Juan

Juan 13

Capítulo 13

El lavado de los pies

El servicio del Señor entre los judíos había terminado; había cumplido a la perfección todo lo que debía hacerse para llevarles a creer en él. A partir de ese momento pensaría en los que habían creído; solo de ellos se ocuparía hasta la hora de su muerte, además de la gloria en la que iba a entrar.

Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (v. 1).

¡Preciosa declaración! El amor de Jesús, rechazado por el mundo, permanecía activo en favor de los que le habían recibido. Los amó hasta el fin: hasta el fin de su estancia sobre la tierra, y hasta el fin del tiempo durante el cual ellos tendrían necesidad de sus cuidados sobre la tierra, esto es, hasta su retorno, porque sabía en qué mundo manchado los iba a dejar. Por eso les presenta, en los capítulos 13 a 17, los recursos y las palabras de aliento necesarios durante su ausencia.

Jesús estaba a la mesa con sus discípulos, para la cena de la pascua, ocasión en la cual instituyó la cena cristiana, hecho que no se nos relata en este evangelio. Judas Iscariote estaba presente, y Satanás ya había puesto en su corazón el pensamiento inicuo de entregar a su Maestro. El Señor lo sabía y su corazón sufría por este motivo. También sabía que su Padre le “había entregado todas las cosas en sus manos, y que había venido de Dios, y estaba para ir a Dios” (v. 3, V. M.).

Pero ni el dolor que le causaba la traición de Judas, ni el conocimiento del poder que el Padre le confiaba, ni la perspectiva de la gloria en la cual iba a entrar, apartaban sus pensamientos de los discípulos que iba a dejar. A punto de dejarlos, deseaba que disfrutaran de la porción que tendrían juntamente con él en la nueva posición en la que les colocaría cuando subiera al cielo. Él sabía lo que los privaría de este disfrute: el pecado, que se vincula no con la posición del creyente, pues esta resulta de la obra de Cristo en la cruz, sino con su marcha a través de un mundo manchado. Cuando estemos en la gloria, semejantes al Señor, nos encontraremos allí en una perfección absoluta, pisando la calle de la ciudad de oro puro, transparente (Apocalipsis 21:21), al abrigo de toda mancha. Pero los discípulos aún no estaban allí, como tampoco lo estamos nosotros. Mientras tanto el Señor, quien murió a fin de obtener para nosotros un lugar y una porción con él en el cielo, actualmente se ocupa de nosotros, para que gocemos de este favor maravilloso, de esta comunión que perdemos cada vez que pecamos. Este precioso servicio es simbolizado por el lavado de los pies. Jesús “se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido” (v. 4-5). Al levantarse y poner de lado su vestidura, Jesús dejó, figuradamente, la posición que había tomado en esta tierra en medio de los discípulos. Ya no podía permanecer más tiempo con ellos; la obra que debía realizar en este mundo iba a cumplirse. Se marchaba para ir al Padre; pero allí, aunque está en el cielo, guarda la posición de siervo que tomó aquí en la tierra, e incluso la del más humilde servidor, la cual no abandonará. Cuando todos los suyos estén en el cielo, su servicio de amor proseguirá, pues les hará gozar de todo lo que obtuvo para ellos por medio de su muerte (Lucas 12:37).

En Oriente, cuando un viajero llega con los pies cubiertos del polvo del camino, un esclavo se los lava antes de que entre en la casa. Antiguamente también, si uno recibía a un invitado distinguido, el mismo dueño de casa cumplía este oficio y se rebajaba hasta los pies sucios del viajero. El Señor se sirvió de esta costumbre, muy conocida en aquel entonces, para mostrar a sus discípulos lo que él, “el Señor y el Maestro” (v. 14), haría para que ellos pudieran entrar en el lugar donde podrán gozar de su comunión en la presencia de Dios. El agua vertida en un lebrillo representa la Palabra de Dios, la cual aplica la muerte al viejo hombre y a los frutos que este produce. Porque nada de esta naturaleza subsiste ante Dios. Por eso Cristo tuvo que morir. De su costado traspasado salió sangre y agua. La sangre expía los pecados y el agua purifica de todo lo que es el hombre natural; la Palabra de Dios no deja subsistir nada de ello. Por eso, cuando se produce una mancha, fruto de nuestra mala naturaleza, es necesario aplicar la Palabra al corazón y a la conciencia para juzgar este pecado y ser plenamente purificado de él. Tal es el servicio que el Señor cumple desde el cielo, donde se encuentra. Hace valer su Palabra, por el poder del Espíritu Santo, para que juzguemos el mal y lo confesemos, a fin de que seamos purificados de él.

Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad
(1 Juan 1:9).

Cuando Jesús iba a lavar los pies a Pedro, este le dijo: “Señor, ¿tú me lavas los pies? Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (v. 6-8). Por deferencia hacia su Señor, Pedro se opuso al cumplimiento de un servicio humillante cuyo significado aún no comprendía, pero no tardó en conocer la necesidad del mismo; fue el primero en experimentarla. Si el Señor no se hubiese ocupado de él, ¿qué habría sucedido después de la horrible mancha de su reniego? Ya una mirada del Señor en el patio del sumo sacerdote (Lucas 22:61-62) hizo brotar el llanto de Pedro ante el sentimiento de su culpa y le impidió sumergirse en la desesperación, como lo hizo Judas. Luego Jesús se le apareció antes que a los demás, el día de su resurrección (Lucas 24:34), y por fin tuvo lugar la plena restauración por medio de la conversación relatada en el capítulo 21 de nuestro evangelio. Entonces Pedro entendió lo que Jesús le había querido enseñar con el lavamiento de los pies.

Pedro se opuso otra vez al decir a Jesús: “No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (v. 8). Al ver que no podía impedir que el Señor cumpliera su oficio, Pedro le dijo: “Señor, no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo: El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos. Porque sabía quién le iba a entregar; por eso dijo: No estáis limpios todos” (v. 9-11). En el capítulo 15, versículo 3, Jesús también les dice: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”. La fe en la Palabra del Señor, recibida por los discípulos, los colocaba en el mismo estado de limpieza que la fe en su obra cumplida. Así, Pedro estaba limpio. Su objeción dio al Señor la ocasión de definir la calidad o la posición de aquellos por quienes él se interesa. Están limpios en virtud de su obra. Solo se ensucian los pies. Como han sido purificados por la sangre de Cristo en la cruz, son el objeto de sus cuidados. Los que no han sido lavados de sus pecados por medio de la fe en la sangre de Cristo, están completamente manchados; sería inútil lavarles los pies; ellos precisan del Evangelio que les enseña lo que el Señor ha hecho para salvar al pecador y hacerle apto para la presencia de Dios. El Señor no lava, pues, los pies de los inconversos; a estos les presenta la salvación para que sean enteramente lavados de todos sus pecados. Judas no estaba limpio, porque su conciencia nunca había sido alcanzada por la Palabra que se había acostumbrado a oír; esta no había producido ningún efecto sobre él.

Bajo la ley también tenemos en figura lo que el Señor enseña por medio del lavado de los pies y lo que dice a Pedro en el versículo 10. Cuando se consagraba a los sacerdotes, se les lavaba enteramente (Éxodo 29:4; Levítico 8:6). Su consagración corresponde a la aplicación de la obra de la cruz al creyente, en virtud de la cual es purificado de sus pecados una vez para siempre. Cuando los sacerdotes reanudaban su servicio, no tenían necesidad de volver a ser lavados totalmente, pero tampoco podían entrar en el tabernáculo sin lavarse las manos y los pies en la fuente de bronce (Éxodo 30:17-21). Así, el creyente que ha pecado no necesita recurrir nuevamente al sacrificio de Cristo; debe dejar obrar sobre su conciencia el agua de la Palabra que el Señor le aplica para que juzgue su falta y las causas de ella, tal como ocurrió en el caso de Pedro en el capítulo 21.

