Juan

Juan 4

Capítulo 4

En el camino a Samaria

En este capítulo comienza el ministerio público del Señor, propiamente dicho. Los tres primeros capítulos presentan el cuadro simbólico del que hemos hablado.

Jesús abandona Judea y vuelve a Galilea, donde había estado cuando se llevaron a cabo las bodas de Caná. El ministerio de Juan llega a su fin, como lo vimos en el capítulo precedente; Jesús va a ejercer el Suyo en medio de los despreciados de Galilea, como lo hace en Mateo 4:12, pero con una diferencia que corresponde al carácter de nuestro evangelio: en lugar de ocuparse solo de Israel, como lo hace en Mateo, se dirige a otros, puesto que se considera rechazado por su pueblo (cap. 1:11).

Para ir de Judea a Galilea había que pasar por Samaria. Era imprescindible, como nos lo dice el versículo 4, no solo porque era la vía más directa –de otra manera había que dar un gran rodeo–, sino también porque era el camino que el amor de Dios abría para que el Señor llegara a pobres pecadores perdidos, sin ningún derecho a los privilegios de Israel, los que no les pertenecían, pero que eran objetos de la gracia. El Señor habla de ellos en el capítulo 1:12: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Ya no se trata solamente de las ovejas perdidas de la casa de Israel, sino de todo pecador que recibe a Jesús creyendo en su Nombre. He aquí la gracia en toda su belleza, tal como este evangelio la presenta, esparciéndose cual río caudaloso por el mundo entero, al alcance de todos los hombres y para todos. Este río de vida aún extiende sus aguas vivificadoras, de las cuales toda persona es invitada a beber, invitación apremiante, repetida por el autor de nuestro evangelio antes de clausurar el canon de las Escrituras: “El que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17). Este llamado se dirige a todos y cada uno, antes de que cese la corriente de este río, lo cual se efectuará después de la venida del Señor.

La ruta que Jesús seguía lo llevó a las afueras de la ciudad de Sicar, o Siquem, situada en la tribu de Efraín, cerca del monte Gerizim y de la tierra que Jacob dio a José (Génesis 33:19; 48:22). Allí había un pozo, llamado aquí “el pozo de Jacob”, figura de la verdadera fuente de agua de vida en la persona de Jesús.

Era la hora sexta, es decir, nuestro mediodía.

Entonces Jesús, cansado del camino, se sentó así junto al pozo.

Se encontraba solo, pues sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar víveres. Una samaritana llegó a sacar agua, y “Jesús le dijo: Dame de beber” (v. 7). La mujer se asombró de que Jesús, a quien ella reconocía como judío, le pidiese de beber, porque los judíos no mantenían ninguna relación con los samaritanos. La mujer no sospechaba que Jesús, dejando de lado las relaciones humanas, quería ponerla en contacto con Dios el Padre.

Los samaritanos descendían de los pueblos que Salmanasar, rey de Asiria, había traído a Samaria en lugar de los israelitas deportados a Asiria (2 Reyes 17:24). Esos pueblos practicaban allí las abominaciones de su paganismo, y Dios había enviado contra ellos leones. Cuando el rey comprendió que esto era un juicio de parte de Dios, les envió sacerdotes de entre aquellos a quienes había deportado, para enseñarles a servir al Dios del país. Pero, aun temiendo a Dios, esos pueblos siguieron sirviendo a sus dioses, lo que constituyó una mezcla de cultos (2 Reyes 17:25-41). En Esdras 4:1-5 se les ve ofrecerse a los judíos, vueltos del cautiverio, para colaborar con ellos en la reconstrucción del templo de Jerusalén. La negativa de Esdras a admitir su ayuda los irritó mucho. Se cree que este rechazo engendró el violento odio que reinaba entre ellos y los judíos.

