Juan

Juan 3

Capítulo 3

El nuevo nacimiento

“Había un hombre de los fariseos que se llamaba Nicodemo, un principal entre los judíos. Este vino a Jesús de noche, y le dijo: Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él” (v. 1-2). En contraste con los hombres de quienes Jesús no se fiaba, aunque creían en su Nombre, Nicodemo fue a Jesús con verdaderas necesidades. Quería saber más sobre lo que enseñaba Aquel a quien reconocía como maestro “venido de Dios”. Lo que prueba la realidad de las necesidades de Nicodemo es que viene de noche. Al deseo de ser informado conforme a la verdad está ligada la conciencia de la oposición por parte del mundo. La naturaleza no quiere el oprobio; instintivamente procura evitarlo. Sin embargo, más vale ir de noche a Jesús para escuchar su Palabra que no ir nunca. Después de haber ido de noche, uno recibirá fuerzas para dar testimonio a la luz del día, tal como lo hizo Nicodemo en un momento crítico (cap. 19:39).

El Señor se complace en corresponder al deseo de conocerle mejor; pero, para aprender, a menudo es necesario poner de lado ciertas cosas que forman parte de nuestros conocimientos religiosos y no concuerdan con el pensamiento de Dios. Así, Nicodemo fue a Jesús con el ánimo de aumentar sus conocimientos como doctor de la ley. No comprendía que Dios rechazaba el sistema en el cual él quería instruirse aún más, y tampoco que necesitaba una naturaleza distinta de la del hombre en Adán –por muy religioso y bien intencionado que fuese– para ser enseñado por Dios. Por eso Jesús le respondió:

De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios (v. 3).

Las palabras “de cierto, de cierto”, empleadas tan a menudo en este evangelio, equivalen a “amén, amén”, y afirman absolutamente la verdad de las palabras del Señor.

Jesús quería dar a entender enseguida a Nicodemo que Dios ya no enseñaba más a la vieja naturaleza. El reino de Dios estaba presente en la persona del Señor, quien manifestaba todos los caracteres morales. Pero, para verlo y entrar en él (v. 5), era necesario haber nacido de nuevo, sin lo cual en Jesús solo se veía al hijo del carpintero o, como pensaba Nicodemo, a un maestro enviado por Dios para enseñar a su pueblo. Nicodemo ignoraba todo eso; sin duda se creía, como hijo de Israel, un fiel súbdito del reino de Dios, pero Israel apenas presentó los caracteres del reino de Dios aun en los más bellos días de su historia; porque “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17).

Nicodemo no comprende lo que es el nuevo nacimiento, y pregunta: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?” (v. 4). Aun cuando pudiera nacer una segunda vez, esto no sería más que un segundo nacimiento con la misma naturaleza, pero es necesario un nacimiento de una nueva fuente, enteramente nueva y espiritual (cap. 1:13). Jesús le muestra cómo se efectúa este, y le prueba su necesidad, no solamente para ver el reino en la persona de Jesús, sino para entrar en él: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (v. 5-7). Para nacer de nuevo se necesita una obra muy distinta a la de la naturaleza. Se necesita el poder de Dios como en la creación, porque por su palabra y su Espíritu Dios sacó de la nada la primera creación. Para la nueva, también se necesita la acción de la Palabra y del Espíritu. Pero aquí la Palabra es llamada “agua” debido a su acción purificadora. Ella trajo los pensamientos de Dios al hombre que hasta entonces era ajeno a ellos; lo purifica de los suyos propios, porque lo que viene del corazón natural está manchado y se opone a Dios. Ella trae la vida, mientras aplica la muerte a todo lo que pertenece al primer Adán, y eso bajo la acción del Espíritu, el agente por medio del cual Dios obra siempre.

Las dos naturalezas no se mezclan. Lo que es nacido de la carne sigue siendo carne, no se mejora y no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es, y participa de la naturaleza divina. Así Nicodemo, al igual que el mayor de los pecadores, tenía que cambiar de naturaleza para entrar en el reino de Dios; esta es una verdad absoluta: “Es necesario”, dice el Señor. El tiempo en que Dios se ocupaba del hombre en la carne había pasado; la prueba había llegado a su fin. Como no dio resultado, Dios puso de lado al primer hombre. El Hijo de Dios vino a este mundo para introducir un nuevo orden de cosas y una obra completamente nueva.

