señor, sino para hacer valer todo lo que él es para los suyos y todos los resultados de su obra, de tal manera que los discípulos le conocieron mejor después de su partida que cuando él estaba con ellos en la tierra. ¡Qué motivo de aliento para ellos y para los creyentes de todos los tiempos! Desde su venida hasta hoy, el Espíritu Santo está en la tierra. Actualmente hemos llegado al final del tiempo de la ausencia del Señor, pero, a pesar de todo el desorden que reina en la cristiandad, el Espíritu Santo, el Consolador, desempeña fielmente su servicio a favor de todos los que confían en el Señor. Él permanece con los creyentes; estos le conocen. El mundo no le conoce y ni siquiera cree que exista. El Consolador mora en el creyente, sello por el cual Dios lo reconoce como hijo suyo, unción que le hace apto para conocer las cosas de Dios. También es las arras de la herencia, y más todavía. No podemos enumerar aquí todo lo que él es y todo lo que cumple, pero veremos algo más sobre ello en los capítulos siguientes.

Jesús añade: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (v. 18). Los discípulos no serían como niños abandonados, privados de los cuidados paternales. Por la acción del Espíritu, el Señor vendría a ellos. En cuanto al mundo, todo iba a terminar: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (v. 19). Los creyentes ven al Señor de un modo más provechoso que cuando él estaba corporalmente en la tierra. Individualmente, y reunidos en su nombre, disfrutamos de su presencia y podemos decir, como los discípulos en la tarde de su resurrección: “Hemos visto al Señor”. No solamente tenemos este privilegio, sino que nuestra vida está ligada a la suya por el tiempo y por la eternidad. Aquí en la tierra vivimos de su vida, y de esta vida viviremos en el cielo cuando seamos hechos semejantes a él; tal es el alcance de la expresión: “vosotros también viviréis”. Además, el Señor dice: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (v. 20). Ellos conocerían que, como Jesús estaba en el Padre aquí en la tierra (v. 10), así lo estaría en el cielo. Además (cosa que no podía ocurrir mientras Jesús estaba entre ellos) estarían en él en el cielo, y él en ellos en la tierra, para ser de por vida la manifestación de Jesús ante el mundo. “Vosotros en mí”, ante el Padre, y “yo en vosotros”, ante el mundo. Realizarían eso por el poder del Espíritu Santo. Se trata de la posición individual del creyente, posición maravillosa que el mundo no puede comprender, y de cuya belleza y valor poco nos damos cuenta. Si disfrutásemos más de ella, manifestaríamos con más fidelidad que Cristo está en nosotros; entonces él sería visto por el mundo. Los discípulos en Antioquía lo realizaban, puesto que allí fueron llamados con el nombre de Cristo por primera vez: cristianos (Hechos 11:26). ¡Ojalá nuestro caminar sea digno del nombre que llevamos! El nombre expresa el carácter del individuo.

Amar es obedecer

Según el versículo 15, los discípulos debían mostrar su amor hacia el Señor guardando sus mandamientos; entonces el Señor rogaría al Padre para que les enviara otro Consolador. En los versículos 21-23, el Señor presenta otras consecuencias del amor hacia él:

El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él.

Uno solo puede manifestar su amor hacia el Señor obedeciendo sus mandamientos. ¿Por qué emplear bellas expresiones para testimoniar nuestro amor hacia él, si andamos contrariamente a sus pensamientos, dejándonos dirigir por nuestra propia voluntad? ¿Qué pensaríamos de un niño que siempre desobedece a sus padres, y al mismo tiempo dice amarlos mucho? Los mandamientos del Señor se expresan enteramente por su propia vida, por todo lo que él dijo o hizo. Él sirve de modelo para los que, por la fe, le poseen como su vida. Para ellos toda la vida del Señor, sus hechos y sus palabras tienen autoridad. No se nos ocurriría tomar la ley de Moisés para dirigir a quien conoce a Cristo como su vida y su modelo. Esta ley servía al hombre para obtener la vida, si ello hubiera sido posible, pero como la ley era santa, justa y buena (Romanos 7:12), nadie pudo cumplirla. Por eso Dios da al creyente la vida que está en su Hijo, la cual se manifestó perfectamente en él, cual hombre en esta tierra. Lo que Jesús fue en la tierra reemplaza, pues, los mandamientos de la ley, los supera y sirve de autoridad para el cristiano.