Al ver que los judíos no les concedían derecho en el templo de Jerusalén, construyeron uno, más tarde, en el monte Gerizim, al cual alude la samaritana en el versículo 20. Probablemente escogieron este monte porque allí era donde se debía pronunciar la bendición sobre el pueblo, en oposición al monte Ebal (Deuteronomio 11:29; 27:11-13). En la época del Señor, el templo ya no existía; de ahí que la samaritana diga: “Nuestros padres adoraron en este monte…”. Habían abandonado su idolatría y pretendían tener derecho a las promesas. Esperaban al Mesías, pero de las Escrituras solo guardaban el Pentateuco. Su origen, sus pretensiones a participar en las bendiciones que el Mesías traería, exasperaban a los judíos, quienes les tenían un odio mayor que a los demás pueblos.

La fuente de agua viva

Jesús respondió a la samaritana: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva” (v. 10). ¡Qué tesoros hay en la respuesta de Jesús a esta mujer! Es un resumen de la gracia perfecta y de la manera en que esta ha llegado al hombre. Jesús la anuncia en dos partes, cada una de ellas maravillosa, insondable, como todo lo que es divino. Estas constituyen un tema presente y eterno de adoración y alabanza. Primeramente vemos “el don de Dios”. Este término indica el cambio acontecido en la manera en que Dios obra para con los hombres. Hasta entonces, Dios había exigido al hombre pecador una vida que respondiera a sus exigencias formuladas por la ley. Nadie pudo ofrecer a Dios lo que él pedía. Luego esta ley se dirigió solo a los judíos, quienes, al quebrantarla, se colocaron en la misma situación de todo hombre ante Dios. De esta manera los judíos, al igual que los samaritanos y todo hombre, pecadores perdidos, sin recursos en sí mismos, permanecían infaliblemente bajo la condenación eterna si Dios seguía exigiendo que le satisficieran. Entonces Dios, que es amor y luz, interviene en favor de una raza perdida y culpable, y se revela como el Dios que da y no como el que pide. Da el Espíritu Santo, la gracia, la vida; solo toma en cuenta lo que es el pecador para darle, salvarle y hacerle perfectamente feliz desde ahora y por la eternidad. Lo introduce, por el poder del Espíritu, en el goce de todo lo que proviene de su amor: paz, felicidad, gozo, esperanza gloriosa.

Pero para traer estas bendiciones, escondidas desde la eternidad en el corazón de Dios, se necesitaba un medio, el cual es señalado por el Señor en la segunda parte de su respuesta a la mujer: “Quién es el que te dice: Dame de beber”. Era él mismo, Hombre cansado por la marcha bajo el sol ardiente, sentado junto al pozo, con sed, esperando los víveres que sus discípulos llevarían. Este Hombre era “Dios manifestado en carne”, el Creador de la tierra a la cual había descendido, Creador del sol, a cuyos ardientes rayos estaba expuesto; Creador del agua que le pedía a la mujer, Creador de la mujer misma… Aquel ante quien todo hombre ha de comparecer un día, el Juez de vivos y muertos, venido con la más profunda humildad para ser accesible a todos, expresión del amor divino. Este amor, menospreciado por los judíos, venía para derramarse libremente en el corazón de una pobre pecadora, encontrada a esa hora del día porque, debido a su conducta, evitaba el contacto con los conocidos. En efecto, en los países meridionales se busca el agua durante el frescor del día, y no a mediodía. Pero Dios se sirvió de la vergüenza que esta mujer experimentaba para ponerla en contacto consigo mismo, revelado en Cristo como el Dios que da. Ella estaba lejos de saber en presencia de quién se hallaba. Se necesitaba la paciente obra de Jesús para hacer penetrar la luz y el amor en ese corazón tenebroso, incapaz de comprender otra cosa diferente a lo relacionado con su vida material. No pensaba más que en el agua que venía a buscar, y dijo a Jesús: “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, tienes el agua viva?” (v. 11).

