Juan

Juan 10

Capítulo 10

El pastor, las ovejas y el portero

Jesús empieza las enseñanzas de este maravilloso capítulo diciendo:

De cierto, de cierto os digo: El que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, ese es ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, el pastor de las ovejas es (v. 1-2).

El redil representa a Israel, separado de otros pueblos, apartado de las naciones paganas. Dios le había dado su ley y muchas ventajas espirituales y materiales. Pero este pueblo privilegiado pronto se corrompió; al abandonar la ley, se hundió en la idolatría y en todos los pecados que la acompañan. Cuando el Señor estaba en la tierra, se observaban las formas de la religión de Moisés, desde el retorno del cautiverio babilónico, pero se manifestaba una oposición violenta contra Jesús y sus enseñanzas. Sin embargo, en este medio estaban los que escuchaban al Señor y creían en él; a estos los llama sus ovejas. Mezclados con el pueblo, eran gobernados por unos conductores –los jefes religiosos de la nación–, supuestos pastores que se ocupaban más de sus propios intereses que de los de las ovejas. Ezequiel les reprocha su conducta (cap. 34:1-10) y anuncia, a partir del versículo 11, la venida de un pastor fiel y lleno de amor para con las ovejas. Es muy conveniente leer todo el capítulo y prestarle la debida atención. Este Pastor es Jesús, tal como lo fue entonces en este mundo, pero también tal como lo será en tiempos venideros, el verdadero Pastor del nuevo Israel. Durante la historia de este pueblo, y particularmente en la época en la que el Señor estaba en la tierra, hubo hombres que se atribuían las funciones de pastores, pero que no tenían amor por las ovejas y solo buscaban sus propios intereses en la posición que se arrogaban (véase Ezequiel 34:3-6, 8, 10, 19; Zacarías 11:4-5, cuyos pasajes describen precisamente el estado de cosas que reinaba en los tiempos de Jesús). Ninguno de estos hombres había sido establecido por Dios; ninguno reunía los caracteres requeridos por él para ser pastor. Dios, que es el Portero, no había podido abrirles la puerta; ellos se habían introducido por otra parte, estableciéndose a sí mismos; tenían el carácter de ladrones. Por fin llegó el Pastor prometido. Jesús vino a su pueblo, siguiendo el camino que las Escrituras indicaban por anticipado, y revestido de los caracteres anunciados por los profetas. A él le abrió el portero. Pero observemos que cuando entra, no lo hace para pastorear las ovejas en el redil, recinto o edificio que las alberga y las guarda de los peligros que las amenazan, sobre todo en Oriente, donde las fieras acechan a sus presas de noche. Para pastorear las ovejas es necesario sacarlas del redil. Jesús dice de aquel que entra por la puerta –es decir, de él mismo–: “A este abre el portero, y las ovejas oyen su voz; y a sus ovejas llama por nombre, y las saca” (v. 3). He aquí una obra completamente nueva.

Las ovejas escuchan la voz del Pastor; esto basta para darles el carácter de ovejas. El Pastor conoce sus nombres y las lleva fuera, pues el aprisco judío ya no es el lugar donde las verdaderas ovejas pueden permanecer. Esto lo vimos en el caso del ciego de nacimiento. Hasta entonces nadie tenía el derecho de abandonarlo, e incluso muchas ovejas judías tuvieron gran dificultad para hacerlo. En el libro de los Hechos se ve a muchos creyentes mostrar celo por la ley, pese a que ella no les había dado vida; pero este no es el tema tratado aquí. Lo que el Señor afirma, por el contrario, es que las ovejas escuchan su voz, puesto que las ha llamado por nombre, lo que muestra que conoce perfectamente a cada una de ellas. “Y cuando ha sacado fuera todas las propias, va delante de ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños. Esta alegoría les dijo Jesús; pero ellos no entendieron qué era lo que les decía” (v. 4-6). Las ovejas empiezan a escuchar la voz del pastor; este habla a su corazón, gana su confianza y las invita a seguirle fuera del medio adverso que no les brinda pastos ni libertad. Una vez fuera, el pastor va delante de ellas para conducirlas. Ellas le siguen. Tan solo requiere que escuchen su voz y le sigan. Lo uno no va sin lo otro. El Señor se encarga de darles pastos delicados y aguas de reposo (Salmo 23). Cuando son conducidas por un pastor atento a sus necesidades, las ovejas jamás tienen que preocuparse por buscar su alimento. Nunca siguen a un extraño, porque no conocen su voz, y saben discernir la del pastor. La pecadora de Lucas 7, por ejemplo, encontró en el Señor la voz de la gracia que no se había hecho oír de nadie hasta entonces: “Tu fe te ha salvado, ve en paz”. Supongamos que un jefe del pueblo, un supuesto pastor de Israel, le hubiese dicho: «Si no haces lo que la ley manda, no puedes ser salva»; rápidamente hubiera discernido que esa voz no era la del buen Pastor que había llenado su corazón de paz, gozo y agradecimiento. El ciego del capítulo anterior había comprendido bien que la voz de los fariseos era muy distinta de la que le había dicho: “Ve a lavarte en el estanque de Siloé”. El Señor solo pide a sus ovejas capacidad para escuchar su voz y seguirle.

