Juan

Juan 7

Capítulo 7

La fiesta de los tabernáculos

Jesús permanecía en Galilea porque en Judea los judíos procuraban matarlo. No era que ellos pudiesen poner sus manos sobre él antes de que él mismo se entregara, sino que, como su hora aún no había llegado, se sustraía, de forma natural, al deseo asesino de ellos; porque nunca había obrado milagro alguno en favor propio. En el momento de morir, lo haría en obediencia a su Padre, y solamente entonces los hombres podrían poner las manos sobre él (v. 1).

La fiesta de los tabernáculos (o de las cabañas) se iba a celebrar; era un acontecimiento importante desde el punto de vista figurativo, porque tipificaba el establecimiento del reinado de Cristo, cuando el pueblo se gozará. En la institución de esta fiesta, en Deuteronomio 16:13-15, se lee: “Estarás verdaderamente alegre”. Era la última fiesta del año; tenía lugar cuando todas las cosechas habían sido recogidas.

Había siete fiestas al año, enumeradas en Levítico 23: la fiesta de la pascua (v. 5); la de los panes sin levadura, o de los ázimos (v. 6-8); la de las primicias o primeros frutos (v. 9-14); la de las semanas o pentecostés (v. 15-22); la de las trompetas (v. 23-25); la del día de expiación (v. 26-32); y finalmente, la de los tabernáculos (v. 33-36), además del sábado, que se celebraba cada siete días, mientras que las otras fiestas eran anuales. Estas fiestas prefiguraban lo que Dios cumpliría para llevar a su pueblo a la bendición final. La base de todas ellas es la pascua, figura de la muerte de Cristo. La fiesta de los panes sin levadura dimanaba de ella, ya que es la ausencia de pecado –del que la levadura es símbolo– en los que se hallan beneficiados por la muerte de Cristo. La fiesta de las primicias tipificaba la resurrección de Cristo, primicia de aquellos que tienen una participación en Su muerte. Cincuenta días después tenía lugar pentecostés, fiesta que prefiguraba la reunión de aquellos que son los frutos de la muerte de Cristo, cuyo antitipo tuvo lugar mediante el descenso del Espíritu Santo sobre los creyentes reunidos cincuenta días después de la muerte del Señor. Lo que representaban estas cuatro primeras fiestas ya se cumplió. Desde pentecostés transcurría un tiempo bastante largo, sin fiestas, desde el tercero hasta el séptimo mes. Este intervalo corresponde al tiempo durante el cual Israel se halla dispersado entre las naciones y la Iglesia se reúne a continuación de pentecostés. Una vez arrebatada la Iglesia, Dios reanudará sus relaciones con el pueblo judío, las cuales se iniciarán con la fiesta de las trompetas o el memorial de “jubileo”: Dios reunirá otra vez a su pueblo diseminado, en vista de la bendición milenaria; pero esta no podrá realizarse sin una profunda obra de arrepentimiento, tipificada por la sexta fiesta, la de la “expiación”, cuando el pueblo se afligirá –por lo menos el remanente– y reconocerá con dolor el haber rechazado al Mesías, cuando este se presente (Zacarías 12:10-14). Después de eso podrá celebrarse la fiesta “de los tabernáculos”, la cual es figura de todo el gozo del pueblo restaurado, feliz bajo el cetro de Cristo.

En el capítulo 16 del Deuteronomio solo se mencionan tres fiestas, en las cuales todo hombre debía presentarse ante Jehová: la pascua, la de pentecostés y la de los tabernáculos. Según Lucas 2:42, se ve que los jóvenes podían subir a ella desde la edad de doce años.

Por medio de estas fiestas Dios mostraba su deseo de rodearse de los seres humanos en virtud de la obra que debía cumplirse, para que seres separados de él por el pecado pudiesen ser felices en su presencia, una vez purificados de toda impureza. Ello se realizará definitivamente en el estado eterno, cuando “el tabernáculo de Dios con los hombres” (Apocalipsis 21:3) esté en la nueva tierra. Mientras tanto Dios quiere que, en la tierra actual, haya un cumplimiento de ello durante el milenio, figura del cual es la fiesta de los tabernáculos. En la actualidad, Dios habita en la Iglesia por medio de su Espíritu.