Ella se dio cuenta de que, para hacer una oferta semejante, era necesario ser un personaje distinguido. Por eso añadió: “¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?” (v. 12). Ignoraba quién era el que le hablaba y de qué estaba hablando.

Jesús sigue la conversación para atraer hacia Él este corazón, al cual quiere traer la verdadera felicidad, haciéndole comprender que no le ofrece un agua semejante a la del pozo. Esta representa las cosas del mundo, de las cuales el hombre tiene sed, pero que no calman la sed. En vez de satisfacer sus necesidades, aumentan sus deseos, trátese del dinero, de la gloria, de los placeres, y ¡ay!, de las pasiones bajo cualquier forma. Por eso Jesús dice:

Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna (v. 13-14).

¡Maravillosa diferencia entre el agua que el Señor da y la que el corazón natural busca en este mundo! El que bebe el agua viva ya no está sediento, es decir, ya no tiene necesidad de buscar sus goces en las cosas del mundo; los encuentra en las cosas celestiales, en el conocimiento del Padre revelado en el Hijo. ¡Esta agua no solamente satisface, sino que llega a ser una fuente que brota para vida eterna, en lugar de un corazón sediento y que nunca se sacia!

Bajo la humildad profunda con la que Jesús se presenta a esta mujer, vemos aparecer su divinidad. Le había dicho: “Si conocieras el don de Dios”, y ahora le dice: “El agua que yo le daré”. Él sí se la puede dar, porque es Dios al tiempo que es el más humilde de los hombres. La mujer comprende que Jesús no le ofrece agua del pozo; entonces le dice: “Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla” (v. 15). Ella simplemente quiere ahorrarse algún trabajo; no puede comprender de qué agua se trata, porque “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios” (1 Corintios 2:14).

Hasta aquí el Señor ha procurado ganar su confianza; la samaritana ha hallado en él benevolencia y bondad; no la trata como lo hubiese hecho normalmente un judío. Su corazón es atraído por un poder que ella ignora: el de la gracia que emanaban los labios del Hombre divino (Salmo 45:2). “La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo”. La gracia empieza por abrir el camino hacia la verdad que expone a la luz del día el triste estado del hombre. Sin ella, este huiría de la presencia de Dios.

Jesús no sigue hablando a la mujer del agua que le ofrece; va a hacer lo necesario para que pueda recibirla. Todo es obra suya, lo cual caracteriza la actividad del Señor en este evangelio, ya que el hombre es considerado en la absoluta incapacidad de su estado natural. Jesús va a poner a esta mujer en presencia de la luz divina; la conducirá allí mediante la conciencia, facultad de distinguir entre el bien y el mal, la cual el hombre obtuvo después de haber pecado. (Satanás dijo a Eva: “Seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal”, Génesis 3:5). En el estado en que Dios había puesto al hombre al principio, no había ni bien ni mal que distinguir. La inocencia es, pues, el estado en que no se tiene conciencia del bien ni del mal.

Para que la conciencia sea útil, debe ser iluminada por la Palabra de Dios; sin ello se puede endurecer hasta el punto de no producir ningún efecto. Bajo la acción de la luz divina, el pecador ve su culpabilidad, su perdición, y puede aceptar la gracia. Para producir este efecto en la mujer, Jesús le dice: “Ve, llama a tu marido, y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: No tengo marido. Jesús le dijo: Bien has dicho: No tengo marido; porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido; esto has dicho con verdad” (v. 16-18). Por su respuesta, Jesús pone a la mujer en la plena luz de Dios. Ella se encuentra frente a Aquel ante cuyos ojos “todas las cosas están desnudas y abiertas” (Hebreos 4:13). Por eso responde: “Señor, me parece que tú eres profeta” (v. 19). Comprende que su interlocutor le está hablando con autoridad divina, como los profetas. Pero estos hablaban de parte de Dios; en cambio, Jesús es Dios. La Palabra resalta esta diferencia en los primeros versículos de la epístola a los Hebreos: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (o en el Hijo), es decir, que Dios estaba hablando en él. La palabra de Jesús alcanza la conciencia de la samaritana, la obra de Dios se cumple en ella, como se ve en los versículos 28 y 29, cuando ella dice a los hombres de la ciudad: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”. Jesús, evidentemente, no le ha revelado todos sus actos, pero ella comprende que él los conoce todos y, en esta luz, siente su entera culpabilidad. No se necesita mucho tiempo para ello. En pocas palabras, el ladrón de la cruz se condenó totalmente. En el camino a Damasco, Saulo de Tarso, hombre sin reproche en cuanto a la ley, se vio, en un instante, como el mayor de los pecadores, y fue salvado. Pero, por la gracia de Dios, en esta luz se obtiene el perdón de todo lo que ella descubre.