El amor hacia el Señor es el móvil de toda acción del creyente. Este es alimentado por el conocimiento de su persona, de su marcha, de su abnegación y de sus sufrimientos hasta la muerte. Si el creyente n o se ocupa del Señor, si no vive de él, tampoco puede andar en sus pisadas. Al gozar del amor del Señor, guardaremos sus mandamientos, y el mismo apóstol dice que estos no son gravosos (1 Juan 5:3). El Padre, para quien su Hijo tiene un precio infinito, amará a aquel de los suyos que muestre su amor por él guardando sus mandamientos. Aquí no se trata del amor de Dios para con el pecador, sino del amor especial del Padre hacia uno de sus hijos que ama a su Hijo. Luego el Hijo, sensible al amor que le manifiesta uno de los suyos, le amará también con un amor particular, se manifestará a él y le hará conocer íntimamente las glorias de su persona, ventaja maravillosa para los discípulos afligidos por su partida. En adelante saben cómo su Señor se manifestará a ellos. ¡Ojalá todos nosotros pudiéramos disfrutar de tan bendita porción! En ese instante los discípulos no comprendieron el sentido de las palabras del Señor. Judas (no el Iscariote que traicionó al Señor), quien todavía pensaba en una manifestación pública y gloriosa de Jesús como rey, le dijo: “¿Cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo?” (v. 22). No comprendía que se trataba de una manifestación espiritual de su persona al alma del discípulo obediente. La gran bendición del creyente consiste en conocer cada vez mejor la persona del Señor; este conocimiento solo puede realizarse en una vida de obediencia. En su respuesta a Judas, el Señor no explica de qué clase de manifestación se trata; esto lo haría más tarde el Espíritu Santo. Pero menciona una bendición todavía más íntima para aquel que no solamente guarde sus mandamientos, sino su Palabra. “Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió” (v. 23-24). La Palabra del Señor tiene algo más íntimo que sus mandamientos; solo la entiende, en su proximidad, aquel a quien el Señor se manifiesta. Ella le dirigirá en su marcha, mientras que otra persona no verá en ella dirección alguna. Consecuentemente, el que la guarde disfrutará en mayor medida el amor y la comunión del Padre y del Hijo. El corazón estará lleno de la presencia del Padre y del Hijo, y en esta morada ya no habrá lugar para otra persona. ¡Qué estado más feliz y envidiable! Es el cielo en la tierra, porque mientras el creyente espera el momento de estar en las moradas de la casa del Padre, tiene la dicha de ser la morada del Padre y del Hijo.

Jesús recuerda una vez más a los discípulos el origen de todo lo que ellos han oído de él; es el Padre quien ha hablado por medio de él. La palabra del Hijo es la del Padre que le envió.

Otras ventajas de la partida de Jesús

El Señor ya no podía enseñar más tiempo a sus discípulos. El Espíritu Santo vendría y les diría lo que ellos no eran capaces de comprender entonces. “Os he dicho estas cosas estando con vosotros. Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (v. 25-26). El Espíritu Santo haría valer todas estas palabras de Jesús, tan incomprensibles para los discípulos cuando las oían. Se volverían claras a sus ojos, que entonces estaban velados. Esto se ve muy particularmente en las epístolas de Pedro, impregnadas de lo que él oyó y vio del Señor. Si se compara su relato de la transfiguración en su segunda epístola (cap. 1:16-18), con lo que dice en Lucas 9:33, vemos qué luz había traído el Espíritu Santo a su alma respecto a este maravilloso tema. También fue el Espíritu Santo quien inspiró a los autores de los cuatro evangelios, tanto lo que debían escribir como la manera en que cada uno debía relatar los hechos que presenciaron. No fueron dejados al cuidado de sus recuerdos, como a veces se oye decir. El Espíritu Santo los inspiraba y les recordaba las cosas que Jesús había dicho y hecho.