Ojalá pudiéramos estar cada vez más ejercitados para conocer esta voz en los tiempos en que vivimos, porque se dejan oír muchas voces extrañas, algunas de las cuales imitan bastante bien la del buen Pastor para que las ovejas se dejen engañar. Fijémonos en que el Señor no dice que las ovejas deben seguirle, sino que le siguen, que conocen su voz, pero no la de los extraños, de los cuales huyen. Él da el verdadero carácter a las ovejas; a cada creyente le corresponde, pues, preguntarse si lo realiza. Para hacerlo es necesario apreciar la gracia que el Señor trajo, y aprender a conocerlo cada vez mejor.

Acabamos de ver que el redil es Israel, que el Pastor es Jesús y que el Portero, quien abre la puerta al verdadero Pastor, es Dios. En los siguientes versículos veremos a Jesús como la puerta para introducir las ovejas en el nuevo estado de cosas.

Jesús, la puerta de las ovejas

“De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores; pero no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (v. 7-9). Dios había abierto la puerta del redil al verdadero Pastor para hacer salir a sus ovejas que, en Israel, estaban bajo la maldición de la ley; ahora se necesitaba una puerta para hacerles entrar en el nuevo estado de cosas, el cristianismo, que no es un redil sino un rebaño formado por los creyentes. Cristo mismo es la puerta; por él se entra. Nadie puede salvarse por otro medio; se trata de eso ante todo, porque el hecho de ser judío no salva, como tampoco el ser cristiano nominalmente. Luego, por esta puerta entrará y saldrá, lo cual no significa que uno pueda entrar y salir del cristianismo, sino que la oveja puede disfrutar de una plena libertad –que la ley no daba, como tampoco daba la salvación– y una alimentación abundante, lo cual el salmo 23 presenta con tanta belleza:

En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.

Los delicados pastos representan las bendiciones espirituales, totalmente concentradas en la persona de Cristo. Fuera de él está el desierto, que no suministra nada para la oveja.

Todos los que habían venido antes de Jesús eran ladrones y salteadores, y las ovejas no los escucharon. Los ladrones y los salteadores se apropian de lo que no les pertenece, incluso mediante la violencia, si es necesario. En el versículo 10 se menciona nuevamente al ladrón, para resaltar el modo de obrar del verdadero Pastor: “El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”. Al lado del verdadero Pastor, la oveja posee la vida, el alimento, la libertad y la seguridad. Él daba la vida a las ovejas que encontraba en el aprisco judío; pero quería que la tuviesen en abundancia. Mientras Jesús estaba en la tierra, los que iban a él hallaban la vida, porque él era la vida; pero, para tener la vida en abundancia, era necesario que Cristo pasase por la muerte y la resurrección. Una vez resucitado, y estando en medio de sus discípulos, sopló en ellos el Espíritu Santo, no como persona, sino como vida que, en él, acababa de pasar por la muerte y la resurrección. En pentecostés, el Espíritu Santo cayó sobre los discípulos reunidos; desde entonces tuvieron la vida en abundancia. Se comprende que esa vida no podía recibirse antes de la resurrección de Cristo. Anteriormente, y desde el principio, todos los creyentes eran vivificados; poseían la vida de Dios; produjeron hermosos frutos; pero no podían distinguir la vieja y la nueva naturaleza, porque la vida no había sido manifestada en la persona de Cristo, quien vino a este mundo para revelar al Padre, pues el conocimiento del Padre y del Hijo es lo que caracteriza la vida eterna (cap. 17:3).