El Señor vino a este mundo para cumplir las promesas; pero en este capítulo vemos que en el momento de la fiesta procuran matarlo, en lugar de regocijarse al ver en medio del pueblo a Aquel que había de introducir tan gloriosas bendiciones. Así es el hombre natural, sin inteligencia para comprender los pensamientos de Dios acerca de su propia felicidad.

Incluso los hermanos de Jesús no creían en él. Querían que subiese a esa fiesta para que se manifestase ante el mundo mediante hechos milagrosos. Le dicen: “Sal de aquí, y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces. Porque ninguno que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si estas cosas haces, manifiéstate al mundo” (v. 3-4). Jesús hacía milagros que testificaban lo que Dios era en gracia, pero santo en medio de un mundo culpable. Salvo algunas excepciones, esto avivaba el odio contra él, sobre todo el de los judíos, como lo vimos a propósito de la curación del paralítico de Betesda. Sin embargo, estos milagros debían probar que Jesús era el Mesías prometido. Sus hermanos deseaban ver manifestaciones de su poder que satisficieran el orgullo de los judíos en lugar de juzgarles. Ellos deseaban verle aprobado por parte del mundo, aclamado como rey, para recibir ellos también honra, más bien que el oprobio que alcanzaba a los hermanos de un hombre despreciado. Más tarde creyeron en él (Hechos 1:14; 1 Corintios 9:5; Gálatas 1:19). Pero, sin la obra de la regeneración Jesús no podía establecer su reinado sobre el hombre pecador, el cual, pese a tener las formas del culto divino, era enemigo de Dios. Todavía no había llegado el tiempo para ello; por tanto Jesús les respondió: “Mi tiempo aún no ha llegado, mas vuestro tiempo siempre está presto. No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo todavía a esa fiesta, porque mi tiempo aún no se ha cumplido” (v. 6-8). Para el mundo siempre es tiempo de celebrar fiestas religiosas. Se regocija por cualquier cosa; introduce hasta un matiz religioso en sus fiestas; pero el Señor está ausente de ellas, todavía rechazado, como también lo están aquellos que le conocen, porque no pueden regocijarse sin él. El Señor dice:

Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación
(Mateo 5:4),

mientras que el mundo experimentará dolor por no haber recibido al Salvador.

Después de que los hermanos de Jesús salieron para la fiesta, él también se dirigió allí, pero secretamente. Durante este tiempo los judíos le buscaban. Había muchos rumores respecto a él; unos decían: “Es bueno”. Otros: “No, sino que engaña al pueblo. Pero ninguno hablaba abiertamente de él, por miedo a los judíos” (v. 10-13). Su presencia preocupaba a cada uno y ponía sus conciencias en aprieto. Los judíos, viendo las disposiciones favorables de la “multitud”1 , dijeron que Jesús la engañaba (v. 47-49). Le odiaban a tal punto que la gente no se atrevía a hablar abiertamente de él, por miedo al oprobio. ¿Acaso no ocurre lo mismo hoy día, entre pueblos nominalmente cristianos?

  • 1Esta palabra “multitud” designa a todos aquellos que no figuraban entre los judíos habitantes de Judea y de Jerusalén.

Jesús en la fiesta

El Señor no concurrió, pues, a la fiesta por invitación de sus hermanos incrédulos, ya que en ese momento no podía manifestar su poder a favor de un pueblo arrepentido, como lo hará después del arrebatamiento de la Iglesia. Pero si subió luego, como en secreto, fue para proclamar, en el curso del último día de la fiesta –momento conveniente para hacerlo–, los privilegios de aquellos que creerían en él después de que él hubiera vuelto a subir al cielo.