El Señor, en su amor infinito, no soporta ver a los suyos privados del gozo y de las bendiciones que él obtuvo para ellos a tan gran precio; quiere que su comunión con él no permanezca interrumpida cuando han pecado. Es importante, pues, permitir que esta Palabra obre en nosotros para restaurarnos cada vez que lo precisamos, y de modo permanente para impedir que caigamos.

Se da un ejemplo

Después de haber mostrado a los discípulos lo que él haría a favor de ellos desde el cielo donde iba a entrar, el Señor vuelve a sentarse a la mesa con ellos y los exhorta a cumplir este servicio los unos para con los otros. Les dice: “¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (v. 12-15). Si se posee la misma vida que el Señor, es posible estar animado por el mismo amor que él; los creyentes deben manifestar un interés recíproco cuyo modelo está en Jesús. Todos deben tratar de restaurar a sus hermanos, manchados por cualquier falta, para que gocen nuevamente de la comunión perdida. Con este propósito se servirán de la Palabra, para producir en el culpable la convicción de su pecado y conducirle a confesarlo a Dios. Si es una ofensa personal, la confesará también a aquel contra el cual cometió la falta. Entonces la restauración puede tener lugar por conducto de la Palabra, la que, después de haber mostrado el horror del mal y haberlo juzgado, también muestra que del lado de Dios nada ha cambiado; su amor siempre es el mismo; eso toca el corazón y produce un verdadero arrepentimiento y una plena restauración. Todo está, no solamente lavado, sino secado, como el Señor lo hizo con la toalla con la que estaba ceñido; ya no queda ninguna traza de impureza.

De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis (v. 16-17).

En efecto, si él, el Señor y Maestro, consciente de toda su gloria –pero siempre la expresión del amor divino– se humilló hasta el punto de preocuparse por sus muy amados, culpables de haberse manchado con el pecado, nosotros, sus felices esclavos, ¿permaneceríamos indiferentes en presencia de las faltas de unos y otros, sin ayudarnos mutuamente a recuperar la comunión perdida? ¿No debemos ir a los pies de nuestros hermanos o hermanas, considerándoles en la alta posición que el Señor los colocó por medio de su obra en la cruz, estimándolos superiores a nosotros mismos al verles como Dios les ve?

El amor de Dios no consiste en hablar solo cosas agradables, pues él se regocija con la verdad. Hay verdades –penosas de oír– que uno tiene la obligación de decir para actuar con verdad en procura del bien ajeno. Pero el amor lo soporta todo para obtener el bien de su hermano; trabaja para el bien de todos al eclipsarse uno mismo. Sabemos eso, pero el Señor no dice: «Bienaventurados si sabéis estas cosas», sino: “Bienaventurados seréis si las hiciereis”. Para cumplirlas es necesario disfrutar personalmente del gran amor del Señor y pensar que somos continuamente objetos de su gracia y misericordia. Si sentimos nuestra debilidad, recordando cuántas veces hemos caído, nos llenaremos de consideraciones para con nuestros hermanos. Si sabemos que uno de ellos ha fallado, iremos a él directamente, temiendo que su mal sea conocido por otros, en lugar de divulgarlo sin vergüenza, como sucede tan a menudo. Nos acordaremos de que “el amor cubrirá multitud de pecados”.

Jesús sentía dolor en su corazón al saber que Judas lo iba a entregar. Y haciendo referencia al Salmo 41:9, dijo: “No hablo de todos vosotros; yo sé a quienes he elegido; mas para que se cumpla la Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar.  Desde ahora os lo digo antes que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy” (v. 18-19). Jesús había escogido a Judas como a los demás discípulos (cap. 6:70); su corazón sufría por eso; pero era necesario que las Escrituras se cumpliesen. Él previno a los discípulos para que, al verle traicionado por Judas, no dudasen de que Jesús era realmente Aquel que ellos habían creído que era, sino que reconociesen que todo sucedía tal como las Escrituras lo habían anunciado. Jesús añade: “De cierto, de cierto os digo: El que recibe al que yo enviare, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió” (v. 20). Los que habían recibido a Judas habrían podido tener remordimientos por este hecho; pero, al recibirle como enviado de Jesús, se le había recibido a Él mismo, y al recibir a Jesús, se recibía al Padre que lo había enviado. Uno puede ser engañado al recibir a alguien que viene en el nombre del Señor; pero lo que se hace para Él nunca se hace en vano. Lo que hacemos para nosotros mismos, para nuestra satisfacción personal, o con motivos carnales, no tiene valor. Es una gracia enorme poder recibir al Señor y a Dios mismo al recibir a quienes él envía.