El buen Pastor

En el versículo 11 el Señor se llama el buen Pastor, en contraste con los mercenarios, otro carácter de aquellos que pretendían apacentar las ovejas judías. “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas. Mas el asalariado, y que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa. Así que el asalariado huye, porque es asalariado, y no le importan las ovejas” (v. 11-13). El buen Pastor no piensa en sí mismo. Vino por sus ovejas, estas son de su propiedad por derecho. Se puede alquilar los servicios de un pastor para su cuidado; pero, al verse expuesto al mismo peligro que las ovejas, solo piensa en su propia seguridad y abandona el rebaño, porque este no le pertenece. Cuando habla de poner su vida por sus ovejas, y no solo de cuidarlas, Jesús toma el título de “buen pastor”. Tan grande es su amor que no hace caso de su propia vida con tal de que, al venir el lobo, sus ovejas no perezcan. Esto fue lo que el Señor hizo al ir a la cruz. Su muerte era necesaria para que ellas tuviesen vida; pero aquí Jesús hace resaltar que, en lugar de protegerse a sí mismo, pone su vida por sus ovejas indefensas. Tenemos un ejemplo de ello en David: cuando cuidaba el rebaño de su padre, liberaba al cordero matando al lobo o al león (1 Samuel 17:34-35).

En Getsemaní el Señor tuvo que vérselas con aquel que representaba al lobo, es decir, Satanás, quien hubiera deseado la perdición de las ovejas. Creyendo que haría retroceder al Salvador en presencia de la muerte, por medio de la cual iba a ser vencido, el diablo le presentó todo el horror de esta. Pero el amor del buen Pastor triunfó. Marchó al encuentro de la muerte, el temible lobo fue vencido y las ovejas fueron liberadas de la muerte eterna. Jesús dijo a los que iban a prenderle, en el momento de su arresto: “Si me buscáis a mí, dejad ir a estos” (cap. 18:8). Semejante amor conmueve profundamente a todos los que son objeto del mismo, y les hace cada vez más sensibles a su voz para escucharle, seguirle y honrarle. El goce de este amor también capacita para discernir las voces extrañas que procuran extraviar a las ovejas.

Cuanto más avanza el Señor en su discurso referente a sus ovejas, tanto más hace resaltar lo que él es para ellas, lo que ellas son para él, y todas sus ventajas.

Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas (v. 14-15).

El buen Pastor conoce a los suyos; esto proporciona una confianza sin límites en él; no solo los conoce por su facultad para saberlo todo, sino por el interés que su gran amor, siempre activo en favor de cada uno, tiene por ellos. Afirma con certidumbre que las ovejas le conocen. ¿Cómo podría ser de otro modo, si uno disfruta de su gran amor? El Señor no supone que haya debilidad o flaqueza en este conocimiento; dice lo que lo caracteriza a él y a los suyos, sin hablar del modo en que las ovejas entienden este conocimiento. Por su parte, en él todo es perfecto siempre. ¿En qué medida es recíproco este conocimiento? Como el Padre le conoce, y como él conoce al Padre. Se establece una comunión perfecta entre el Pastor y las ovejas, tal como entre él y su Padre. Semejante posición, tan bendita relación, supera infinitamente todo lo que las ovejas dejaban atrás en el medio judío de donde habían salido, y todo lo que hoy el creyente deja atrás en el mundo del cual ya no forma parte.

Serán traídas otras ovejas

A partir de la mención hecha sobre la muerte de Jesús, se ve aparecer el cumplimiento de los consejos de Dios según los cuales los creyentes de todas las naciones serán llevados a poseer bendiciones celestiales y eternas. Jesús dice:

También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquellas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor.