Sin preocuparse por las disposiciones de los judíos a su respecto, cumplía la obra que su Padre le había encomendado. Enseñaba en el templo con la autoridad divina que le pertenecía. Los judíos se asombraban porque él no había cursado, como los rabinos, estudios que lo habilitaran para predicar. Y decían: “¿Cómo sabe este letras, sin haber estudiado?”. Mucha gente estima que uno no sabría presentar la Palabra de Dios sin haber recibido instrucción formal, cuando lo que se necesita es leerla y creerla primeramente para comprenderla, medio por el cual Dios forma a aquellos a quienes él quiere llamar a su servicio. Jesús respondió a los judíos:

Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió. El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta (v. 16-17).

Hay un medio muy sencillo para discernir la doctrina o enseñanza de Dios: tener el deseo de hacer su voluntad. Dios responderá a ese deseo mediante su Palabra, la cual instruirá y dirigirá con tal fin. Pero si, por el contrario, seguimos nuestra propia voluntad, no comprenderemos la Palabra de Dios, porque ella siempre se opone a la voluntad del hombre. Si los judíos hubiesen deseado agradar a Dios, la misma enseñanza del Señor les hubiera hecho comprender que él venía de Dios. Dios le daba las palabras que debía decir. Jesús no hablaba, pues, por su propia cuenta; tampoco buscaba su propia gloria, como sus hermanos lo hubiesen querido. Aunque era Dios manifestado en carne, como hombre siempre dependía de Dios –quien le había enviado–, cuya gloria buscaba (v. 18.)

El odio de los judíos hacia el Señor se manifestó en ocasión de la curación del paralítico de Betesda, la cual tuvo lugar un sábado; los judíos procuraban, pues, matarlo (cap. 5:18). Por eso Jesús les dijo (v. 22) que ellos también quebrantaban la ley de Moisés al practicar la circuncisión un día sábado. “Respondió la multitud y dijo: Demonio tienes; ¿quién procura matarte?”. La muchedumbre, llegada desde regiones ubicadas fuera de Judea, sin duda ignoraba que los judíos de Jerusalén procuraban matar a Jesús, según vemos en los versículos 25-26: “Decían entonces unos de Jerusalén: ¿No es este a quien buscan para matarle? Pues mirad, habla públicamente, y no le dicen nada”. Aunque la multitud no manifestaba una oposición tan abierta como los judíos, sin embargo se inclinaba a favor de ellos, para odiarle y no creer en sus palabras.

La circuncisión formaba parte del orden de cosas legal que dejaba al hombre en su estado de pecado. Jesús, al venir a este mundo para sanarlo enteramente –esto es, para sacarlo de este estado– no hizo más que provocar su odio, como lo dice en los versículos 23 y 24: “Si recibe el hombre la circuncisión en el día de reposo, para que la ley de Moisés no sea quebrantada, ¿os enojáis conmigo porque en el día de reposo sané completamente a un hombre?”. Jesús aludía a la curación del paralítico del estanque de Betesda. Uno no puede juzgar con justicia si rechaza al Señor, quien nos ha enseñado el pensamiento de Dios sobre todas las cosas. Sin este pensamiento no tenemos más que nuestra propia apreciación o la de los hombres, las que solo descansan sobre las apariencias.