En nuestro pasaje, el Padre envía el Espíritu en el nombre del Hijo. Notemos una vez más la unidad que existe entre el Padre y el Hijo al enviar el Espíritu Santo. En el versículo 16, el Hijo ruega al Padre que envíe al Espíritu Santo; el Padre le contesta enviándolo en su nombre. En el capítulo 15:26, es el Hijo quien envía al Espíritu Santo desde la presencia del Padre, para comunicarlo a aquellos a quienes ha rescatado, por cuanto el Hijo lo recibió siendo Hombre glorificado (Hechos 2:33; Salmo 68:18). Esto nos hace comprender la importancia del envío del Espíritu Santo y el privilegio que posee el cristiano, ya que sigue estando en la tierra, activo para con todo aquel que se someta a la Palabra por la cual obra a pesar de la ruina actual de la Iglesia profesante.

El Señor dice además:

La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo (v. 27).

Esta es otra ventaja de la cual los discípulos no habían disfrutado mientras Jesús estaba con ellos: la perfecta paz en cuanto a su culpabilidad, al estar saldada en la cruz toda la cuestión de los pecados para los que creen. La segunda paz es aquella en la cual el Señor mismo ha vivido siempre, su paz; al disfrutar de la primera, los discípulos estaban capacitados para disfrutar de aquella que había pertenecido a Jesús solo con su Dios. Nada había podido turbarla, ni la oposición de Satanás y del mundo, ni ningún sufrimiento o cualquier otra circunstancia; nada se había interpuesto entre él y Dios en su carrera de Hombre perfecto. Esta paz, en adelante porción de los discípulos y de todos los creyentes, ha sido dejada por el Señor a disposición de cada cual. En efecto, los discípulos no podían estar turbados, ni temerosos, si conocían estas dos clases de paz. Jesús no da como el mundo, que si da algo, ya no lo posee más. Al darles su paz, Jesús sigue teniéndola, y todos pueden disfrutar de ella. El común disfrute de las cosas que Dios da no hace más que incrementar su valor en vez de disminuir la porción de cada uno. En lo concerniente a los bienes terrenales, por el contrario, cuanto más numerosos son los que han de compartirlos, menos le corresponde a cada uno.

Jesús aún les dice algo más para quitar de su corazón el temor y la turbación: “Habéis oído que yo os he dicho: Voy, y vengo a vosotros. Si me amarais, os habríais regocijado, porque he dicho que voy al Padre; porque el Padre mayor es que yo” (v. 28). Los discípulos, animados por el pensamiento de que volverían a ver a Jesús, tendrían que haberse regocijado al saber que iba a entrar en la gloria que había dejado para venir a este mundo donde no había encontrado un lugar para reposar la cabeza. Tendrían que amarlo bastante como para gozar de su felicidad. Él se iba al Padre; en esto expresaba un gozo que los discípulos poco sabían apreciar, puesto que habían conocido muy poco al Padre revelado por Jesús. Él había dicho a los suyos todo lo que podía asegurarles que su partida no les era desventajosa. Si hubiesen pensado menos en ellos mismos y más en el Señor, amándole como tendrían que haberlo hecho, habrían encontrado verdadero consuelo en el hecho de que se fuera a su Padre. Nosotros también podemos hallar un consuelo parecido cuando uno de nuestros seres queridos nos deja para irse junto al Señor. Al tiempo que sentimos el dolor de la separación, tenemos un verdadero consuelo sabiendo cuál es su felicidad: estar con el Señor al abrigo de todo sufrimiento.