Judas es denunciado

“Habiendo dicho Jesús esto, se conmovió en espíritu, y declaró y dijo: De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar” (v. 21). Lo que pesaba particularmente sobre el corazón del Señor era que iba a ser entregado por uno de sus discípulos, “uno de vosotros”, dice él. En el Salmo 55:12-14 leemos: “Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; ni se alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; sino tú, hombre, al parecer íntimo mío, mi guía, y mi familiar; que juntos comunicábamos dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios”. ¡Qué sufrimientos experimentó el Señor en este mundo! Ya vimos, en el capítulo precedente, su alma turbada en presencia de la muerte. Aquí su espíritu se conmueve con el pensamiento de que uno de los suyos le entregaría. Desde el principio sabía que Judas llevaría a cabo este acto; sin embargo, no había hecho ninguna diferencia entre él y los demás discípulos; le había prodigado los mismos cuidados, le había manifestado la misma bondad, la misma confianza, puesto que le había confiado la bolsa. Pero la palabra de Jesús no había alcanzado ni su corazón ni su conciencia.

Al oír que uno de ellos entregaría a Jesús, “los discípulos se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba” (v. 22). Jesús no designa adrede al traidor; quiere ejercitar la conciencia de cada uno de los discípulos. Todos poseían una naturaleza capaz de cometer semejante acto, y cada uno de nosotros también, queridos lectores. Pero existe un medio para que ella no manifieste lo que es: la acción de la Palabra de Dios sobre el corazón y la conciencia. Nos hace llevar constantemente sobre nosotros el juicio que Dios declara en ella:

Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón
(Jeremías 17:9-10).

Por su Palabra, Dios nos muestra lo que somos: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Usemos este medio, vigilando para no manifestar ninguna de las cosas horribles que pueden encontrarse en nuestros corazones y que son desconocidas para nosotros mismos.

En Marcos 14:19, los discípulos se preguntan: “¿Seré yo?… ¿Seré yo?”. No creen que uno sea menos capaz que otro de entregar al Señor. Esta palabra les sondea a todos: “Uno de vosotros me va a entregar”. Juan, llamado “el discípulo a quien Jesús amaba”, estaba cerca del Señor, “recostado al lado de Jesús”, según está escrito. Pedro, más alejado, le hizo señal para que preguntara de quién hablaba. Juan ocupaba el sitio donde se puede recibir las comunicaciones del Señor, el que María había escogido. Si viviésemos todos tan cerca del Señor, no habría ignorantes entre nosotros. El pecho del Señor es lo bastante amplio para que todos quepamos; allí aprenderíamos lo que no se puede aprender en otra parte. Juan “entonces, recostado cerca del pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es? Respondió Jesús: A quien yo diere el pan mojado, aquel es. Y mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote, hijo de Simón” (v. 25-26). Si todavía hubiese habido una fibra sensible en el corazón de Judas, por poco que fuera, ella habría vibrado frente a este testimonio de sincera amistad, de confianza, que en tiempos pasados el dueño de la casa daba a uno de sus convidados. Judas no vaciló. Todo era inútil: la palabra del Señor permaneció sin efecto en este corazón endurecido por Satanás. “Y después del bocado, Satanás entró en él. Entonces Jesús le dijo: Lo que vas a hacer, hazlo más pronto” (v. 27). ¡Satanás, que ya había preparado su morada, tomó posesión de ella!