Al ver que Jesús hablaba libremente, pese al deseo de los judíos de matarlo, estos se asombran y dicen: “¿Habrán reconocido en verdad los gobernantes que este es el Cristo? Pero este, sabemos de dónde es; mas cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde sea” (v. 26-27). Ellos miraban a los jefes, a sus conductores espirituales, para aceptar o rechazar a Jesús. Estos jefes tenían una gran responsabilidad, puesto que habían asumido el lugar de conductores y apartaban del Cristo a quienes lo escuchaban. Sin embargo, el pueblo también era responsable, porque Jesús hacía delante de todos lo necesario, en obras y en palabras, para que creyesen en él. Pero en vez de creer, razonaban sobre lo que Jesús era y sobre su lugar de origen. Para ellos, Jesús venía de Nazaret, y ellos pretendían ignorar de dónde vendría el Cristo, sin embargo los jefes supieron decir a Herodes que nacería en Belén (Mateo 2:5). Todos estos razonamientos muestran que el corazón natural, hoy como en aquel entonces, no quiere nada de Cristo. Incluso los que están bajo la influencia de la verdad buscan toda clase de pretextos para no creer. Dirigiéndose a su conciencia, Jesús alzó la voz en el Templo y dijo: “A mí me conocéis, y sabéis de dónde soy; y no he venido de mí mismo, pero el que me envió es verdadero, a quien vosotros no conocéis. Pero yo le conozco, porque de él procedo, y él me envió” (v. 28-29). El Señor no creía en la sinceridad de la ceguera de ellos, pues sabía lo que había en sus corazones. Él sabía que sus conciencias se hallaban en aprieto ante todas sus obras y sus palabras, las cuales testificaban de su origen y decían lo que era. Terrible responsabilidad tener delante de sí al Hijo de Dios, el Salvador, y no tener nada que ver con él; responsabilidad que incumbe a todo el que lea estos relatos de la vida del Señor y no le reciba como su Salvador personal.

Aunque se jactaban de tener a Jehová por Dios, negándose a admitir a Jesús como enviado de Dios demostraban no conocer a Aquel que lo había enviado, mientras Jesús lo conocía y se acercaba a él. Como respuesta a la afirmación de los versículos 28 y 29, que tocaba sus conciencias en lo más vivo, procuraban matar a Jesús para acallar esa voz que les juzgaba. Pero “ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora” (v. 30). Los hombres no podían apresurarla: el Señor se iba a entregar voluntariamente para cumplir la voluntad de su Padre en el momento indicado por él. Sin embargo, muchos creyeron en él y dijeron: “El Cristo, cuando venga, ¿hará más señales que las que este hace?”. Este testimonio, que revela una fe poco profunda pero que contrasta con los pensamientos de la masa incrédula, bastó para que los fariseos y los jefes de los sacerdotes enviaran alguaciles para prender a Jesús. Sin conmoverse por el odio impotente de ellos, el Señor les dice: “Todavía un poco de tiempo estaré con vosotros, e iré al que me envió. Me buscaréis, y no me hallaréis; y a donde yo estaré, vosotros no podréis venir” (v. 33-34). Es como si Jesús les dijese: «No hace falta que os deis prisa para eliminarme; en el momento oportuno me iré». Volvería al cielo; nadie podría encontrarle, ni seguirle, salvo, más tarde, aquellos que creyesen en él. Los judíos pensaron que simplemente abandonaría Judea para ir a enseñar a los judíos dispersados entre los griegos. Su palabra los dejó perplejos. Lo que Jesús acababa de decirles era extremadamente solemne para el pueblo, porque su partida traería juicios terribles sobre ellos. Cuando Jesús estaba en medio de ellos, lo buscaban para matarlo y no para escuchar su palabra, salvo algunas excepciones, pero luego lo buscarían y no lo encontrarían. Entonces se cumpliría la palabra del profeta Amós: “He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová. E irán errantes de mar a mar; desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la hallarán” (Amós 8:11-12).

Vivimos en tiempos muy análogos con aquellos. Gracias a la paciencia de Dios, Cristo todavía es presentado como Salvador; pero los hombres encuentran toda clase de pretextos para no creer. Razonan sobre la divinidad de Jesús, sobre la inspiración de las Escrituras; miran hacia los jefes religiosos que han “estudiado” las letras; pretenden que la inteligencia con la cual Dios los ha dotado no les permite creer lo que no comprenden, olvidando que la inteligencia humana, por grande que sea, no puede comprender las cosas de Dios, pues le son locura (1 Corintios 2:14). Otros contemplan el andar inconsecuente de los cristianos. En todos los casos, la verdad es que no quieren creer. Hoy, como en tiempos pasados, en ciertos países se procura quemar las Biblias y hacer callar la voz de los testigos del Señor por medio de la persecución. No se desea oírlos. Eso llegará a ocurrir, porque el Señor vendrá para llevarse a los que creen; entonces podrán buscarlos, pero no los encontrarán. Nadie será capaz de enseñar la verdad; esta será reemplazada por el error, y aquellos que enseñen tal error lo harán con una energía satánica, la cual se está desarrollando rápidamente hoy en día.