El Señor no quería solamente un rebaño judío, sino un rebaño formado por todos los que escuchan su voz y a quienes él da la vida. Estas otras ovejas son los creyentes llamados de entre los gentiles, obra que se cumplió por el ministerio de los apóstoles y que prosigue hasta ahora. Jesús mismo la había empezado al evangelizar a los samaritanos (capítulo 4). Todas estas ovejas poseen el mismo carácter; escuchan la voz del buen Pastor. Aunque formado por elementos diversos, este rebaño sería uno, porque viviría bajo los cuidados y conducción del único Pastor, y poseería la misma vida. Si se escucha su voz, es imposible que unos sean dirigidos de una manera y otros de otra; sin embargo, es lo que ha sucedido. Cuando se oye a un cristiano afirmar: «Yo, por mi parte, lo veo así», y el otro dice: «Y yo, por la mía, lo veo de otra manera», y ambos caminan según sus propios puntos de vista, uno puede preguntarse qué caso se hace de la voz del buen Pastor. Hay un total menosprecio a su pensamiento; así se producen las numerosas divisiones en el único rebaño que, sin embargo, es uno, pues Jesús dijo: “Habrá un rebaño, y un pastor”. Es, pues, un hecho absoluto; y para realizarlo basta escuchar la voz del único Pastor. Si no logramos discernirla, es porque hemos abandonado el otro carácter de la oveja, indicado en el versículo 5: “No conocen la voz de los extraños”. Actualmente muchos corren para escuchar cualquier voz. Esta actitud es peligrosa, pues no discierne la voz del buen Pastor. Esta voz, a pesar de todas las dificultades aparentes, se reconoce perfectamente, siempre que no se haga prevalecer la voluntad propia y que uno esté dispuesto a seguir en el camino de la obediencia que le lleva a separarse del mundo y de las organizaciones religiosas humanas, para doblegarse a la voluntad de Dios.

Jesús da a su Padre un motivo para que le ame

Hasta aquí Jesús ha presentado su amor hacia sus ovejas, amor que resulta para ellas el motivo para amarle. “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). En el versículo 17 Jesús levanta sus ojos muy por encima de lo que concierne a sus ovejas y piensa en lo que su obra será para su Padre. El Hijo era amado por el Padre, cuyas delicias eternas hacía (Proverbios 8:30); pero aquí da a su Padre un nuevo motivo para amarlo. Desde antes de los tiempos, Dios había trazado el maravilloso plan de tener a hombres perfectos y perfectamente felices en una tierra nueva, que le conocieran a él, amor y luz, como objetos de su pura gracia. Pero, ¿de dónde tomarlos? Mantener a Adán y sus descendientes en la inocencia no respondía a tales consejos; nunca habrían conocido el amor de Dios, la gracia que perdona al pecador, que quita sus pecados y le coloca ante Dios, santo e irreprensible en amor, en la relación de un hijo muy amado. Adán y Eva no conocían el bien ni el mal en su estado de inocencia; no podían, pues, gozar del amor de un Dios que perdona al culpable, ni de la relación de hijo del Dios que es amor y luz, revelado como Padre en la persona de su Hijo. No podían gozar de la vida eterna; para ello es necesario conocer al Padre y al Hijo. Sabemos que en lugar de engendrar hijos inocentes, Adán, una vez convertido en pecador, solo engendró pecadores, desobedientes a Dios, enemigos de Dios y, por consiguiente, sujetos al juicio eterno, según la justicia del Dios santo ofendido. Estos no podían entrar en la presencia de Dios; su justicia y su santidad los mantenía a una distancia eterna de él, en las tinieblas de afuera. Pero Dios es amor, y quería dar a conocer ese amor; sin embargo, como es justo y santo, y había pronunciado el juicio sobre esta raza culpable, tenía que ejecutarlo. Si este juicio caía sobre los hombres, todos estaban perdidos. Entonces Jesús vino a este mundo, Hombre perfecto, sin pecado y, por ello, apto para sufrir en lugar de los culpables el juicio que estos merecían. Al responder así, mediante su muerte, a las exigencias de la naturaleza divina, puso fin a toda la historia del hombre pecador. Una vez cumplido todo, volvió a tomar su vida resucitando de entre los muertos, y colocó en sí mismo ante Dios al hombre, anteriormente pecador y perdido, en el estado en el cual Dios quería tenerle por la eternidad. Desde entonces Dios pudo dar libre curso a su infinito amor para con los pecadores, desde el momento que su justicia quedaba satisfecha. Todos los consejos de Dios pueden cumplirse. ¿A quién debe Dios el poder obrar así? A su amado Hijo quien, al dar su vida, le glorificó plenamente. Los creyentes comprenden esta palabra de Jesús: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar”. ¿Quién puede comprender este amor del Padre hacia su Hijo, quien cumplió la obra gracias a la cual el Padre puede realizar sus pensamientos de amor, tan gratos para su corazón desde la eternidad? Y nosotros, felices de ser sus redimidos, ¡cuántos motivos tenemos para amar a Dios Padre, quien tuvo estos propósitos para con nosotros, y al Hijo, el Salvador, el buen Pastor, quien hizo posible su cumplimiento al presentarse ante Dios y decir: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”! (Hebreos 10:7).