El lugar donde se debe adorar

Al comprender que se encuentra en presencia de alguien que le habla de parte de Dios, la mujer procura informarse respecto al lugar donde se debe adorar. “Nuestros padres adoraron en este monte”, dice ella señalando el monte Gerizim, “y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (v. 20). A pesar de su triste vida, ella experimenta necesidades de orden religioso; quiere saber más. Gracias a Dios, tiene ante sí a Aquel a quien desea adorar, revelación de Dios como Padre, quien, por medio de él, busca adoradores. Jesús le responde:

Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren (v. 21-23).

La pregunta de la samaritana brinda a Jesús la ocasión de revelar la verdad respecto al culto que Dios desea. No había bajado del cielo para volver a traer al pueblo extraviado al culto de Jehová, como los profetas habían intentado hacerlo. Jerusalén y el templo, pertenecientes al sistema legal, son puestos de lado como lugar de adoración. Dios el Padre se da a conocer a todos sin distinción alguna.

Los samaritanos, con su religión de tradición, no sabían lo que adoraban; no era a Dios y tampoco a los ídolos propiamente dichos. Los judíos, por el contrario, lo sabían; ellos adoraban al verdadero Dios en contraste con los ídolos del paganismo. Pero ni los unos ni los otros conocían a Dios como Padre. Dios es Espíritu; esa es su naturaleza; por lo tanto no tiene forma. De ahí que a los judíos les estuviera prohibido hacer imagen para representarle (Deuteronomio 4:12, 15-16, 23). En el templo Dios permanecía oculto detrás del velo, y el hombre no podía acercársele; pero, en su Hijo, Dios es revelado como Padre, y como tal quiere ser conocido y adorado: en espíritu, según su naturaleza, y en verdad, tal como ha sido revelado en su Hijo, expresión de todo lo que Dios es: amor y luz. Ello excluye todas las formas exteriores de cualquier culto. Para adorar es preciso estar en una relación de vida con Dios como Padre. ¿Cómo se llega a ello? El Padre busca adoradores de verdad; la necesidad de su corazón le hace obrar. Quiere ser conocido en su amor infinito; por este conocimiento forma a los adoradores. Los busca en (a través de) la persona de su Hijo y los hace aptos para adorar en una relación establecida con él según toda la verdad de lo que él es. Para ello era necesario que la samaritana recibiese a Jesús; que bebiese el agua viva que él le ofrecía, que creyese lo que él decía. “Créeme”, dice, “que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”. ¡Qué revelación más preciosa para esta pobre mujer! No la excluye de este culto, y tampoco a ningún samaritano, como se les privaba del culto judío en Jerusalén; le dice: “Adoraréis al Padre”. Desde el momento en que “la hora” de la gracia es introducida, cada uno puede participar de este privilegio, excepto aquellos que se lo niegan a sí mismos al no creer.