Para no exponerse a vivir esos días, muy próximos a los nuestros, es necesario apresurarse a recibir al Señor como Salvador personal, creyendo en la palabra de Dios, la única verdad. Se debe creer primeramente para recibir, en ese mismo momento, el Espíritu Santo, por medio del cual uno puede comprender las cosas profundas de Dios.

El último día de la fiesta

La fiesta de los tabernáculos duraba siete días, como la de los panes ázimos, pero además tenía un octavo día, llamado, en el versículo 37, el “gran día de la fiesta”. Como ya hemos dicho, esta última fiesta del año prefiguraba el milenio que clausurará la historia del pueblo judío y del mundo. Después de esto llegará el estado eterno indicado por el octavo y último día de la fiesta. A partir de ese momento el tiempo ya no contará; la eternidad es un día sin fin.

A la espera de que se establezca el milenio, el Señor rechazado pone fin, por su muerte, a Israel según la carne y, por consiguiente, a todo el sistema legal bajo el cual vivía. Pasa el día sábado en la tumba. Como consecuencia, todo ha terminado para los judíos sobre la base de su responsabilidad, hasta que ellos miren a Aquel a quien traspasaron y le reciban para establecer su reinado.

Pero si bien el Señor pasa en el sepulcro el séptimo día del orden pasado, resucita el octavo día e inaugura, por su resurrección, un nuevo estado de cosas del cual este día llega a ser el primero. Es por eso que los creyentes celebran el primer día de la semana, y no el sábado, que era el último. Se comprende por qué el Señor, el octavo día de la fiesta, exclama:

Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva (v. 37-38).

En medio de la muchedumbre que lo rechazaba, algunas personas no encontraban con qué satisfacer las necesidades de su alma; tenían sed. Si los tales venían a Cristo, él no les dijo que en seguida reinarían con él sobre la tierra, sino que les explicó lo que el Espíritu Santo sería para ellos durante el tiempo de su ausencia. Todos los que le recibieran durante aquel tiempo, disfrutarían de las bendiciones que el Espíritu Santo les traería en virtud de la muerte y glorificación de Cristo, puesto que él iba a volver a Aquel que le había enviado.

Solo Jesús puede satisfacer las necesidades del corazón oprimido bajo el peso de sus pecados y que no encuentra en este mundo nada que le dé felicidad o alivio, ni la religión de la carne ni los placeres mundanos. Por eso el Señor se levanta por encima de todo el sistema religioso que lo rechazaba y clama a los oídos de cada uno diciendo que es necesario ir a él para apagar la sed. Traía al hombre la felicidad que no halla su origen en el desierto de este mundo, sino en la verdadera Roca, Jesús, quien satisface a toda alma sedienta, antitipo de la roca herida de la cual brotaron las aguas que aliviaron al pueblo que moría de sed (Números 20:7-8; 1 Corintios 10:4). Fijémonos en que esta roca se hallaba en el desierto y no en Canaán. En medio del desierto de este mundo somos llamados a acudir a Cristo y a beber, único medio para ser felices y estar satisfechos en la tierra y por la eternidad. ¡Cada uno debe convencerse de ello!