“Y ahora os lo he dicho antes que suceda, para que cuando suceda, creáis” (v. 29). Jesús habló así de todo lo que los discípulos debían saber, para que creyesen al ver suceder las cosas tal como él lo había dicho, pues encontrarían muchas cosas difíciles en su camino. Pero su fe en las palabras del Señor les sostendría para ayudarles a sobrellevar todas las dificultades.

Jesús les dice además: “No hablaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago. Levantaos, vamos de aquí” (v. 30-31). El Señor y sus discípulos se encontraban todavía en el lugar donde Judas los había dejado. La hora de la cruz se acercaba; aún algunas charlas en el camino que conducía a Getsemaní –las que terminaron con la sublime oración del capítulo 17– y el servicio del Señor en medio de los suyos estaría cumplido; por eso les dice: “No hablaré ya mucho con vosotros”. Cede, por así decirlo, el lugar a Satanás, quien va a aparecer a la cabeza del mundo, del cual es llamado el príncipe, con vistas a lograr una victoria definitiva sobre el Señor. Hasta entonces los hombres, bajo la influencia del adversario, siempre habían resistido a los medios con los cuales Dios se había ocupado de ellos desde la entrada del pecado en el mundo. Por otra parte, sabiendo que la simiente de la mujer debía quebrarle la cabeza, esto es, quitarle su poder, Satanás en muchas ocasiones procuró impedir su entrada en el mundo. Su último esfuerzo con este fin fue la matanza de los niños de Belén; de esta manera creía alcanzar a Jesús. Fracasó, pero no por eso depuso las armas; debía combatir hasta su misma ruina.

Por su vida perfecta, toda ella amor y luz, Jesús se atrajo el odio de todas las clases sociales, bajo la influencia diabólica de aquel a quien da el título de “príncipe de este mundo”. Cuando concluye su ministerio, los jefes religiosos, el pueblo, Herodes, Poncio Pilato y los soldados romanos se reúnen todos bajo la dirección de Satanás para quitar de la tierra al Hombre perfecto, el Hijo de Dios. Pero tan solo están reunidos para asistir a la completa derrota de su jefe, por la razón que da el Señor en el versículo 30: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí”. Hombre perfecto, descendido del cielo para cumplir la voluntad de Dios, anduvo en medio de la impureza de este mundo sin ser alcanzado nunca por ella; sufrió todos los ataques del enemigo y el odio de los hombres; llegó al término de su carrera con absoluta perfección, tan apto para volver a entrar en el cielo como cuando lo dejó, sin necesidad alguna de pasar por la muerte. Pero quiso pasar por ella a causa de su amor hacia su Padre, no por necesidad personal. La muerte es la consecuencia del pecado, y no hubo pecado en Jesús. Si pasó por ella, fue para tomar el lugar de los culpables, cuyo castigo quiso llevar; pero salió victorioso, después de haber sufrido todo el horror de la muerte, porque al no haber cometido pecado, esta no tenía ningún poder sobre su santa persona. Fue “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15).

El mundo debía saber (v. 31) que Jesús iba a pasar por la muerte ignominiosa de la cruz por amor a su Padre, y no como malhechor o como los hombres que mueren porque han pecado. Fue a ella por obediencia; “como el Padre me mandó”, para hacer posible el cumplimiento de los consejos de Dios. ¿Acaso no había dicho: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar”? (cap. 10:17).

Este amado Salvador ya había cumplido todo lo que tenía que hacer hasta la muerte. Por eso pudo decir: “Vamos de aquí”. Realizaba aquí lo dicho de él en la figura del siervo hebreo: “Amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre” (Éxodo 21:5). Cuando su alma estaba turbada en presencia de la hora de la muerte, dijo a su Padre: “Para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (cap. 12:27-28).