La samaritana no comprende lo que Jesús le dice. Sin embargo, dispuesta a creer en las enseñanzas del Mesías, dice “que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará todas las cosas” (v. 25). Por eso Jesús le puede decir: “Yo soy, el que habla contigo”. Ella no necesita más indagaciones. Su corazón se llena de luz. ¡Qué momento más precioso para el Salvador! Rechazado en Jerusalén por los judíos, puede derramar en este corazón sediento las aguas vivificadoras de la gracia. En esta mujer, a quien ha hecho consciente de su estado de pecado y quien se deja ganar por él y por sus palabras, encuentra un alma a la cual puede revelarle que él es el Cristo, mientras que a sus discípulos les prohíbe revelar esto a los judíos, “por su incredulidad” (Marcos 8:29-30). “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan 5:1).

Por fe la mujer, y poco después los samaritanos, recibían de Jesús más que el conocimiento sobre el Mesías, con quien nada tenían que ver por ser samaritanos; les daba el agua de la fuente que brota para vida eterna; venían a ser adoradores del Padre.

Cuando los discípulos llegaron se asombraron al ver a su Maestro hablando con una mujer. “Sin embargo, ninguno dijo: ¿Qué preguntas? o, ¿qué hablas con ella?” (v. 27). No podían penetrar en la obra que el Señor cumplía; los pensamientos de gracia del Padre, revelados en el Hijo a favor de todos, seguían siéndoles desconocidos. Con respecto a Jesús, solo pensaban en los judíos, quienes excluían a todos –salvo a ellos mismos– de las ventajas de Su venida.

La mujer dejó su cántaro, se fue a la ciudad y dijo: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo?” (v. 28-29). Aquí tenemos una prueba de la obra de Dios en la samaritana. Hacía poco ella evitaba el contacto con sus semejantes, a causa de su mala conducta; ahora va y les dice que ha encontrado a un hombre que le ha revelado todos sus hechos. Ella se había hallado en la luz de Dios, donde había visto muchos más pecados que los que los hombres de Sicar conocían de ella, porque lo que nuestros semejantes saben de nuestras faltas no podría compararse con lo que Dios nos hace ver en su propia luz. Si la samaritana podía hablar de todo lo que ella había hecho, era porque, en la luz, había visto la gracia que le había perdonado. Durante la época de la gracia, la luz y el amor, la gracia y la verdad son inseparables a favor de todo pecador. En el día del juicio, ante el gran trono blanco, la misma luz resplandecerá con todo su brillo y manifestará el espantoso estado de aquellos que comparezcan ante él sin la gracia que rechazaron en el tiempo en que Dios invitaba a los pecadores a ir a él para recibir el perdón de sus pecados.

Aquel tiempo, esa “hora” –de la cual el Señor dice: “Ahora es” (cap. 5:25)– transcurre rápidamente; es la hora de la gracia en la cual todavía estamos; que aquel que aún no la haya aprovechado se apresure a recibir el perdón y la paz, para llegar a ser adorador del Padre. Él sigue buscando. ¡Déjese atraer por esta gracia, lector, y no pierda su tiempo persiguiendo la felicidad en un mundo manchado y perdido!

Al llamado de la mujer, los hombres de Sicar salieron de la ciudad y vinieron a donde estaba Jesús.

La cosecha

Los discípulos rogaban a Jesús que comiera. Si la mujer, como agua para beber solo conocía la del pozo de Jacob, los discípulos, en cuanto al alimento, solo conocían el que podían conseguir en Sicar. No comprendían con qué alimento su Maestro acababa de saciarse. Aún no lo conocían. En efecto, su alma había sido saciada con un alimento que los judíos le negaban con su incredulidad; lo había encontrado dando a conocer la gracia, el “don de Dios”, a una pobre pecadora que lo había escuchado y había creído en él. Jesús les dijo:

Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra (v. 34).