No hay nada más solemne que el ejemplo de este hombre. Trabajaba en compañía del Hijo de Dios. Testigo de su ministerio de amor, objeto de su bondad, había oído las enseñanzas confidenciales que Jesús daba a sus discípulos lejos de la muchedumbre. Sin embargo, su corazón era más sensible a las sugerencias de Satanás que al amor de Jesús, porque el amor al dinero lo caracterizaba; cultivaba la pasión de la avaricia. Por eso se comprende que el último testimonio de amor que Jesús le daba por medio del bocado mojado le hallase insensible. Desde entonces no sería más su maestro. Satanás tomó posesión de él, “porque el que es vencido por alguno es hecho esclavo del que lo venció” (2 Pedro 2:19). Después de haberle engañado, Satanás lo precipitaría en el tormento eterno. He ahí la obra de aquel que es mentiroso y asesino desde el principio. ¡Qué advertencia más seria para los que tienen el privilegio de estar en contacto con la Palabra de Dios, con cristianos y, sobre todo, con padres cristianos, a fin de que no resistan la acción de la Palabra y se expongan a ser presa del enemigo. Este sabe trabajar en los corazones con una habilidad satánica, sin que uno haya podido o querido darse cuenta de ello, hasta el momento en que es demasiado tarde, aun cuando, como Judas, tenga remordimientos (Mateo 27:3).

Plenamente consciente de todo lo que sucedía y de todo lo que le esperaba, Jesús le dijo: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto”. Su trabajo fue cumplido unas horas más tarde, horas que el Señor empleó para enseñar a sus discípulos en vista de su partida, en la cual nadie pensaba sino Él mismo.

Los discípulos pensaron que el Señor había encargado a Judas que diera alguna cosa a los pobres o que hiciera algunas compras para la fiesta, porque la fiesta de la pascua era seguida por la de los panes ázimos; estas formaban una sola fiesta, durante la cual todo trabajo estaba prohibido (Éxodo 12:16). Judas, entonces, habiendo tomado el bocado, salió al instante, “y era ya de noche” (v. 30). La noche reinaba en la naturaleza, pero moralmente era más profunda todavía: noche sobre Judas y, en adelante, noche sobre el mundo, noche moral que dura siempre para él porque ha rechazado la luz del mundo que vino en la persona de Jesús. En el capítulo precedente (v. 35), Jesús dijo: “Andad entre tanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas”. Ahora la luz ha desaparecido; las tinieblas forman parte del mundo hasta el día en que Jesús aparezca en gloria como el sol de justicia, pero para juicio de aquellos que no lo hayan aceptado como Salvador.

Durante el tiempo en que el mundo está en las tinieblas, los creyentes son llamados “luminares” que brillan en la noche, semejantes a las estrellas que dan su luz cuando el sol ha desaparecido en el horizonte. Ellos vigilan durante esta larga noche y esperan, no la salida del Sol de justicia, sino la Estrella de la mañana, a Jesús, quien viene para arrebatar a los suyos y llevarlos a la casa del Padre, a fin de que sean guardados de la hora de la prueba que vendrá sobre toda la tierra y que vuelvan con él cuando aparezca en gloria, en un día “ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará” (Malaquías 4:1).

El Hijo del Hombre glorificado

Cuando Judas hubo salido, Jesús dijo:

Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará.

Con la salida de Judas, la escena que termina tan dolorosamente la cena ha pasado, y el Señor eleva sus pensamientos hacia las consecuencias, gloriosas para él y para Dios, de la obra que va a cumplir. Ve la gloria que resultará de la muerte a la cual se iba acercando por la traición de Judas, pero que había venido a cumplir para gloria de Dios.