Si Jesús piensa en sus ovejas, da su vida por ellas; si piensa en su Padre, lo glorifica al poner su vida para volverla a tomar; hace todo esto por obediencia a su Padre. “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). Jesús dice en el versículo 18:

Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.

¡Qué gloria la de este Hombre divino! Es obediente. Pero, ¿quién hubiera podido llevar a cabo semejante acto de obediencia, sino el Hijo de Dios? En esta hora de su vida, ningún hombre interviene para nada; en este evangelio a menudo hemos visto, y lo veremos nuevamente dentro de poco, que los judíos querían prenderle para matarle, pero no podían hacerlo. Lo prenderían, por cierto, pero cuando él mismo se entregara. Nadie le podía quitar la vida; la entregaría libremente. Cuando todo se cumplió en la cruz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Obedecía al morir, tal como lo había hecho a lo largo de su ministerio. Tenía el poder de poner su vida. ¿Quién,  sino este Hombre divino, hubiese tenido el poder para dejar su vida? Pero lo hizo por obediencia. También tenía el poder para volverla a tomar; no lo hizo por su propia voluntad; recibió este mandamiento de su Padre. Había dicho a los judíos: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (cap. 2:19). Cuando hubo resucitado, sus discípulos se acordaron de estas palabras: hablaba del templo de su cuerpo. Toda la vida de Jesús fue un acto de obediencia, como también lo fue su muerte y su resurrección.

En este evangelio, donde la gloria divina de Jesús sobresale como en ninguna otra parte, su obediencia y su dependencia también brillan en toda su perfección, inseparables de su divinidad. ¡Qué misterio más glorioso e insondable es el de la unión de la divinidad y la humanidad en la persona de Jesús, unión que nuestra salvación hacía necesaria!

Al oír estas maravillosas palabras, nuevamente hubo disensión entre los judíos; y muchos de ellos decían: “Demonio tiene, y está fuera de sí; ¿por qué le oís? Decían otros: Estas palabras no son de endemoniado. ¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?” (v. 19-21). Las cosas más gloriosas, ante las cuales el alma permanece en contemplación y adora, se toman por locura y por palabras de demonios. ¡Así es el hombre natural! No recibe las cosas de Dios; estas son “locura a los que se pierden”. ¡Cuán solemne es esta declaración de Pablo! Se pierde el que considera que las cosas de Dios son locura.

Jesús en el pórtico de Salomón

“Celebrábase en Jerusalén la fiesta de la dedicación. Era invierno, y Jesús andaba en el templo por el pórtico de Salomón” (v. 22-23). Esta no era una de las fiestas instituidas por Moisés, de las cuales hablamos en el capítulo 7. El rey de Siria, Antíoco Epífanes, cruel perseguidor de los judíos, había profanado el templo de una manera ultrajante. Después de su muerte, en la época de los macabeos, el templo fue purificado y el servicio restablecido. En esta ocasión hubo una gran fiesta, la cual continuó celebrándose cada año en el mes que corresponde a diciembre; por eso está escrito que era invierno.

No sabemos exactamente por qué Jesús se paseaba por el pórtico de Salomón el día de esta fiesta, lugar donde, en Hechos 3:11, vemos a Pedro y Juan con el hombre cojo que había sido sanado. Jesús era el verdadero Salomón; un día el templo le será dedicado (Ezequiel 43:7; Malaquías 3:1). Por ahora es el Rey rechazado. Los judíos lo rodearon y le hicieron una pregunta que traicionó su mala conciencia ante hechos que les daban la prueba de lo que ellos negaban, pues la incredulidad no da descanso. Ella era la que mantenía sus almas en suspenso, y no Jesús, porque luchaban contra su conciencia con la voluntad bien determinada de no recibirle. “¿Hasta cuándo nos turbarás el alma?”, dicen. “Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. Jesús les respondió: Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho” (v. 24-26). Las palabras de Jesús (cap. 8) y sus obras (cap. 5, 9) no podían dar un testimonio más brillante de lo que él era. Pero los judíos no querían creer; en ese caso no servía de nada declarar que él era el Cristo, pues ellos no aceptaban estos testimonios. El tiempo había pasado para los judíos como pueblo. Al no ser ovejas del buen Pastor, no creían en él.