Dios obra por su Espíritu; es lo que caracteriza su acción; no hay nada en ello por parte del hombre, el cual no entiende nada en la materia. “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (v. 8). El soplo (hálito) del Espíritu se mueve en una familia, en una comarca; hay conversiones. ¿De dónde viene eso? En el mundo el cambio efectuado se atribuirá a diversos motivos; se lo llamará cambio de religión, reforma, etc. El hombre natural no tiene nada que ver con ello; este comprueba efectos, como ocurre cuando el viento sopla, pero desconoce su procedencia y su propósito. Se trata de la libre y soberana acción de Dios en el mundo sobre “todo hombre”, no solamente entre los judíos; y esto caracteriza siempre la obra de Dios en este evangelio.

Nicodemo dijo: “¿Cómo puede hacerse esto? Respondió Jesús y le dijo: ¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?”. Como doctor de la ley, Nicodemo tendría que haber sabido que el pueblo judío no podía tener participación en el reinado milenario sin la obra del nuevo nacimiento. Ezequiel profetiza muy claramente a este respecto. Después de haber dicho que Jehová reuniría a su pueblo de todos los países donde este había sido deportado, para volver a traerlo a la tierra de Israel, añade: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros” (Ezequiel 36:24-28; 37:9). Como los discípulos, Nicodemo pensaba que el Señor podía establecer su reinado sobre el pueblo tal como estaba, que bastaba ser hijo de Abraham según la carne para disfrutar de las promesas. No tenía en cuenta el estado de pecado del judío como el de cualquier hombre y, sobre todo, no tenía ninguna idea de lo que convenía a un Dios justo y santo para poder introducir al pueblo terrenal en su reino.

Este debía llevar los caracteres de Dios mismo, tal como eran manifestados en Jesús, y no los del hombre en Adán. En otras palabras, Nicodemo no se conocía a sí mismo ni los pensamientos de Dios.

Jesús sigue diciendo: “De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís nuestro testimonio. Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?” (v. 11-12). Jesús traía el conocimiento de Dios, lo que está de acuerdo con él, lo que debía caracterizar su reino. Daba testimonio de lo que estaba en el cielo, porque era uno con su Padre; por eso dice: “Lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos”. Si Nicodemo y todos los judíos hubiesen comprendido la gloria de la persona que se encontraba allí, ¡qué cambio se habría operado en ellos! Hubieran quedado maravillados; le habrían escuchado; pero en su estado natural no podían hacerlo. Nadie recibía su testimonio venido del cielo, aun referente al reino terrenal, ni siquiera un maestro de la ley. Para recibirle era necesario creer, porque Jesús dice:

Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?

Las “cosas terrenales” son todo lo que concierne al reinado de Cristo en la tierra; Nicodemo tendría que haberlo comprendido, puesto que era el gran tema de la profecía. “Las celestiales” no forman parte de la revelación del Antiguo Testamento; ellas pertenecen al dominio de la vida eterna, vida necesaria para poderlas disfrutar. Jesús vino para hablar de ellas y cumplir la obra de la cruz en virtud de la cual llegarían a ser la porción de los creyentes. Después de la ascensión del Señor, los apóstoles –Pablo, sobre todo– las revelaron plenamente.

El Señor hablaba de estas cosas completamente nuevas. Él, el Hijo del Hombre que estaba en el cielo, daba testimonio de lo que había visto. “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo” (v. 13). El cielo permanecía inaccesible al hombre pecador; pero el Hijo del Hombre había bajado de allí, al tiempo que siempre seguiría estando en el cielo. Aunque era hombre en la tierra, Jesús seguía siendo Dios, presente en todas partes, viviendo en el cielo y al mismo tiempo en la tierra, realidad que si bien es insondable para seres como nosotros, tenemos la dicha de creerla. Ella llena nuestros corazones de admiración y agradecimiento cuando contemplamos la gloriosa persona de Jesús. Él vino a fin de revelar lo que Dios tenía en su corazón para pobres pecadores perdidos que no podían subir al cielo para entender “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, (y que) son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9).