El hombre había deshonrado a Dios por el pecado bajo todas sus formas; como dice el hijo pródigo, había pecado contra el cielo y contra Dios. La consecuencia de ello era el juicio de los culpables por parte de un Dios justo y santo. Pero he aquí un Hombre, el Hombre de los consejos de Dios, que se ofrece a Dios para glorificarle sometiéndose al juicio que la raza humana culpable había merecido. ¡Qué gloria para él haber quitado el pecado que el primer hombre había introducido, haber satisfecho todas las exigencias de la justicia y la santidad del Dios deshonrado por el pecado! Mediante esta obra Jesús hacía posible que el amor de Dios fuese conocido por aquellos que, sin él, hubiesen estado en la desgracia eterna, lejos de su presencia. Lo que hace la gloria del Hijo del Hombre es que Dios sea glorificado en él. Todo lo que Dios es en su naturaleza y en sus atributos ha sido plenamente establecido y mantenido en la cruz. Dios, en su amor, quería salvar a los pecadores; su justicia inflexible se oponía a ello y mantenía su sentencia de muerte. Jesús sufre esta muerte y satisface la justicia de Dios. Dios, que tiene los ojos demasiado puros para ver el mal, quería tener a estos pecadores en su presencia, pero su santidad perfecta se oponía a ello y los rechazaba. Jesús, en la cruz, sufrió el abandono del Dios santo en lugar de ellos. La majestad de Dios exigía que todos sus derechos fuesen mantenidos. Lo fueron porque Jesús sufrió el juicio en la cruz. Dios es glorificado en su Hijo. Al Hijo del Hombre le corresponde la gloria de esta obra que nadie puede apreciar en su justo valor sino solo Dios. Por eso Dios le glorifica enseguida. Lo hizo al resucitarle y sentarle a su diestra, coronándole de gloria y de honra, mientras el Hijo del Hombre espera tener consigo a todos los que son el fruto de su obra; entonces “verá el fruto de la aflicción de su alma” (Isaías 53:11).

Dios no esperó la resurrección de todos para resucitar a su Hijo. Glorificado por él, Dios le glorificó tan pronto como transcurrieron cuarenta días después de su resurrección. Mediante este acto Dios muestra su plena satisfacción por la obra perfecta de su Hijo. Y por la introducción del Cristo Hombre en el cielo, el hombre es admitido en la presencia de Dios. El hombre natural, echado del paraíso terrenal, excluido para siempre de la presencia divina, llegó a su fin en la muerte de Cristo, y un hombre nuevo es introducido en Cristo en la gloria de la presencia de Dios, es acepto por él según todas las perfecciones de Cristo, es representado por él mientras espera estar en la misma gloria que él, hecho semejante a él.

Comprendemos bien cómo, en presencia de todas las glorias que irradiaban de su muerte, el Señor, el único que podía contemplarlas, dice a sus discípulos: “Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero como dije a los judíos, así os digo ahora a vosotros: A donde yo voy, vosotros no podéis ir” (v. 33). Como los judíos (cap. 7:34-36), los discípulos tampoco podían ir adonde Jesús iba. Solo él podía sufrir una muerte tal, que de ella brotase tan grande gloria. El Salvador tenía que estar solo para llevar el peso del juicio que nosotros merecíamos. Lo que le conducía a esta hora era el amor hacia su Dios, quien quería salvar a los pecadores. Si el Señor hubiese subido al cielo sin pasar por la muerte, entonces hubiese quedado allí como el único Hombre, disfrutando de su Dios, tal como lo había hecho durante la eternidad. Dios hubiese tenido delante de él a un Hombre, uno solo, que en su marcha de perfecta obediencia le habría glorificado, en contraste con el primer hombre desobediente. Dios solo hubiese sido glorificado en el juicio de los culpables, sin que lo que es en esencia fuera conocido, a saber, AMOR. Pero el Señor no hubiese brillado jamás con la gloria que conquistó al cumplir la obra redentora. Nunca un incontable número de bienaventurados hubiese podido reflejar la gloria del Señor que brillará sobre ellos en todo su esplendor. Por medio de ellos, Dios mostrará “en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2:7).

A ti sea la gloria
¡Oh Hijo eterno!
Tu muerte, tu victoria,
Nos abrió el cielo.
A ti, que nos amas
Por la eternidad,
Alabanzas supremas,
Fuerza y majestad.

Un nuevo mandamiento

Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros (v. 34-35).