El Padre lo había enviado a cumplir su obra de amor: salvar a los pecadores. Era uno con el Padre en este amor infinito. Su corazón se sentía feliz de satisfacer el de su Padre. En el Hijo había un amor que obedecía al amor del Padre. Él podía decir: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:8). ¿Podríamos tener un Salvador más maravilloso? Halla sus delicias en revelar el amor que salva, que perdona, que conduce al pecador a Dios como un hijo muy amado, como un adorador del Padre, y cuando un pecador se deja alcanzar por este amor, Dios se regocija en el cielo, como vimos en el capítulo 15 de Lucas.

El Señor quiere hacer comprender a sus discípulos en qué consiste el trabajo que le proporciona tal alimento, al cual le gustaría asociarlos. Les dice: “¿No decís vosotros: Aún faltan cuatro meses para que llegue la siega? He aquí os digo: Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega” (v. 35). El tiempo que Jesús pasaba en la tierra señalaba el término de la dispensación de la ley, durante la cual los profetas habían anunciado la venida del Cristo para traer la bendición a su pueblo. En efecto, sobre la base de la obediencia a la ley, ninguna bendición había podido obtenerse. Sus profecías –la de Juan el Bautista, muy particularmente– habían dado fruto, ya que muchos esperaban al Mesías en medio de la incredulidad de los judíos orgullosos. Esta espera se comprueba incluso en la persona de la samaritana y sus conciudadanos. En ese entonces varias personas tenían necesidades que no encontraban satisfacción alguna en el estado del pueblo. Esta espera del Cristo provenía de las siembras de los profetas: los campos estaban “blancos para la siega”. Los discípulos, que servían como segadores, recogían fruto para vida eterna. Sembradores y segadores se gozarían juntos, puesto que habían trabajado en vista del mismo resultado. Jesús les dice: “Yo os he enviado a segar lo que vosotros no labrasteis; otros labraron, y vosotros habéis entrado en sus labores” (v. 38). El principio es el mismo cuando se trata de una conversión; se acostumbra decir que fulano se ha convertido por medio de tal persona o al leer un pasaje de la Biblia o un tratado. Esta persona ha cosechado donde otras han trabajado a menudo durante mucho tiempo, porque el trabajo de Dios en un alma generalmente no se efectúa en un día. Para ello frecuentemente Dios emplea a varios obreros, y llama durante mucho tiempo por diferentes medios. Pero, ocurrida la conversión, el que cosecha y los que han sembrado se regocijan juntos por los resultados de su cooperación.

Los samaritanos

Muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer, que daba testimonio diciendo: Me dijo todo lo que he hecho (v. 39).

La samaritana nos muestra otro ejemplo de los medios que Dios emplea para la conversión de los pecadores. Ella poseía una felicidad que no podía guardar para sí. ¿Cómo había llegado a esa situación? Al encontrarse en presencia de un Hombre que, bajo el efecto de la gracia y la verdad, le había descubierto su vida de pecado. Ese Hombre debía ser el Cristo prometido y esperado. Este testimonio tan sencillo y verdadero produjo, en quienes lo oyeron, el mismo efecto que en ella; creyeron por su palabra. Cada uno puede predicar el Evangelio sin estar especialmente dotado para ello; basta haberse convertido y contar su conversión. Los samaritanos vinieron a Jesús; tal es el efecto de toda predicación del Evangelio. Hay que ir a Jesús. El verdadero ministerio de la Palabra conduce hacia él: los creyentes, para nutrirse de su persona, y los inconversos, para recibir la vida eterna. “Venid a mí”, dice Jesús a los que están trabajados y cargados. “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (cap. 7:37). “Le rogaron que se quedase con ellos; y se quedó allí dos días. Y creyeron muchos más por la palabra de él, y decían a la mujer: Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo, el Cristo” (v. 40-42). Puestos en contacto con la fuente de la felicidad de la samaritana, lo que esta gente encontró en Jesús confirmaba las palabras de la mujer con un poder vivificador; su fe, así fortalecida, superaba lo que ella había captado de Jesús. La samaritana dijo: “¿No será este el Cristo?”. Ellos dijeron: “Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo, el Cristo”. Necesitaban un Salvador y no un Mesías, al cual, en realidad, no tenían ningún derecho. Encontraron a este Salvador. Jesús bien había dicho a la mujer: “La salvación viene de los judíos”, y era para todos, para el mundo entero, como Juan lo dice a menudo. Es “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (cap. 1:29). Vino “para que el mundo sea salvo por él” (cap. 3:17). Es el pan que “da vida al mundo” (cap. 6:33). Da su carne “por la vida del mundo” (v. 51). Es “la luz del mundo” (cap. 8:12), etc. Estas expresiones muestran el pensamiento de Dios al dar a su Hijo; pero, para obtener los resultados de la venida de Jesús, se necesita la fe, siempre individual. La salvación pertenece a todo el que cree. Pero Dios hizo lo necesario para que todos los que forman el mundo sean salvos por medio de la fe.