Al decir: “De su interior correrán ríos de agua viva”, el Señor hace resaltar que el que viene a él para beber, no solo se sacia, sino que incluso llega a ser un medio de refrigerio para otras personas. En la Palabra, el interior o las entrañas designan la sede de los sentimientos; allí se experimentan, en toda su sensibilidad, las impresiones más íntimas. Saciada su sed de Cristo –cuyo amor, gracia y perfecciones hacen vibrar las cuerdas más sensibles de sus sentimientos renovados–, el creyente puede comunicar a otros lo que ha sido de refrigerio para sus propias entrañas. El Señor no dice que estos ríos de agua viva fluirán de su cabeza, sede de la inteligencia, porque el conocimiento de la persona de Cristo no es un asunto de inteligencia. Es un alimento, saboreado por el corazón, que desarrolla los sentimientos espirituales; el disfrute que da produce la necesidad de comunicar a otros la verdadera inteligencia espiritual que procede siempre del corazón para el Señor. Pero, para que todo este juego de sentimientos espirituales se produzca, se necesita un poder que uno no posee sino por el Espíritu Santo. Es lo que dice el evangelista en el paréntesis del versículo 39:

Esto empero lo dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él habían de recibir; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía, por cuanto Jesús no había sido aún glorificado (V. M.).

El Espíritu aún no había llegado como persona, lo que solo podía efectuarse tras la glorificación de Cristo; los dos no podían estar personalmente juntos en la tierra. El Señor, como hombre, había recibido el Espíritu Santo al principio de su ministerio, pero, para que pudiese venir sobre otros, era necesario que la obra de redención se cumpliera y que el Señor entrase en su gloria para enviar desde allí el Espíritu Santo sobre los creyentes. Él venía a ser el poder de su nueva vida y les hacía participar del Señor, como lo dice en los capítulos 14 a 16 de este evangelio. Pero solo vino a este mundo por aquellos que creen, mientras que el Señor vino por todos.

Cuando Dios reanude sus relaciones con Israel, el Espíritu Santo desplegará sus efectos con poder para la bendición del pueblo, así como lo anuncian las Escrituras. Mientras tanto, los que creen en Cristo rechazado reciben el Espíritu. Después de pentecostés, los que veían a los discípulos bajo la poderosa acción del Espíritu pretendían que los tales estaban llenos de mosto. Pero Pedro les dice: “Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán…” (Hechos 2:17; ver Joel 2:28). En el versículo 39 de nuestro capítulo el Señor alude a un pasaje de Isaías 44:3: “Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida; mi Espíritu derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos”. Y también en el capítulo 58:11: “… y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan”. En espera de estas bendiciones a favor del pueblo terrenal –cuando este haya creído en Aquel a quien rechazó– ellas son, de modo más elevado, la porción de quienes creen en el Señor durante su rechazamiento, porque el Espíritu Santo les hace disfrutar de un Cristo celestial, centro de bendiciones espirituales y eternas. Al hablar del Espíritu Santo que iba a enviar, el Señor dice: “… para que esté con vosotros para siempre” (Juan 14:16). Eternamente hará disfrutar a los creyentes de la persona de Cristo. Es precioso que haya cumplido y cumpla esta obra en la tierra, como consolador de los creyentes a quienes el Señor dejaba solos en el mundo que le había rechazado. Vale la pena ir a Cristo y beber, creer en él, para disfrutar de una felicidad espiritual, celestial y eterna, y llegar a ser un medio de bendición para otros, en medio de un mundo que no ofrece ningún regocijo al alma y que avanza rápidamente hacia la ejecución de los juicios pronunciados sobre él.