Baluarte y sostén de sus discípulos, Jesús los había guardado en torno a él, les había enseñado, conducido, soportado con un amor incansable. Ahora que iba a dejarlos, ellos tendrían que obrar los unos para con los otros con el amor cuyo modelo habían tenido en él. Tendrían que recurrir los unos a los otros puesto que, habiendo sido enseñados y hechos participantes de su naturaleza, tendrían el privilegio de amarse, de estar animados por el mismo amor. “Como yo os he amado, que también os améis unos a otros”: mandamiento nuevo del cual Jesús mismo era la expresión y el modelo, y no el de la ley, que se dirigía a una naturaleza egoísta, incapaz de amar. El amor de Jesús es lo que se reproduce en los suyos, expresándose en sus relaciones mutuas, como Jesús lo había hecho para con ellos; podían hacerlo, pues Jesús era su vida. Si ellos se amaban así, todos les reconocerían como discípulos de Aquel que había sido la expresión del amor de Dios en la tierra. Un discípulo no solo recibe las enseñanzas de su maestro; también debe adoptarlas y ponerlas en práctica. La naturaleza del hombre en Adán, esencialmente egoísta, quiere todo para ella. El amor de Dios, por el contrario, solo piensa en el bien ajeno; si nos amamos unos a otros, nuestra vida presentará un contraste absoluto con la del mundo; todos percibirán pronto que obedecemos las enseñanzas de Aquel que fue la expresión del amor en la tierra. Para ello es necesario nutrirse del Señor, escucharle mediante su Palabra y practicar sus enseñanzas.

En lugar de seguir las exhortaciones del Señor, Simón Pedro pensó en lo que les ha dicho en el versículo 33 y preguntó: “Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después. Le dijo Pedro: Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti. Jesús le respondió: ¿Tu vida pondrás por mí? De cierto, de cierto te digo: No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces” (v. 36-38). En Pedro vemos una naturaleza fogosa; amaba sinceramente al Señor, pero no se conocía a sí mismo. Confiaba en su propio amor hacia Él merced a la energía de su propio carácter natural, en lugar de sentir su debilidad y buscar la fuerza en Dios mismo. Estaba más ocupado en lo que él era para el Señor que en lo que el Señor era para él y en lo que le había dicho. Ignoraba los pensamientos de Dios y la muerte del Señor, pero, sobre todo, lo que significaba esa muerte. ¿Acaso no le había dicho, cuando Jesús hablaba de ello: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca”? (Mateo 16:22). De nada servía darle nuevas enseñanzas. Tenía que hacer la dolorosa experiencia, bajo la acción de Satanás, de lo que valía su fuerza para seguir al Señor, puesto que no le había escuchado. ¿Y qué hubo de su resolución de dejar su vida por su Maestro, cuando se halló en el patio del sumo sacerdote, tal como le veremos en el capítulo 18?

Si nuestra carne nos induce a emprender un camino cualquiera, podemos estar seguros de que allí quedará consumida. Comprobaremos con humillación lo que es esta carne, mientras, escuchando la Palabra, hubiéramos podido saberlo sin pérdida de tiempo y sin deshonrar al Señor.

El Señor había tomado en cuenta el deseo de su discípulo de querer seguirle; le siguió, efectivamente, tal como se lo dice aquí: “Me seguirás después”, y en el capítulo 21:18-19 y 22; pero para eso se requerían dos cosas: la victoria que Cristo logró sobre la muerte y, en el caso de Pedro, la pérdida de toda confianza en sí mismo para seguir a su Maestro en el camino de la obediencia, lo que debe caracterizar a todo creyente y lo que ha conducido a muchos de ellos a la muerte, para tener a continuación la corona de vida.

En los días en que vivimos, aunque por la gracia de Dios no estemos expuestos al martirio, debemos seguir al Señor en el camino de la muerte respecto al mundo y a la carne, mediante el renunciamiento de nosotros mismos para que la vida de Jesús pueda manifestarse y Dios sea glorificado. Para eso, pensemos en todo lo que hemos costado al Señor, en sus sufrimientos para expiar nuestros pecados. Constreñidos nuestros corazones por su amor, ya no viviremos más para nosotros, sino para Aquel que murió y resucitó por nosotros (2 Corintios 5:14-15).