La vida eterna

Hemos visto que Jesús, el “Hijo del Hombre, que está en el cielo”, traía a la tierra el conocimiento de cosas celestiales con las cuales convivía constantemente. Pero, para disfrutar de ellas, se necesitaba la vida eterna, cosa que el hombre no poseía. Además, era pecador, perdido, manchado e incapaz de subsistir en la presencia de Dios a causa de su mancha, impropio para el cielo donde, según sus consejos eternos, Dios quería tener hombres perfectos. Semejantes a los israelitas mordidos por las serpientes ardientes en el desierto (Números 21:4-9), todos los hombres son alcanzados mortalmente por el pecado y sus consecuencias, y todos, abandonados a sí mismos, permanecerían eternamente en este estado. Se necesitaba entonces un medio que los habilitara para disfrutar de lo que Dios les destinaba. Este medio, ante todo, debía satisfacer las exigencias del Dios justo y santo al cual el hombre había ofendido. Para que el pecador fuese salvo, Dios tenía que recibir una plena satisfacción respecto al pecado, lo que solo podía tener lugar por la muerte, “paga del pecado”. Si el pecador entrase en juicio ante Dios, ello significaría la muerte eterna según la justicia divina; pero, ¿en qué quedarían entonces los propósitos eternos del Dios que es amor? El Señor mismo responde esta pregunta:

Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (v. 14-15).

Asimismo Jesús dice a Nicodemo: “Os es necesario nacer de nuevo”; es una necesidad absoluta, en vista de lo que es la naturaleza del hombre en Adán. Y aquí dice: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado”, necesidad tan absoluta como la primera, en vista de las exigencias de la justicia de Dios. Se necesitaba una obra reparadora y expiatoria, en la cual el hombre no contribuyese absolutamente para nada. Ha pecado, este es el resultado de toda su actividad; ¿cómo, pues, podría reparar los perjuicios causados a Dios y eliminar sus pecados? Jesús, el Hijo del Hombre, se presenta precisamente para eso, para sufrir –ocupando el lugar del culpable– el juicio que este merecía, de modo que, por la fe, no perezca, sino que tenga vida eterna. La serpiente de bronce, en el desierto, es figura de Cristo elevado en la cruz, hecho pecado por nosotros. En la Biblia, el bronce representa la justicia de Dios en juicio contra el pecado. Levantada en un palo, la serpiente recordaba el juicio ejecutado sobre lo que había causado la muerte del pueblo; el moribundo solo tenía que echar una mirada de fe hacia ella para obtener la liberación y la vida. El Hijo del Hombre, clavado en la cruz, hecho pecado por nosotros, satisfizo todas las exigencias de la justicia inflexible del Dios tres veces Santo, a quien nosotros habíamos ofendido. Como Dios está plenamente satisfecho, invita al pecador a levantar una mirada de fe hacia la cruz donde su propio Hijo sufrió el juicio en lugar del culpable, para liberarle de las consecuencias eternas de sus pecados. Sin fe, el pecador perecerá en sus pecados, bajo la mordedura de la serpiente antigua (Apocalipsis 12:9). Por la fe encuentra no solamente la liberación de su culpabilidad y del juicio, sino la vida eterna, necesaria para disfrutar ya, a partir de nuestra existencia terrenal, los bienes celestiales.

El versículo 16, conocido por todos, indica la fuente de una salvación tan maravillosa: el amor de Dios.

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.

“De tal manera amó Dios al mundo”, compuesto de pecadores, para con los cuales ha tenido paciencia durante cuatro mil años, antes de la venida de Cristo, habiendo empleado todos los medios posibles para volver a traerles a Él, mas sin otro resultado que el pecado y la rebeldía. Este mundo, que reservaba a Jesús la acogida más odiosa y mortífera, ha sido amado por Dios hasta el punto de dar a su Hijo, para que todo aquel que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Es el amor puro, el de Dios, quien es amor. Él dio lo que su corazón más amaba, su Hijo, su unigénito, el que hacía sus delicias en la eternidad pasada, y quien se regocijaba siempre delante de él (Proverbios 8:30-31), como Salvador de un mundo que le odiaba. En tiempos remotos, Dios había pedido a Abraham un gran sacrificio, haciendo resaltar todo lo que Isaac era para él. Le dice: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Génesis 22:2). Abraham debía hacer este sacrificio para Dios, a quien se lo debía todo. En el momento en que estaba a punto de consumarlo, Dios lo llamó desde los cielos para que no pusiera la mano sobre el muchacho. Pero nadie pidió el sacrificio del Hijo de Dios. No lo hacía a favor de amigos o de gente a quien Dios debía algo; lo consentía libremente “por los impíos”, “pecadores”, “enemigos”, dice el apóstol Pablo en Romanos 5:5-10. Ninguna voz se hizo oír desde el cielo para liberarlo. Jesús clamó y nadie le respondió. Por el contrario, su Dios lo abandonó bajo el peso de nuestros pecados hasta el pleno cumplimiento de la expiación. El amor de Dios sufrió al ver abandonado a su propio Hijo, su unigénito. No le perdonó el horror del cumplimiento de la sentencia del juicio, para liberar a sus enemigos y darles vida eterna. ¿Permanecería uno indiferente frente a semejante amor, cuando sabe que Dios no debía otra cosa al hombre que el juicio, pero que, para salvarlo, hizo caer este juicio sobre su amado Hijo? Será terrible la suerte de aquel que desprecie un amor semejante. ¿Qué podría decir en el día del juicio? Se comprende que toda boca será cerrada. Hoy en día el pecador habla fácilmente en contra de Dios. Se queja contra él. Piensa que satisface mal los deseos de su criatura. Lo trata como el siervo malvado (Mateo 25:24); lo llama hombre duro. Solo se ocupa de sus ventajas presentes y desprecia el don inefable del unigénito Hijo de Dios, el único que asegura al pecador la vida eterna, la felicidad en este mundo y la gloria por la eternidad.