Los galileos

Después de los dos días pasados con los samaritanos, Jesús reanudó su camino hacia Galilea (v. 43), siendo consciente de que allí no sería honrado como lo fue en Sicar. Testificaba que “el profeta no tiene honra en su propia tierra”. Aunque no trabajaba con ese propósito, sino para cumplir la voluntad de su Padre, no era insensible al desprecio que la gente le manifestaba, por eso siempre procuraba hacer el bien. Su corazón humano experimentaba, con una perfecta sensibilidad y un pleno conocimiento, todo lo que era propio tanto para entristecerle como para regocijarle; pero nunca se dejaba gobernar por sus sentimientos, por perfectos que estos fuesen. Cumplir la voluntad de Dios su Padre, que era la de dar a conocer su gracia a los pecadores, tal era el móvil de toda su vida. De paso podemos decir que no se honraba a Jesús haciéndole cumplidos, o por medio de brillantes recepciones, como se hace con un hombre cualquiera, sino recibiendo su palabra como lo hicieron los samaritanos. No hay nada que honre mejor al Señor que creerle y obedecerle.

Cuando llegó a Galilea, los galileos le recibieron, “habiendo visto todas las cosas que había hecho en Jerusalén, en la fiesta” (v. 45). Muy pronto se nota una diferencia entre los galileos y los samaritanos: los galileos le recibieron porque habían visto unos milagros; los samaritanos, por causa de su palabra. Los milagros pueden producir una convicción momentánea, rápidamente disipada bajo el efecto de las circunstancias, pero la fe en la Palabra de Dios da la vida eterna. Los samaritanos se mostraban superiores a aquellos que habían tenido al Señor entre ellos y habían participado de los privilegios del pueblo de Israel; porque los galileos subían también a la fiesta. El Señor aludió a la fiesta de la pascua, mencionada al final del capítulo 2, en la que varios creyeron en su Nombre, cuando contemplaron los milagros que hacía; pero no se fiaba de ellos.

La fe es la que salva; pero la fe en la palabra de Dios.

Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios
(Romanos 10:17).

Si los milagros fueran necesarios para creer, ¿quién sería salvo hoy en día? Dios seguiría haciéndolos si fuesen necesarios; pero, gracias a Dios, basta la Palabra. Al citarla a un corazón moribundo, a un hombre aislado en la angustia, lejos de toda intervención humana, un pasaje puede efectuar en él la obra de Dios.