Su incredulidad dio al Señor la ocasión de hacer resaltar otra vez los caracteres de las ovejas y la belleza de sus privilegios. Dejó a los judíos y se ocupó de los suyos. “Mis ovejas oyen mi voz” –dice– “y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos” (v. 27-30).

Puesto que Jesús recuerda lo que caracteriza a sus ovejas, no está de más considerar sus palabras. Primer rasgo: escuchan su voz. Los judíos incrédulos no la escuchaban. Recordemos siempre, si somos ovejas de Jesús, que él dice de nosotros: “Mis ovejas oyen mi voz”. Como respuesta a este carácter, Jesús dice: “Y yo las conozco”; emplea el pronombre enfático para reforzar su afirmación. ¡Qué declaración más preciosa para el corazón! El buen Pastor conoce a cada una de sus ovejas; puso su vida por ellas; con el mismo amor se interesa por todo lo que les concierne. Luego: “Y me siguen”. A eso Jesús responde: “Y yo les doy vida eterna”, una vida alimentada continuamente por el conocimiento del Padre y del Hijo. Como consecuencia: “No perecerán jamás”. Otra garantía, por así decirlo, de que nunca perecerán, es que están en las manos de Aquel que dio su vida por ellas; nadie puede arrebatarlas de sus manos. Luego su Padre, quien se las dio para llevarlas a semejante bendición, es más grande que todos aquellos que podrían oponerse a ellas; por tanto nadie puede arrebatarlas de la mano de su Padre. Hay perfecta unidad entre el Padre y el Hijo respecto a las ovejas, como en todas las cosas: “Yo y el Padre uno somos”. Cuanto más se acentúa el rechazo hacia Jesús, tanto más resplandece Su gloria divina. La seguridad de las ovejas resulta, pues, perfecta. Sabiendo que están en manos del Padre y del Hijo, ¿qué podrían temer?

Si usted, lector, no tiene la certidumbre de ser una oveja del buen Pastor, dese prisa a escuchar su voz para disfrutar de una porción tan hermosa, tanto para el presente como para la eternidad.

Los judíos aún quieren apedrear a Jesús

Siete veces el evangelio de Juan nos relata que los judíos procuraban matar a Jesús. El Espíritu de Dios indica así la gran persistencia de ellos en querer deshacerse de él (cap. 5:16, 18; 7:1, 30; 8:59; 10:31, 39; 11:53). “Los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle. Jesús les respondió: Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?” (v. 31-32). El Señor había cumplido muchas obras; al final de este evangelio el apóstol dice que si estas cosas se hubieran escrito una tras otra, ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir para relatarlas todas. Pero las obras a las cuales el Señor hace alusión son aquellas por las cuales los judíos deberían haber reconocido quién era él. Este evangelio relata todos los milagros que caracterizaban sus enseñanzas y ponían a la luz la verdad. Los judíos respondieron: “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios” (v. 33). Sin embargo, en el capítulo 5:16 querían matarlo porque había sanado a un lisiado el día sábado. Jesús muestra por las mismas Escrituras la prueba de que no blasfemaba en absoluto al llamarse Hijo de Dios; cita el Salmo 82:6: “¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois? Si llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede ser quebrantada), ¿al que el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decís: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy?” (v. 34-36). Los hombres llamados “dioses” en el Salmo 82 eran jueces establecidos por Dios en medio del pueblo, eran sus representantes. Pero, infieles en su servicio y no habiendo obrado según Dios, después de que les había dicho: “Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo”, añade: “Pero como hombres moriréis, y como cualquiera de los príncipes caeréis” (v. 6-7). Ahora bien, si Dios llama dioses a unos hombres a quienes había confiado la autoridad en medio de su pueblo, ¿acaso se podía negar el título de Hijo de Dios a Aquel a quien “el Padre santificó”, esto es, a quien había puesto aparte desde antes que el mundo fuese, para cumplir su voluntad, y a quien había enviado en tiempo propicio? ¿Acaso era una blasfemia de su parte? ¿No había declarado Dios mismo, dos veces, que Jesús era su Hijo amado? (Mateo 3:17; 17:5).