La vida eterna no es solo una vida que dura eternamente; es la vida en la cual se da la posibilidad de ser perfectamente feliz en este mundo y en el cielo por el conocimiento del Padre, revelado en el Hijo. Antes de la obra hecha en la cruz, ninguno poseyó esta porción; sin embargo esto no significa que no haya habido hombres salvos que hayan disfrutado de sus relaciones con Dios al poseer la naturaleza divina. Pero ellos no podían conocer a Dios como Padre, revelado en el Hijo, antes de que se cumpliera la redención y viniera el Espíritu Santo. Jesús dijo: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).

Las consecuencias de la incredulidad

El versículo 17 dice

Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.

El deseo de Dios es que el mundo sea salvo, pues para eso envió a su Hijo. El versículo 18 aplica la salvación, no al mundo en su conjunto, sino al que cree: “El que en él cree, no es condenado”.

Si Dios hubiese actuado como hombre natural hacia aquellos que obran mal para con él, hubiera enviado a su Hijo para juzgar al mundo; porque, ¿quién ha sido más ofendido que Dios por su criatura? Sin embargo, envió a su Hijo no para juzgar, sino para salvar. En los versículos precedentes vimos que todo fue cumplido en la cruz, para que todo el que cree tenga vida eterna: es salvo, porque cree que Cristo llevó en la cruz el juicio que debía alcanzarle a él. Por tanto, “el que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (v. 18). No hay nada más claro y sencillo. Todo lo que Dios pide al pecador es que crea en su Hijo, quien vino para arreglar la cuestión del pecado, para plena satisfacción Suya. El que no cree permanece bajo el juicio, no por ser más pecador que cualquier otro, sino porque no ha creído en Aquel que Dios dio para salvarle.

Desde que Dios envió a su Hijo para salvar al mundo, los hombres se encuentran bajo una responsabilidad y una culpabilidad desconocidas hasta entonces. “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (v. 19). Más que nunca, la luz ha resplandecido sobre su estado, y esta luz era la vida (cap. 1:4), Jesús, quien “alumbra a todo hombre, venía a este mundo” (cap. 1:9). Toda conciencia ha sido iluminada por la luz de la presencia del Hijo de Dios. Pero en su naturaleza tenebrosa y opuesta a Dios, deseando hacer el mal, alimento del pecador, los hombres han preferido las tinieblas para seguir satisfaciendo su mala naturaleza, antes que ir a la luz, la cual, a la vez que les reprendía, también les traía vida eterna. “Porque” –dice el Señor– “todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios” (v. 20-21).

El mundo yace en las tinieblas, estado favorable para practicar el mal. Pero, en medio de esta oscuridad, la luz divina ha brillado en todo el resplandor de sus perfecciones: todo lo que Dios es en su naturaleza ha sido manifestado en Cristo, en contraste con el hombre. Se comprende que quienes desean seguir practicando el mal se aparten de la luz que los juzga, mientras los que se han beneficiado con ella desean que controle todas sus obras; buscan la luz en vez de huir de ella, para que se vea que sus obras responden al pensamiento de Dios. El creyente siempre desea más luz sobre sí mismo y sobre todo lo que hace. “Mas la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Proverbios 4:18). Salomón pone este camino en contraste con el de los malvados, que “es como la oscuridad; no saben en qué tropiezan” (v. 19).