Las palabras de Jesús produjeron cierto efecto sobre la muchedumbre, lo que nuevamente dio lugar a una controversia sobre lo que él era. Unos decían: “Verdaderamente este es el profeta. Otros decían: Este es el Cristo. Pero algunos decían: ¿De Galilea ha de venir el Cristo? ¿No dice la Escritura que del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era David, ha de venir el Cristo?” (v. 40-42). Se razona, pero sin convicción, porque no hay fe. Todos tendrían que haber sabido por qué el Señor venía de Galilea, ya que José debió habitar allí cuando regresó de Egipto, a causa de la maldad de Arquelao (Mateo 2:22-23). La muchedumbre se divide a su respecto: “Y algunos de ellos querían prenderle; pero ninguno le echó mano” (v. 44). Los alguaciles enviados para prender a Jesús (v. 32) volvieron a donde los fariseos y los sacerdotes sin Jesús. “¿Por qué no le habéis traído? Los alguaciles respondieron: ¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”. Las palabras de Jesús habían hecho bastante mella en ellos como para impedirles que le prendieran. Podemos entender que produjeron una verdadera fe en ellos. Irritados por esta respuesta, los fariseos les dijeron: “¿También vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes, o de los fariseos? Mas esta gente que no sabe la ley, maldita es” (v. 47-49).

La respuesta de los fariseos caracteriza el espíritu del clero de todos los tiempos, el que se coloca entre Dios y los hombres. Esa gente quiere que uno acuda a ella para tener relación con Dios, en lugar de dejar que el alma esté bajo la influencia de la Palabra de Dios. Dios quiere tener relación directamente con el pecador. Él, es verdad, puede valerse para ello de intermediarios, pero que conduzcan a Él al hacer valer su Palabra, en vez de hacer valer sus propios pensamientos y no los de Dios. Los fariseos llaman maldita a la muchedumbre porque ella se permitía tener, respecto a Jesús, otra opinión que no era la de ellos. Alegaban que ella ignoraba la ley. Los jefes pretendían comprenderla, y se asombraban de que Jesús la conociera sin haber estudiado. Si ellos la hubiesen conocido, hubieran recibido a Jesús, como les dice en el capítulo 5:46-47: “Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?”. La inteligencia humana sola no sirve de nada para estudiar la Palabra; hace falta la fe bajo la acción del Espíritu de Dios.

Nicodemo era uno de los jefes del pueblo, pero no compartía sus sentimientos y menos su odio. Les da este sabio consejo: “¿Juzga acaso nuestra ley a un hombre si primero no le oye, y sabe lo que ha hecho?”. Atrae sobre sí esta respuesta de desprecio: “¿Eres tú también galileo? Escudriña y ve que de Galilea nunca se ha levantado profeta” (v. 50-52). En esta respuesta se despliega el orgullo y las pretensiones religiosas. Según ellos, uno de los suyos o un profeta no podía venir de Galilea, como si Dios diera importancia al lugar de nacimiento del hombre. Estos desdichados fariseos ignoraban –o querían ignorar– que el profeta Jonás venía de Gat-hefer, en Galilea (2 Reyes 14:25), ciudad de la tribu de Zabulón (Josué 19:13). No hay nada que ciegue tanto como la necesidad de justificarse cuando se resiste a la verdad.

Para Nicodemo hubiera sido mejor no encontrarse entre esa gente; había recibido enseñanzas del Señor que tendrían que haberle llevado a romper con ellos. Al ir a Jesús de noche, no había tenido el valor de mostrarse de día y llevar el oprobio de Cristo. Como Lot, sin duda afligía su alma en un lugar de donde tendría que haber salido. Nos regocija volver a encontrarle cuando Jesús muere, no temiendo pronunciarse a su favor, honrándole juntamente con José de Arimatea, dándole una sepultura digna de Él, mientras su sepulcro se había dispuesto con los inicuos (Isaías 53:9).

En la posición de Nicodemo también se ve lo que la Palabra enseña en otra parte: para ser útil al Señor es preciso separarse del mal. Su consejo, mientras formaba parte del cuerpo de los fariseos y sacerdotes, quedó sin efecto. La Palabra dice: “Si pues se purificare alguno de estos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena” (2 Timoteo 2:21, V. M.). Por todas partes se oye decir que no es necesario separarse del medio en el cual uno se halla para poder trabajar por el bien del conjunto. Dios dice lo contrario. ¿Quién tiene razón? La Palabra también declara: “Las malas compañías corrompen las buenas costumbres” (1 Corintios 15:33, V. M.).  “Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado” (Salmo 1:1).