Jesús les dijo todavía:

Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre (v. 37-38).

Las obras de Jesús llevaban el sello divino de su Padre. Si ellos no creían sus palabras, por sus obras tenían la prueba de que él no podía ser otro sino el Hijo de Dios. Pretendían no apedrearle por las buenas obras que hacía; ello era una insensatez, puesto que esas obras probaban que ellos formulaban un juicio falso contra Jesús. Ante sus propios ojos tenían un doble testimonio de su error: el de las Escrituras y el de las obras de Jesús, sin hablar de sus palabras. Ellos deberían haber creído que el Padre estaba en Jesús y él en el Padre. En lugar de creer, “procuraron otra vez prenderle, pero él se escapó de sus manos. Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde primero había estado bautizando Juan; y se quedó allí” (v. 39-40). Jesús abandonó el templo para cruzar el Jordán y dejó a los judíos bajo las terribles consecuencias de su incredulidad. Terminando el capítulo 10 tenemos, según el plan de este evangelio, el final del ministerio público de Jesús por medio del cual probaba a los judíos quién era él.

Los capítulos 11 y 12 aún presentan su actividad, por la cual Dios rinde un triple testimonio respecto a su Hijo, ya que los judíos rechazaron el testimonio rendido por el mismo Hijo. Lo vemos cual Hijo de Dios en la resurrección de Lázaro, cual Mesías en su entrada en Jerusalén como Rey (cap. 12:9-19) y cual Hijo del Hombre cuando los griegos desean verle (v. 20-26). En los capítulos 13 a 16 Jesús conversa con sus discípulos, y en el 17 habla con su Padre; luego viene la condenación, la muerte, la resurrección, la aparición de Jesús a los suyos, con una enseñanza simbólica y el restablecimiento de Pedro.

Jesús volvió, pues, al punto de partida de su ministerio, allí donde Juan bautizaba al principio, “y se quedó allí” (v. 40). Así cumplía la profecía de Isaías 49:4: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas; pero mi causa está delante de Jehová, y mi recompensa con mi Dios”. Véase la respuesta de Dios a estas palabras en el versículo 6 del mismo capítulo de Isaías.

Con estas palabras expresa que, para Israel como pueblo, su ministerio ha sido inútil, ya que el pueblo lo rechazó. Israel será salvo más tarde, por la fe en Aquel a quien rechazó. Mientras tanto el Señor ocupa ese sitio, más allá del Jordán, el río que simboliza la muerte. Aún hoy se puede ir a Jesús, tal como en aquel entonces. “Y muchos venían a él, y decían: Juan, a la verdad, ninguna señal hizo; pero todo lo que Juan dijo de este, era verdad. Y muchos creyeron en él allí” (v. 41-42). Jesús siempre es el punto de atracción para aquellos que tienen necesidades, cualquiera que sea el lugar donde esté. Pero cuando es rechazado por la mayoría, es preciso que uno se separe de ella para ir a él. Los que creyeron en Jesús eran ovejas que escuchaban su voz. Creyeron en él allí donde el odio de los judíos le había llevado. Igual sucede hoy en día: la salvación se obtiene por la fe en un Cristo rechazado, pero que ha tomado lugar más allá de la muerte en espera de que su pueblo terrenal le reciba. Los que fueron a él reconocían el ministerio de Juan el Bautista. Juan no había hecho milagros; era una voz, y lo que esta voz había dicho de Jesús se realizó. Había despejado el camino para poder llegar hasta Él (cap. 1:23).

Hay una palabra muy característica en este evangelio: “creer”, la cual se encuentra noventa y nueve veces en él. ¡Qué gracia divina tan maravillosa! Dios ha querido poner a disposición de la fe todos los resultados insondables de la venida de su Hijo quien, por su muerte, hizo posible y sencilla la salvación de pobres pecadores como somos todos nosotros por naturaleza. Es de desear que todos los que tengan alguna tendencia a razonar sobre las cosas de Dios busquen todos los pasajes donde se encuentra el verbo “creer” y mediten su significado.