Es importante recordar las verdades prácticas que emanan de estos versículos 20 y 21, porque las espesas tinieblas morales de este mundo nos envuelven por todos lados y comprenden, desgraciadamente, a nuestro corazón natural que ama esta atmósfera. Por lo cual todos debemos velar para permanecer prácticamente bajo el efecto de la luz. El cristiano es “luz en el Señor” (Efesios 5:8), porque participa de la naturaleza de Dios, que es luz. Está “en luz, como él (Dios) está en luz” (1 Juan 1:7). La obra de Cristo le ha colocado allí. Debe revestirse con “las armas de la luz” (Romanos 13:12), esto es, practicar durante toda su vida solo lo que puede hacerse en la luz, para ser protegido contra la influencia de las tinieblas. Andar según la luz es tener al Señor Jesús como modelo en todo lo que hacemos. Modelo tanto para grandes como para pequeños; sometido a sus padres en su infancia y a la voluntad de Dios su Padre en todo su ministerio, siempre hacía las cosas que agradaban a su Padre (cap. 8:29). Cada cual puede imitarle así con facilidad. En ese camino sentiremos la necesidad de desarrollarnos en todas las cosas y controlaremos nuestra marcha a la luz de la Palabra, para ver si nuestras obras realmente están “hechas en Dios” y si aguantan esa luz. A menudo habrá algo que corregir aun en lo que creemos haber hecho bien; pero dejémonos corregir, así progresaremos en esta feliz senda que terminará con él al pleno resplandor del día en la gloria eterna en la cual pronto entraremos.

El amigo del Esposo

Jesús y sus discípulos bautizaban en la región de Judea al mismo tiempo que Juan el Bautista seguía con su servicio por algún tiempo más, aunque Jesús estaba allí. Ello dio ocasión a algunos discípulos de Juan para hacer notar a su maestro que todos iban a Jesús y se bautizaban allí. Sin duda veían con cierto celo cómo aumentaba la importancia de Jesús a expensas de la de su maestro. Si tal era su pensamiento, pronto Juan lo corrigió al establecer la verdad concerniente a su propio ministerio y al de Jesús. Les respondió: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido” (v. 27-29). Juan subraya así ante sus discípulos el contraste que existe entre Jesús y él, resaltando la superioridad de Aquel de quien no era digno, decía, de desatar la correa de su calzado. Juan no poseía nada que no le hubiera sido dado del cielo. De allí había recibido su ministerio, mientras que Jesús venía del cielo, “el Hijo del Hombre, que está en el cielo”. En el primer capítulo había dicho que no era más que una voz. Veremos este contraste establecido más fuertemente en los versículos 31 y 32. Recuerda a sus discípulos que le han oído afirmar que él no era el Cristo, sino que era enviado como precursor suyo; tendrían que haber comprendido, pues, por qué todos iban al Señor. Luego, sin manifestar un espíritu de rivalidad, Juan compara a Cristo con un esposo, y él mismo es el amigo del esposo. La esposa pertenece al esposo, y el gozo que este tiene de poseer a su esposa hace el gozo de su amigo. Feliz de oír su voz, no procura tomar su sitio. Ama tanto al esposo que su mayor felicidad es participar de su gozo. Este gozo de Juan, precursor del Mesías, estaba cumplido; no podía desear más; había alcanzado la plenitud de la felicidad como ningún otro profeta.

Sabemos que el gran tema de la profecía era Jesús, el Mesías, y que de todos los profetas, Juan el Bautista era el mayor, según la declaración del Señor en Mateo 11:11, porque, de todos, solo él vio a Aquel cuya venida ellos habían anunciado. Aquí se terminaba el ministerio profético y comenzaba el de Jesús, introduciendo un estado de cosas totalmente nuevo, muy superior al anterior.

Jesús dice de Juan, en el pasaje de Mateo citado anteriormente, que “el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él”. En este reino, la porción del creyente, sus bendiciones y sus privilegios son celestiales y están asociados a Cristo, lo cual no podía haber sido la porción de un santo de la dispensación precedente, ni siquiera la de los felices participantes del milenio. Juan llegó a la cumbre de lo que podía esperarle en el orden de cosas al cual pertenecía. Tenía por objeto al Señor; lo había visto; estaba satisfecho; su gozo era completo. Los santos que seguirían gozarían –en virtud de la muerte y resurrección del Señor– de bendiciones mayores, como Esposa de Cristo muy especialmente; aunque esta porción no le correspondía, estaba feliz con la suya. Con su ministerio había clausurado la dispensación legal; había presentado a Cristo ante el público. En adelante iba a desaparecer, como él mismo lo dijo:

Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe.