Jesús hacía milagros en el mundo para demostrar al pueblo que él era el Mesías. Fue lo que mandó decir a Juan el Bautista cuando este tuvo alguna duda al respecto (Mateo 11:5-6). Los apóstoles y ciertos discípulos también hicieron milagros después de la ascensión del Señor, como señales para los incrédulos, mostrándoles el poder de Dios por medio del cual el cristianismo se establecía en el mundo. Actualmente el cristianismo está establecido, por lo tanto los milagros ya no son necesarios. Pero hay almas por salvar en medio de la cristiandad; estas pueden serlo por la fe en la Palabra de Dios, porque esta Palabra no ha sufrido alteración alguna desde que convirtió a los primeros cristianos; ella sigue teniendo todo su poder para cumplir la obra de la salvación en todo el que cree. Los únicos milagros a los que la cristiandad puede pretender hoy en día son el “gran poder y señales y prodigios mentirosos” de los cuales Pablo habla en 2 Tesalonicenses 2:9. Una de las señales del final de la dispensación actual, muy evidente en nuestros días, es la necesidad de ver milagros y hacerlos, mientras se va poniendo de lado la Palabra de Dios. Los hombres no se dan cuenta de que esto es una astucia del enemigo para apartarlos de la fe y hacerlos perder; los atrae hacia sí sin que se den cuenta de ello, y la mayoría de las veces con un lenguaje que imita al de las Escrituras; así los coloca sutilmente en el error, para que crean en la mentira, hasta el momento en que, como juicio, Dios enviará “un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad” (2 Tesalonicenses 2:11-12). Se trata de aquellos que serán dejados en la tierra cuando el Señor venga para llevar a los creyentes.

Es necesario, pues, estar sobre aviso respecto a esa obra de seducción, porque a menudo se presenta con la apariencia de la verdad y al mismo tiempo forma parte del “misterio de la iniquidad” que ya está en acción. No debemos dejarnos apartar del único medio de salvación dado por Dios para todos los tiempos: la fe en la Palabra de Dios.

La curación del hijo de un noble

Volvemos a encontrarnos en Caná, donde Jesús había cambiado el agua en vino. El hijo de un noble estaba enfermo y su padre rogó a Jesús que descendiera para sanarle. Jesús respondió: “Si no viereis señales y prodigios, no creeréis” (v. 48). Esta respuesta no se dirigía personalmente al padre, sino al pueblo al que este padre representaba, el cual solo creía cuando veía milagros, como los galileos, en contraste con los samaritanos que creían la Palabra de Jesús. El oficial insistió para que Jesús desciendiese antes de que su hijo muriera. Jesús le dijo: “Ve, tu hijo vive. Y el hombre creyó la palabra que Jesús le dijo, y se fue” (v. 50). Aprovechó la presencia y el poder del Señor sobre la misma base que los samaritanos: creyó. Reforzó esta fe a continuación, cuando oyó a los siervos venidos a su encuentro decirle que su hijo vivía. Supo que la fiebre le había dejado en la hora séptima, es decir, en el mismo momento en que Jesús le estaba diciendo: “Ve, tu hijo vive”. Merced a esta maravillosa comprobación, “creyó él con toda su casa” (v. 53). Los milagros refuerzan la fe; la palabra de Dios la produce.

“Esta segunda señal hizo Jesús, cuando fue de Judea a Galilea” (v. 54). El agua cambiada en vino, primer milagro, simboliza el gozo que el Señor traerá con el establecimiento del reino en gloria, cuando el nuevo Israel haya sido purificado por las aguas de la aflicción por las que habrá pasado. La “segunda señal” es figura de lo que Jesús cumplía en la tierra. Este hijo enfermo representa el estado del pueblo judío en aquel momento. Estaba a punto de morir, pero la vida era dada allí donde había fe para aprovechar la presencia del Señor. La multitud del pueblo no aprovechó eso; pero, donde había fe, los efectos de la gracia se producían. Hay otras figuras del estado del pueblo, como por ejemplo la hija de Jairo. Esta representa el pueblo que muere por haber rechazado a Jesús, quien va, no para sanarla, sino para resucitarla moralmente (Ezequiel 37).

La primera señal tuvo por efecto que los discípulos de Jesús creyesen en él, cuando vieron su gloria. Mediante la segunda, otros creyeron en él, y sus vidas contrastaban con la de la nación que iba a perecer porque no creía.