Semejante a la estrella que brilla antes de la salida del sol y que palidece y desaparece ante el astro del día, Juan se retiraría para ceder todo el lugar a Jesús. El profeta continúa diciendo: “El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos. Y lo que vio y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio” (v. 31-32). Jesús era “el que de arriba viene”; Juan aquel “que es de la tierra”. Juan hablaba de las cosas de Dios en relación con la tierra, su lugar de origen. En cambio, Jesús, cuyo origen es eterno y celestial, estaba por encima de todos y de todo. Juan había hablado de parte de Dios; Jesús hablaba de lo que había visto y oído en el cielo; aquellas cosas constituían el tema de su testimonio, como él mismo lo dice en el versículo 11: nadie recibía este testimonio porque superaba lo que el hombre podía comprender con su entendimiento natural. Era necesaria la obra de Dios para recibirle: “El que recibe su testimonio, este atestigua que Dios es veraz. Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida” (v. 33-34). Jesús era tan perfectamente la expresión de Dios mismo, de sus propios pensamientos, de sus palabras, que aquel que recibía su testimonio atestiguaba que Dios era veraz, porque había oído, no a un intermediario –de parte de Dios– como Juan y los profetas, sino a Dios mismo. Jesús había recibido el Espíritu Santo en toda su plenitud y no por medida, como los profetas que se encontraban bajo una acción momentánea del Espíritu de Dios para decir lo que Dios quería que dijeran, como lo leemos a menudo: “El Espíritu de Jehová vino sobre…” (Jueces 11:29; 14:6; 1 Samuel 16:13; 2 Crónicas 20:14, etc.).

Juan da un testimonio brillante que glorifica a Jesús. Personifica el ministerio según Dios que tiene por propósito hacer resaltar las glorias de la persona de Cristo. Eso lo caracterizó desde su manifestación pública, como lo notamos en el capítulo 1:38. Ahora, terminado su testimonio, este evangelio ya no habla de él; Jesús ocupará todo el lugar.

Una vez cumplido el ministerio de Juan el Bautista, es Juan el evangelista quien toma la palabra en los versículos 35 y 36. “El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”. Por medio de sus palabras Juan resume, en cierto modo, el ministerio de Jesús y sus consecuencias. “El Padre ama al Hijo”, encuentra en él su placer, desde siempre, y ahora de manera particular al venir para cumplir sus designios eternos. En el capítulo 10:17, Jesús dice: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar”. A tal objeto de su amor, Dios Padre podía confiarle todo, es decir, todo lo que concierne a la salvación de los pecadores y el cumplimiento de todos sus consejos, así como el ejercicio de sus juicios cuando haya llegado el tiempo. En vano se pretexta su humanidad, su humillación, para no creer en él y decir, como los judíos en el capítulo 9: “Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es pecador”; ello no cambia en nada las declaraciones de Dios. Hoy muchas personas están dispuestas a tener contacto con Dios, pero no quieren saber nada de su Hijo; es inútil, ellas morirán en su pecado. En su Hijo, Dios se revela a los hombres; ha puesto todas las cosas en sus manos. No existe otro medio para ser salvo que no sea el de creer en él. El evangelista saca su conclusión de esta declaración al decir: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”. Nada más explícito: Dios Padre quería salvar a los pecadores, darles vida eterna; no lo podía hacer desde el cielo y entonces envió a su Hijo a la tierra, le confió todas las cosas, le dio toda autoridad; sabía que cumpliría todo según los pensamientos divinos para salvar al pecador. Si alguien rehúsa este medio y desobedece, negándose a creer, permanece bajo la ira de Dios, eternamente privado de la vida rechazada en la persona del Hijo de Dios. Se ve, por varios pasajes, que no creer es desobedecer (Hechos 5:32; 2 Tesalonicenses 1:8; 1 Pedro 3:1; 4:17).

El gran tema de nuestro evangelio es la revelación del Padre y la vida eterna. Juan lo presenta, por así decirlo, mediante estos versículos 35 y 36, como concluye en el capítulo 20:31 al decir: “Pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre”.

Todavía podemos hacer constar que las verdades contenidas en estos dos últimos versículos se salen completamente del marco de la enseñanza de Juan el Bautista, quien simplemente presentaba a Jesús en su llegada al mundo, y no podía hablar ni del Padre ni de la vida eterna. El evangelista empieza su testimonio allí donde termina el de Juan el Bautista.